Además de esto afirmo que los acontecimientos particulares son por lo general testimonios de la providencia que Dios tiene de cada cosa en particular: «Y vino un viento de Jehová, y trajo codornices del mar» (Num. 11:31). Cuando quiso que Jonás fuese arrojado al mar «hizo levantar un gran viento en el mar» (Jon. 1:4).
Dirán los que piensan que Dios no se preocupa del gobierno del mundo, que esto sucedió aparte de lo que de ordinario acontece. Pero yo concluyo de ahí que jamás se levanta viento alguno sin especial mandato de Dios; porque de otra manera no podría ser verdad lo que dice David: «Él hace a los vientos sus mensajeros, y a las flamas de fuego sus ministros (Sal. 104:4); pone las nubes por su carroza, anda sobre las alas del viento» (Sal. 104:3), si no mostrase en ello una particular presencia de su poder. E igualmente se nos dice en otro lugar que cuantas veces el mar se embravece por la impetuosidad de los vientos, aquella perturbación es testimonio de una particular presencia de Dios: “Porque habló, e hizo levantar un viento tempestuoso, que encrespa sus ondas. Suben a los cielos». Después: «Cambia la tempestad en sosiego, y se apaciguan sus ondas…. y así los guía al puerto que deseaban» (Sal. 107:25-29). Y en otro lugar dice que «os herí con viento solano» (Am. 4:9). Y según esto, aunque los hombres naturalmente tienen la facultad de engendrar, sin embargo, Dios quiere que se le atribuya a Él y que se tenga por particular beneficio suyo que unos nunca tengan hijos, y otros, por el contrario, los tengan. Porque el fruto del vientre, don suyo es (Sal. 127:3). Y por esto decía Jacob a su mujer Raquel: «¿Soy yo acaso Dios, que te impidió el fruto de tu vientre?” (Gn. 30,2).
En fin, para concluir, no hay cosa más ordinaria en la naturaleza que el que el pan nos sirva de sustento; sin embargo, el Espíritu Santo declara que no solamente las cosechas son beneficio particular de Dios, sino que los hombres no viven sólo del pan (Dt. 8:3), porque no es la hartura lo que los sustenta, sino la oculta bendición de Dios; y, por el contrario, amenaza con hacer que el pan no tenga virtud para sustentar (1s. 3:l). Y de otra manera no podríamos pedir a Dios nuestro pan cotidiano, si Dios no nos diese el alimento con su mano de Padre. Por esto el Profeta, para convencer a los fieles de que Dios al darles el alimento cumple con el deber de un padre de familia, advierte que Él mantiene a todo ser vivo (Sal. 136:25).
En conclusión, cuando por un lado oímos decir: «Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos» (Sal. 34:15), y por el otro: «La ira de Jehová contra los que hacen mal, para cortar de la tierra la memoria de ellos- (Sal. 34:16), entendamos que todas las criaturas están prestas y preparadas para hacer lo que Él les mandare. De donde debemos concluir que no solamente hay una providencia general de Dios para continuar el orden natural en las criaturas, sino que son dirigidas por su admirable consejo a sus propios fines.
Esta doctrina no tiene nada de común con el “fatum” de los estoicos
Los que quieren hacer esta doctrina odiosa, afirman con calumnia que es la doctrina de los estoicos; a saber, que todo sucede por necesidad; lo cual también se lo echaron en cara a san Agustín. En cuanto a nosotros, aunque discutirnos a disgusto por palabras, sin embargo, no admitimos el vocablo «hado», que usaban los estoicos; en parte, porque pertenece a aquel género de vocablos de cuya profana novedad manda el Apóstol que huyamos (1 Tim. 6:20); y también porque nuestros adversarios procuran con lo odioso de este nombre menoscabar la verdad de Dios.
En cuanto a esta opinión, ellos nos la imputan falsa y maliciosamente. Porque nosotros no concebimos una necesidad presente en la naturaleza por la perpetua conjunción de las causas, como lo suponían los estoicos, sino que ponemos a Dios como Señor y Gobernador de todo, quien conforme a su sabiduría desde la misma eternidad determinó lo que había de hacer, y ahora con su poder pone por obra lo que determinó. De lo cual afirmamos que no solamente el cielo, la tierra y las criaturas inanimadas son gobernadas por su potencia, sino también los consejos y la voluntad de los hombres, de tal manera que van derechamente a parar al fin que Él les había señalado.
¿Pues, qué?, dirá alguno; ¿no acontece nada al acaso y a la ventura? Respondo que con mucho acierto dijo Basilio Magno que «fortuna» y «acaso» son palabras propias de gentiles, cuyo significado no debe penetrar en el entendimiento de los fieles. Pues si todo suceso próspero es bendición de Dios, y toda calamidad y adversidad es maldición suya, no queda lugar alguno para la fortuna y para el acaso en todo cuanto acontece a los hombres.
El testimonio de san Agustín.
Debe también impactarnos lo que dice san Agustín. «Me desagrada,» dice, «en los libros que escribí contra los académicos, haber nombrado tantas veces a la fortuna, aunque no me refería con ese nombra a diosa alguna, sino al casual acontecer exterior de las cosas, fuesen buenas o malas. Lo mismo que en el lenguaje vulgar suele decirse: es posible, acaso, quizás; lo cual ninguna religión lo prohibe decir, aunque todo debe atribuirse a la divina providencia. E incluso advertí: Es posible que lo que comúnmente se llama fortuna sea también regido por una secreta ordenación; y solamente atribuimos al acaso aquello cuya razón y causa permanece oculta. Es verdad que dije esto; sin embargo, me pesa haber usado el vocablo “fortuna”, pues veo que los hombres tienen una malísima costumbre; en vez de decir: Dios lo ha querido así, dicen: así lo ha querido la fortuna»‘.
En resumen: en muchos lugares enseña que si se atribuye algo a la fortuna, el mundo es regido sin concierto alguno. Y aunque en cierto lugar dice que todas las cosas se hacen en parte por el libre albedrío del hombre, y en parte por la providencia de Dios, sin embargo más abajo enseña bien claramente que los hombres están sujetos a esta providencia y son por ella regidos, porque enuncia este principio: Que no hay cosa más absurda que decir que se puede hacer algo sin que Dios lo haya determinado, pues en ese caso se haría sin concierto. Por esta razón excluye todo cuanto se podría cambiar por la voluntad de los hombres; y poco después aún más claramente, al decir que no se debe buscar la causa de la voluntad de Dios.
Ahora bien, lo que entiende con la palabra “permisión», que usa muchas veces, lo expone muy bien en cierto lugar, donde prueba que la voluntad de Dios es la causa primera y dueña de todas las cosas, porque nada se hace si no es por su mandato o permiso. Ciertamente no se imagina a Dios como quien desde una atalaya está ociosamente mirando lo que pasa y permitiendo una cosa u otra, ya que él le atribuye una voluntad actual, como suele decirse, la cual no podría ser tenida por causa, si Él no determinase lo que quiere.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino