En BOLETÍN SEMANAL

Pero aún podemos encontrar en la Escritura otra nota particular con la cual conocer mejor a Dios y diferenciarlo de los ídolos. Pues al mismo tiempo que se nos presenta como un solo Dios, se ofrece a nuestra contemplación en tres Personas distintas; y si no nos fijamos bien en ellas, no tendremos en nuestro entendimiento más que un vano nombre de Dios, que de nada sirve.

Pero, a fin de que nadie sueñe con un Dios de tres cabezas, ni piense que la esencia divina se divide en las tres Personas, será menester buscar una definición breve y fácil, que nos desenrede todo error. Mas como algunos aborrecen el término de «Persona», como si fuera cosa inventada por los hombres, será necesario ver primero la razón que tienen para ello.

El Apóstol, llamando al Hijo de Dios «la imagen misma de su sustancia» (del Padre) (Heb. 1:3), sin duda atribuye al Padre alguna subsistencia en la cual difiera del Hijo. Porque tomar el vocablo como si significase esencia, como hicieron algunos intérpretes – como si Cristo representase en sí la sustancia del Padre, al modo de la cera en la que se imprime el sello -, esto no sólo sería cosa dura, sino también absurda. Porque siendo la esencia divina simple e indivisible, incapaz de división alguna, el que la tuviere toda en sí y no por partes ni comunicación, sino total y enteramente, este tal sería llamado «carácter» e «imagen» del otro impropiamente. Pero como el Padre, aunque sea distinto del Hijo por su propiedad, se representó del todo en éste, con toda razón se dice que ha manifestado en él su hipóstasis; con lo cual está completamente de acuerdo lo que luego sigue: que Él es el resplandor de su gloria. Ciertamente, de las palabras del Apóstol se deduce que hay una hipóstasis propia y que pertenece al Padre, la cual, sin embargo, resplandece en el Hijo; de donde fácilmente se concluye también la hipóstasis del Hijo, que le distingue del Padre.

Lo mismo hay que decir del Espíritu Santo, el cual luego probaremos que es Dios; y, sin embargo, es necesario que lo tengamos como hipóstasis diferente del Padre. Pero esta distinción no se refiere a la esencia, dividir la cual o decir que es más de una es una blasfemia. Por tanto, si damos crédito a las palabras del Apóstol, se sigue que en un solo Dios hay tres hipóstasis. Y como quiera que los doctores latinos han querido decir lo mismo con este nombre de «Persona», será de hombres fastidiosos y aun contumaces querer disputar sobre una cosa clara y evidente.

Si quisiéramos traducir al pie de la letra lo que la palabra significa diríamos «subsistencia», lo cual muchos lo han confundido con «sustancia», como si fuera la misma cosa. Pero, además, no solamente los latinos usaron la palabra «persona», sino que también los griegos – quizá para probar que estaban en esto de acuerdo con los latinos – dijeron que hay en Dios tres Personas. Pero sea lo que sea respecto a la palabra, lo cierto es que todos querían decir una misma cosa.

¿Se pueden emplear palabras ajenas a la Escritura?

Así pues, por más que protesten los herejes contra el término de «Persona», y por más que murmuren algunos de mala condición, diciendo que no admitirán un nombre inventado por los hombres, siendo así que no pueden negar que se nombra a tres, de los cuales cada uno es enteramente Dios, sin que por ello haya muchos dioses, ¿no es gran maldad condenar las palabras que no dicen sino lo que la Escritura afirma y atestigua? Replican que sería mejor mantener dentro de los limites de la Escritura, no solamente nuestros sentimientos, sino también las palabras, en vez de usar de otras extrañas y no empleadas, que pueden ser causa de discusiones y disputas. Porque sucede con esto que se pierde el tiempo disputando por palabras, que se pierde la verdad altercando de esta manera y se destruye la caridad.

Si ellos llaman palabra extraña a la que sílaba por sílaba y letra por letra no se encuentra en la Escritura, ciertamente nos ponen en gran aprieto, pues con ello condenan todas las predicaciones e interpretaciones que no están tomadas de la Escritura de una manera plenamente textual. Mas si tienen por palabras extrañas las que se inventan por curiosidad y se sostienen supersticiosamente, las cuales sirven más de disputa que de edificación, y se usan sin necesidad ni fruto y con su aspereza ofenden los oídos de los fieles y pueden apartarnos de la sencillez de la Palabra de Dios, estén entonces seguros de que yo apruebo con todo el corazón su sobriedad. Pues no me parece que deba ser menor la reverencia al hablar de Dios que la que usamos en nuestros pensamientos sobre Él, pues cuanto de Él pensamos, en cuanto procede de nosotros mismos, no es más que locura, y todo cuanto hablamos, vanidad. Con todo, algún medio hemos de tener, tomando de la Escritura alguna regla a la cual se conformen todos nuestros pensamientos y palabras. Pero, ¿qué inconveniente hay en que expliquemos con palabras más claras las cosas que la Escritura dice oscuramente, con tal que lo que digamos sirva para declarar fielmente la verdad de la Escritura, y que se haga sin tomarse excesiva libertad y cuando la ocasión lo requiera? De esto tenemos muchos ejemplos. ¿Y qué sucederá si probamos que la Iglesia se ha visto ineludiblemente obligada a usar las palabras «Trinidad» y «Personas»? Si alguno no las aprueba con el pretexto de que se trata de palabras nuevas que no se hallan en la Escritura, ¿no se podrá decir de él con razón que no puede tolerar la luz de la verdad?; pues lo que hace es condenar que se explique con palabras más claras lo mismo que la Escritura encierra en sí.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

 

 

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