Quiso Dios que los judíos tuviesen tales profecías, a fin de que se acostumbrasen a poner los ojos en Cristo, cada vez que pidiesen ser liberados del cautiverio en que se hallaban. Y aunque ellos habían caído muy bajo, el recuerdo general de que Dios, según lo había prometido a David, sería quien por medio de Cristo libertaría a su Iglesia, nunca lo pudieron olvidar; y asimismo, que el pacto gratuito con que Dios había adoptado a sus elegidos permanecería firme y estable. De aquí que cuando Cristo poco antes de su muerte entró en Jerusalén, resonaba en boca de los niños como cosa corriente este cantar: «Hosanna al hijo de David» (Mt. 21:9); pues no hay duda alguna que esto reflejaba lo que corrientemente se decía entre el pueblo, y que lo cantaban a diario; a saber: que su única prenda de la misericordia de Dios era la venida del Redentor.
Dios no ha sido ni será jamás verdaderamente conocido más que en Cristo. Por esto Cristo manda a sus discípulos que crean en Él, para creer perfectamente en Dios. «Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn. 14:1). Porque aunque propiamente hablando, la fe sube de Cristo al Padre, Él quiere decir sin embargo, que si bien ella se apoya en Dios, poco a poco se va debilitando si Él no interviene para hacer que permanezca en toda su robustez. Además, la majestad de Dios está demasiado alta para que puedan llegar a ella los hombres mortales, que como gusanos andan arrastrándose por la tierra. Por lo cual, lo que comúnmente se dice, que Dios es el objeto de la fe, yo lo admito a condición de que se añada esta corrección: pues no en vano Cristo es llamado «imagen del Dios invisible» (Col. 1:15), con este título se nos advierte que, si Dios no nos es presentado por medio de Jesucristo, nosotros no podemos conocer lo que es nuestra salvación. Y aunque entre los judíos los escribas habían oscurecido con falsas interpretaciones lo que los profetas habían dicho del Redentor, Cristo dio por cosa sabida y comúnmente admitida por todos, que no había otro remedio para la calamitosa situación en que los judíos se encontraban ni otra manera de libertar a la Iglesia, que la venida del Redentor prometido. El vulgo no entendió, como debiera, lo que enseña san Pablo, que «el fin de la ley es Cristo» (Rom. 10:4). Pero cuán gran verdad es esto se ve por la misma Ley y los Profetas.
No discuto aún acerca de la fe. Esto se verá en el lugar oportuno. Solamente quiero que los lectores ahora tengan por inconcluso, que consistiendo el primer grado de la piedad en conocer que Dios es Padre nuestro para defendernos, gobernarnos y alimentarnos, hasta que nos reciba en la eterna herencia de su Reino, de esto se sigue evidentemente lo que poco antes hemos dicho: que es imposible llegar al verdadero conocimiento de Dios sin Cristo, y que por esta razón desde el principio del mundo fue propuesto a los elegidos, para que tuviesen fijos en Él sus ojos y descansase en Él su confianza.
En este sentido escribe Ireneo, que el Padre, que en sí mismo es infinito, se ha hecho finito en el Hijo, al rebajarse hasta adoptar nuestra pequeñez, a fin de no absorber nuestros entendimientos en la inmensidad de su gloria. No comprendiendo esto, algunos fanáticos retuercen esta sentencia para confirmar sus fantasías erróneas, como si se dijera en ella que sólo una parte de la divinidad derivó del Padre a Cristo, cuando es evidente que Ireneo no quiere decir otra cosa sino que Dios es comprendido en Cristo, y en nadie más fuera de Él. Siempre ha sido verdad lo que dice san Juan: “Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre» (1 Jn. 2:23).
Porque, aunque muchos antiguamente se gloriaron de que adoraban al supremo Dios que creó el cielo y la tierra, como quiera que no tenían Mediador alguno, fue imposible que gustasen la misericordia de Dios y de esta manera se persuadieran de que Dios era su Padre. Como no tenían a la Cabeza, es decir, Cristo, el conocimiento que tuvieron de Dios fue vano y no les sirvió de nada; de lo cual también se siguió que habiendo caído en enormes y horrendas supersticiones, dejasen ver claramente su ignorancia. Así por ejemplo, actualmente los turcos, quienes, por más que se gloríen a boca llena de que el Dios que ellos adoran es el que creó el cielo y la tierra, sin embargo no adoran más que a un pobre ídolo en lugar de Dios, puesto que rechazan a Jesucristo.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino