En ARTÍCULOS

Que el Señor Dios justifique a los impíos no se debe a que Él disfrute de la ficción, o que se deleite por una terrible paradoja de llamar justo a uno que en realidad es malvado; pero este hecho corre paralelamente al otro, de que ese impío es en realidad justo. Y que el impío, quien en sí mismo es y permanece malvado, al mismo tiempo es y continúa siendo justo, encuentra su razón y fundamento en el hecho de que Dios pone a este pobre, miserable y perdido pecador en unión con un Mediador infinitamente rico, cuyos tesoros son inagotables. Por esta unión, todas sus deudas son canceladas, y todos los tesoros fluyen para él. De tal manera que aunque continúa, por sí mismo, empobrecido, es a la vez inmensamente rico a causa de su unión con Cristo. Esta es la razón de por qué todo depende de la fe en el Señor Jesucristo; por qué esa fe es el vínculo de unión. Si no hay tal fe, no puede haber unión con Cristo y aún estás en tus pecados. Pero si hay fe, entonces la unión ha sido establecida, entonces existe, y puedes hacer obras ya no por tu propia cuenta, sino en unión con Él que es quien cancela todas tus deudas, mientras te hace receptor de todo Su tesoro.

¿Cómo ha de entenderse esto? ¿Es la persona de Cristo quien nos acepta en esta unión? Y, como Dios ya no tiene que lidiar con nuestra pobreza, sino que ahora puede depender de las riquezas de Cristo, ¿nos cuenta entonces como buenos y justos? No, hermanos, y nuevamente, ¡no! No es así, y no puede ser presentado así; porque entonces no habría justificación por parte de Dios. Vosotros tenéis una cuenta que cobrar a un hombre que fracasó en un negocio, pero que fue aceptado como socio de un rico banquero, que canceló todas sus deudas. ¿Existe ahora la más mínima misericordia o bondad de vuestra parte, cuando endosan el cheque de ese hombre? Si hicieran lo contrario, ¿no estarían contradiciendo hechos sólidos y tangibles?

No, el Señor Dios no actúa de esa forma. Cristo no borra la deuda, y no obtiene para nosotros tesoros con otro método distinto al que Dios ha establecido; ni tampoco entra el impío, a través de la fe, en unión con Cristo independientemente del Padre; tampoco Dios, estando informado de estas transacciones, justifica al impío, que ya se había transformado en creyente. Porque entonces no habría honor para Dios, ni alabanza por Su gracia; no sería un impío sino, por el contrario, un creyente que ha sido justificado.

El tema no se tramita de esa forma. Fue el señor Dios, antes que nada, quien, sin diferenciar persona, y por lo tanto sin considerar la fe de la persona, sino de acuerdo a Su poder soberano, quien eligió una porción de los impíos para la vida eterna; no como juez, sino como Soberano. Pero siendo Juez además de Soberano, y por lo tanto incapaz de violar el derecho, Él que es quien ha elegido, el Dios Trino, también ha creado y dado todo lo que es necesario y requerido para la salvación; de manera que estas personas escogidas, en el momento apropiado y por los medios apropiados, puedan recibir y experimentar las cosas por las cuales finalmente se mostrará que todas las obras de Dios fueron majestuosas y todas su decisiones justas. Por eso encontramos este orden del Pacto de Gracia; y en este Pacto de Gracia, el ordenamiento del Mediador; y en el Mediador toda la satisfacción, justicia, y santidad, y de esa satisfacción, justicia, y santidad, primero la imputación, y después de eso el regalo.

Por eso Dios declara al impío justo antes de que crea, para que pueda creer, y no después de que crea. Este acto de justificación es el acto creativo de Dios, en que también es depositada la satisfacción, la justicia, y la santidad de Cristo, y de las cuales fluye también la imputación de una concesión de todas estas al impío. Por lo tanto, no hay en este acto de justificación ni el más mínimo error o falsedad. Sólo es declarado justo aquel que siendo impío en sí mismo, por medio de esta declaración, es y se hace justo en Cristo.

Sólo de esta forma es posible entender a cabalidad la doctrina de justificación en toda su riqueza y gloria. Sin esta profunda concepción de ella, la justificación es meramente el perdón del pecado, después del cual, estando relevados de la carga, comenzamos nuestro camino con un renovado entusiasmo para trabajar por Dios. Y esto no es otra cosa que un genuino y fatal arminianismo.

Pero, con esta percepción más profunda, el hombre reconoce y confiesa: «Tal perdón de los pecados no es ventajoso para mí. Porque sé:

1º Que estaré día tras día contaminado por el pecado;

2º Que tendré dentro de mí un corazón pecaminoso hasta el día de mi muerte;

3º Que hasta entonces, jamás seré capaz de lograr cumplir toda la Ley;

4º Que, dado que ya estoy condenado y sentenciado, no puedo entrar libremente en el Reino de Dios como un hombre honorable.”

La respuesta de la justificación, tal como la revela la Escritura y la confiesa nuestra Iglesia, cubre muy satisfactoriamente estos cuatro puntos. Acepta que uno no es un santo, con una santidad auto-asumida, sino como uno que confiesa: «Mi conciencia me acusa de que he transgredido todos los mandamientos de Dios, y que no he cumplido ninguno de ellos, y que todavía estoy inclinado al mal»; y sin embargo, no soy expulsado. Le dice que no puede depender de ningún mérito suyo, sino que debe depender sólo de la gracia. De ahí que comienza poniéndolo en las filas de los cumplidores de la ley, de aquellos que son declarados buenos y justos, «tal como si nunca hubiera tenido o cometido ningún pecado.» Como fundamento de la santidad no requiere de ti el cumplimiento de la ley, sino que te imputa y te imparte el cumplimiento de la Ley por parte de Cristo; estimándote como si hubieras cumplido completamente toda aquella obediencia que Cristo ha logrado para ti. Y borrando en este acto la diferencia de tu pasado y tu futuro pecado, te imputa y te otorga no sólo la satisfacción y santidad de Cristo, sino además Su justicia original, de una manera tal que estás ante Dios una vez más, justo y honorable, y como si toda la historia de su pecado hubiera sido sólo un sueño.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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