En muchas ocasiones el Señor, así en la Ley como en los Profetas, manda que nos convirtamos a Él. Pero por otra parte dice uno de los profetas: «Conviérteme, y seré convertido… porque después que me convertí tuve arrepentimiento» (Jer.31:18-19). Nos manda también que circuncidemos nuestros corazones (Dt. 10:16); pero luego nos advierte que esta circuncisión es hecha por su mano. Continuamente está exigiendo un corazón nuevo en el hombre; pero también afirma que solamente Él es quien lo renueva (Ez. 36:26). Mas, como dice san Agustín, lo que Dios promete, nosotros no lo hacemos por nuestro libre albedrío, ni por nuestra naturaleza, sino que Él lo hace por gracia. Y es ésta la quinta de las reglas que san Agustín nota entre las reglas de la doctrina cristiana: “que debemos distinguir bien entre la Ley y las promesas, o entre los mandamientos y la gracia”. ¿Qué dirán pues ahora, los que de los mandamientos de Dios quieren deducir que el hombre tiene fuerzas para hacer lo que le manda Dios, y amortiguar de esta manera la gracia del Señor, por la cual se cumplen los mandamientos? Él manda y da el obedecer y perseverar.
La segunda clase de mandamientos que hemos mencionado no ofrece dificultad alguna; son aquellos en los que se nos manda honrar a Dios, servirle, vivir conforme a su voluntad, hacer lo que Él ordena, y profesar su doctrina. Pero hay muchos lugares en que se afirma que toda la justicia, santidad y piedad que hay en nosotros son don gratuito suyo.
Al tercer género pertenece aquella exhortación que, según san Lucas, hicieron Pablo y Bernabé a los fieles: ¡que perseverasen en la gracia de Dios! (Hch. 13:43). Pero el mismo san Pablo demuestra en otro lugar a quién se debe pedir esta virtud de la perseverancia. «Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza» (Ef. 6:10). Y en otra parte manda que no contristemos al Espíritu de Dios con el cual fuimos sellados para el día de la redención (Ef 4:30). Pero, como los hombres no pueden hacer lo que él pide, ruega a Dios que se lo conceda a los tesalonicenses: que Su majestad los haga dignos de Su santa vocación y que cumpla en ellos todo lo que Él había determinado por su bondad, y por la obra de la fe (2 Tes. 1:11). De la misma manera en la segunda carta a los Corintios, tratando de las ofrendas alaba muchas veces su buena y santa voluntad; pero poco después da gracias a Dios por haber infundido a Tito la voluntad de encargarse de exhortarlos. Luego, si Tito no pudo ni abrir la boca para exhortar a otros, sino en cuanto que Dios se lo inspiró, ¿cómo podrán ser inducidos los fieles a practicar la caridad, si Dios no toca primero sus corazones?
Zacarías 1:3 no prueba el libre albedrío
Los más finos y sutiles discuten «estos testimonios» porque dicen que todo esto no impide que unamos nuestras fuerzas a la gracia de Dios, y que así Él ayuda nuestra flaqueza. Citan también pasajes de los profetas en los cuales parece que Dios divide la obra de nuestra conversión con nosotros. «Volveos a mí,» dice, «…y yo me volveré a vosotros» (Zac. 1:3).
Cuál es la ayuda con la que el Señor nos asiste, lo hemos expuesto antes, y no hay por qué repetirlo de nuevo, puesto que sólo se trata de probar que en vano nuestros adversarios ponen en el hombre la facultad de cumplir la Ley, en virtud de que Dios nos pide que la obedezcamos; ya que está claro que la gracia de Dios es necesaria para cumplir lo que Él manda, y que para este fin se nos promete. Pues por aquí se ve, por lo menos, que se nos pide más de lo que podemos pagar y hacer. Ni pueden tergiversar de manera alguna lo que dice Jeremías, que el pacto que había hecho con el pueblo antiguo quedaba cancelado y sin valor alguno, porque solamente consistía en la letra; y que no podía ser válido, más que uniéndose a él el Espíritu, el cual ablanda nuestros corazones para que obedezcan (Jer.31:32)
En cuanto a la sentencia: «volveos a mí, y yo me volveré a vosotros», tampoco les sirve de nada para confirmar su error. Porque por conversión de Dios no debemos entender la gracia con que Él renueva nuestros corazones para la penitencia y la santidad de vida, sino aquella con la que testifica su buena voluntad y el amor que nos tiene, haciendo que todas las cosas nos sucedan prósperamente; igual que algunas veces se dice también que Dios se aleja de nosotros, cuando nos aflige y nos envía adversidades.
Así, pues, como el pueblo de Israel se quejaba de que Dios lo había desamparado y abandonado por el mucho tiempo que llevaba padeciendo grandes tribulaciones, Dios les responde que jamás les faltaría su favor y liberalidad, si ellos volvían a vivir rectamente y para Él, que es el dechado y la regla de toda justicia. Por tanto, se aplica mal este lugar al querer deducir del mismo que la obra de la conversión se reparte entre Dios y nosotros.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino