«La santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14)
Solemnemente hago a cada lector esta pregunta: ¿Cómo podremos sentirnos felices en el cielo si morimos sin conocer la santidad? Sobre este particular la muerte no obrará ningún cambio; el sepulcro no alterará los hechos. Cada cual resucitará con el mismo carácter con el que dio el último suspiro. ¿Dónde iremos después de la muerte si en vida fuimos extranjeros a la santidad?
Imagínate, por unos momentos, que sin santidad se te permitiera entrar en el cielo. ¿Qué es lo que harías? ¿Qué goces podría reportarte el cielo? ¿Qué compañía de santos buscarías, y al lado de quiénes te sentarías? Sus goces no son tus goces; sus gustos no son tus gustos; su carácter no es tu carácter. Si no has sido ya santo en la tierra, ¿podrías ser feliz en el cielo?
Ahora quizá buscas y amas la compañía de la gente superficial e irreflexiva, de la gente mundana y ambiciosa, los que siempre están en las diversiones, los que andan en los placeres de la carne, los que odian a Dios, los profanos. Debes saber que en el cielo no habrá tal clase de personas. Ahora quizá consideras que orar, leer la Biblia, cantar himnos, etc., es algo árido y aburrido, que puede tolerarse de vez en cuando aunque en realidad no te agrada. Consideras que el día del Señor es una carga pesada y sólo unos minutos del mismo los puedes dedicar para el culto a Dios. Recuerda: el cielo es un domingo eterno; un Sabbath sin fin; y sus habitantes, día y noche, no cesan de decir «Santo, Santo, Santo, Señor Omnipotente», y continuamente elevan sus alabanzas al Cordero. ¿Cómo podría la persona no santa gozarse en tales ocupaciones?
¿Podría la persona no santa deleitarse en la compañía de David, Pablo y Juan después de haberse pasado la vida haciendo las cosas que estos siervos de Dios condenaron? ¿Podría tener dulce comunión con ellos? ¿Qué haría la persona no santa ante Jesús? En vida esta persona se apegó a los pecados por los cuales el Salvador murió, ¿qué haría delante de Jesús? ¿Podría permanecer confiadamente delante de Jesús y unir su voz al coro de los redimidos para cantar: «Este es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará; nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación»? (lsaías 25:9). ¿No creéis que la lengua de la persona no santa se pegaría a su paladar con vergüenza, y su deseo más ardiente sería el de ser arrojado de su presencia? Se sentiría extranjero en tierra desconocida y como oveja negra en el rebaño santo de Jesús. La voz del querubín y del serafín, el canto de los ángeles y de los arcángeles y las alabanzas de toda la compañía celestial, constituirían un lenguaje que él no podría comprender. El mismo aire celestial le parecería imposible de respirar.
En mi opinión, el cielo sería un lugar miserable para una persona no santa. Y no podrá ser de otro modo. Muchos, de una manera vaga, dicen que «esperan ir al cielo», pero en realidad no se dan cuenta de lo que dicen. Debe existir cierta aptitud e idoneidad previas para la herencia de los hijos de luz. De alguna manera nuestros corazones han de ser previamente afinados. Para alcanzar la fiesta de la gloria, debemos pasar primero por la escuela preparatoria de la gracia. Debemos mostrar una inclinación celestial, y tener gustos celestiales, pues de otro modo nunca nos encontraremos en el cielo. Antes de seguir adelante en el tema, creo que unas palabras de aplicación son necesarias.
¿Eres santo? ¿Conoces algo de esta santidad sobre la cual te he estado hablando? No te pregunto si asistes con regularidad a la iglesia, ni si has sido bautizado, ni si participas de la Cena del Señor, ni si tienes el nombre de cristiano. Lo que te pregunto es más que todo esto; te pregunto:
¿Eres santo? No te pregunto si tú apruebas la santidad en otros, ni si te gusta leer las vidas de varones santos, ni si te gusta hablar de cosas santas, ni si tienes libros santos sobre tu mesa, ni si tú quieres ser santo, ni si esperas ser santo algún día; lo que te pregunto va más lejos: ¿Eres santo? La pregunta hace referencia a ahora mismo, a este momento. ¿Eres o no eres santo?
¿Por qué insisto en la pregunta de una manera tan directa y enfática? Porque la Escritura dice: «Sin la santidad nadie verá al Señor.” Está escrito; yo no me lo he imaginado; está en la Biblia, no es una opinión particular mía; es la Palabra de Dios.
«Sin santidad nadie verá al Señor.” ¡Ay! ¡Cuán escudriñadoras y turbadoras son estas palabras! ¡Cuántos pensamientos cruzan por mi mente mientras las escribo! Miro a mi alrededor y veo el mundo en tinieblas. Miro a los que profesan ser cristianos y me doy cuenta de que la mayoría de los tales, de cristiano sólo tienen el nombre. Vuelvo mi atención a las páginas de la Biblia y oigo al Espíritu que dice: «Sin santidad nadie verá al Señor.”
Ciertamente, este versículo debería hacernos meditar sobre nuestros caminos y servir para que escudriñemos nuestros corazones; debería sugerirnos pensamientos muy solemnes y llevarnos a la oración. Quizás alguno de los lectores trate de hacerme callar, diciendo: «Tu sientes y piensas demasiado en estas cosas; mucho más de lo que sienten y piensan otras personas.” Pero contesto: Esta no es la cuestión. La gran pregunta no estriba en lo que sentimos o pensamos, sino en lo que hacemos. Quizá digas: «No todos los cristianos pueden ser santos; sólo los grandes creyentes, y gente de dones poco comunes, pueden aspirar a este estado de santidad.” Pero respondo: Las Escrituras no enseñan tal cosa. Yo leo que todo hombre que tiene esperanza en Cristo «se purifica a sí mismo» (1 Juan 3:3). «Sin la santidad nadie verá al Señor.»
Quizá tú digas: «Es imposible desempeñar nuestras obligaciones de la vida y al mismo tiempo ser santos.” Mas yo te contesto: Te equivocas; puede hacerse. Teniendo a Cristo a tu lado no hay nada imposible. Debes saber que muchos lo han hecho; David, Abdías, Daniel y otros muchos, son ejemplos que prueban lo dicho.
Quizá tú objetes: «Si alcanzáramos tal santidad, entonces no seríamos como los demás.” A lo que añado: Bien, lo sé; pero es precisamente esto lo que tú tienes que ser. ¡Los verdaderos siervos de Cristo siempre han sido distintos del mundo, han constituido una nación separada, un pueblo peculiar; y es esto lo que debes ser, si deseas ser salvo!
Quizá digas: «Si es así, entonces pocos serán los que se salvarán.” Y contesto: Lo sé. Esto es precisamente lo que se nos dice en el Sermón del Monte. El Señor Jesús lo dijo hace ya casi veinte siglos: «Estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.” (Mateo 7:14). Pocos se salvarán, porque pocos se molestan en buscar la salvación. El mundo no desea privarse de los placeres del pecado, ni abandonar sus caminos. Vuelve sus espaldas a una «herencia incorruptible, y que no puede contaminarse, ni marchitarse.” Bien dijo Jesús: «Y no queréis venir a mí para que tengáis vida» (Juan 5:40).
Quizá digas: «Estas palabras son duras; el camino es muy estrecho.” Yo te contesto: Lo sé; pero como ya te he dicho, hace ya casi veinte siglos que en el Sermón del Monte el Señor Jesús lo dijo. Afirmó que sus seguidores debían de tomar diariamente la cruz y estar dispuestos a perder una mano o un ojo si así fuera necesario para entrar en el Reino de los cielos. Tanto en la fe como en las cosas de la vida «no hay ganancias sin fatigas.” Lo que nada nos cuesta, nada vale.
En fin, sea lo que sea lo que creas conveniente objetar, la realidad es ésta: debemos ser santos si deseamos ver al Señor. Para ser santos en el cielo, primero debemos ser santos en la tierra. Dios ha dicho, y su palabra no puede alterarse: «Sin la santidad nadie verá al Señor.” «El santoral católico», dice Jenkyn, «sólo hace santos de los muertos, pero la Escritura exige santidad en los vivos.” «Que nadie se engañe, la santificación es un requisito necesario e indispensable en todos aquellos que desean someterse a la conducta de Cristo para la salvación. Los que van al cielo son precisamente aquellos que han sido santificados sobre la tierra. Esta Cabeza viva no admite miembros muertos.”
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle