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Para la lucha que tenemos ante nosotros, hay algunos aspectos para considerar:

  1. Evita la apariencia de pecado.

Andar en santidad significa negarte a pecar, y huir hasta de la apariencia del pecado. La Palabra de Dios nos manda odiar “hasta la ropa contaminada por su carne” (Jud. 23). Una persona limpia y cuerda no se lavaría las manos en aguas negras; eso solo lo haría un loco. Pero tampoco se acercaría tanto a un desagüe como para mancharse en lo más mínimo mientras está comiendo. De la misma manera, el cristiano debe mantener el nombre tan puro como la conciencia.

    Vale la pena plantearnos las tres preguntas de Bernardo de

    Claraval ante la duda acerca de cualquier acción.

    Primero: ¿Es lícito? ¿Se puede hacer sin pecar?

    Segundo: ¿Es digno de un cristiano? ¿El comportamiento de la gente común es digno del príncipe? Nehemías sabía que su relación con Dios le hacía especial: “¿Un hombre como yo ha de huir?” (Neh. 6:11).

    Tercero: ¿Es necesario? ¿Se puede hacer sin ofender al hermano más débil?

    Aunque alguien pueda montar a caballo a galope sin hacerse daño, puede causar daños irreparables si galopa por calles llenas de niños. Hay cosas que se podrían hacer si no hubiera cristianos más débiles en el camino, cuyas conciencias tiernas se pudieran ver atropelladas y magulladas.

    Desgraciadamente el sendero cristiano parece demasiado estrecho para muchos profesantes actualmente: estos necesitan más espacio para su actitud liberal, o dejarán atrás del todo su supuesta fe. La libertad es la diosa Diana de nuestra generación. Vemos la amplia aceptación de la apariencia profana: peinados elaborados y mundanos, modas llamativas y sensuales, caras pintadas, pechos desnudos. En otros tiempos los cristianos sólidos censuraban la apariencia y ropa inmodesta, pero ahora el jurado declara “inocentes” esas prácticas cuestionables. Muchos se encuentran tan ligados a lo mundano que creen que está mal trazar la raya de la libertad cristiana a favor de Cristo.

    Algunos llamados “cristianos” están tan lejos de una vida santa que casi concursan por ver quién se puede acercar más al abismo del pecado sin caer. Pero el aviso de Pablo era fuerte y directo: “Apartaos de toda apariencia de mal” (1 Ts. 5:22).

     El que se aventura a la apariencia de mal en el nombre de “la libertad en el Espíritu” puede encontrarse cometiendo pecados groseros bajo la apariencia de bien.

    2. Lucha contra el pecado por las razones de Dios

    Algunos luchan contra el pecado por motivos tan huecos que Dios casi no nota su victoria. Cuando hemos ayunado y orado, Él nos pregunta: “¿Habéis ayunado para mí?” (Zac 7:5). Pero si somos abnegados y buenos con los demás, un vaso de agua fría dado “como discípulo” (Mt. 10:42) vale más para Dios que una copa de oro con fines egoístas.

    Dios quiere que lo que nos hace renunciar al pecado sea su amor. Los príncipes encabezan sus documentos con su escudo de armas y sus títulos reales antes de enviarlos; Dios pone su  Nombre glorioso delante de sus mandamientos: “Y habló Dios todas estas palabras…” (Ex. 20:1). Él quiere que sus hijos santifiquen su Nombre en todo lo que hagan.

    Igual que el Padre manda a su familia que se aleje del mal, también quiere que por amor a su Nombre lamentemos los pecados que cometemos. A veces la pena puede ser tan egoísta que nos contentamos con rescatar nuestra alma de la eterna condenación, aunque de alguna manera difamemos la gloria de Dios. Pero el lamento de un alma salvada corre por otra vía: “Contra ti, contra ti sólo he pecado (Sal. 51:4)”.

    Hay una gran diferencia entre el que trabaja para otro y el que es su propio jefe. El independiente asume todas sus pérdidas, pero el siervo que negocia con los bienes de su amo debe poner toda pérdida en esa cuenta. Cristiano, tú eres siervo. Todo lo que tienes no es tuyo, sino de Dios. Cuando caes en el pecado, debes lamentar el daño que le has infligido a Él: “He deshonrado a mi Dios y malgastado los talentos que me dio; he herido su Nombre y contristado su Espíritu”.

    3. Mortifica el pecado

    Una herida oculta puede cubrirse sin que llegue a sanar; es posible que el médico empeore la enfermedad si no elimina la causa. En este caso, la corrupción, como cal viva, queda dentro de la persona y arde, aunque ahora esté latente como la pólvora en el barril.

    Los historiadores dicen que solo por abrir un baúl de ropa que no había sido oreada y limpiada de la infección que hubo en la casa, se desencadenó una terrible peste en Venecia; aunque la ropa llevaba años guardada sin causar peligro. Así también, hay algunos que durante años estuvieron haciendo el papel de cristianos irreprochables antes de tropezar en ciertas abominaciones —como en el caso de la apertura del baúl aparentemente inofensivo—, todo por no haber mortificado el pecado. Nada que no sea arrancar la raíz del pecado puede satisfacer la vida del cristiano santificado y a su Dios.

    Escucha a Pablo, que andaba en el poder de la santidad: “Cada día muero” (1 Cor. 15:31). El pecado es como la bestia que casi muere de la herida pero que, con el paso del tiempo, se recupera misteriosamente y vuelve a la actividad. Así muchos cristianos que mantienen un control rígido sobre la latente corrupción han sido derribados del caballo y arrastrados precariamente a la tentación. No siendo capaces de rechazar la furia del deseo, cuando este gana ventaja resultan quebrantados y aplastados por una caída trágica en el pecado.

    Si quieres crecer en el poder de la santidad, cristiano, no abandones nunca la obra de mortificar el pecado, aun cuando no haya tentación a la vista. El que sufre alergias toma los medicamentos, no solamente después de un ataque, sino siempre, para evitarlos. El cristiano debe intentar mantener su alma sana a diario, a pesar de lo que digan sus sentimientos. Finalmente, evita la práctica de aquellos que se alimentan bien un día pero que tragan suficiente basura al siguiente como para retrasar seriamente su crecimiento en la santidad.

    4. Crece en la santidad contraria al pecado

    Al igual que todo veneno tiene su antídoto, también todo pecado tiene una virtud opuesta. El cristiano que quiere andar en el poder de la santidad, no solo debe intentar evitar el pecado, sino poseer la virtud contraria. La Palabra nos habla de una casa que permaneció vacía porque no entró en ella el Espíritu Santo después de haberse echado al maligno. Un cristiano meramente negativo dejará el pecado que antes practicaba, sin acercarse por ello a la santidad. Esto es perderse el Cielo por disparar corto. Dios no nos preguntará dónde no estuvimos, ¡sino dónde estuvimos! No basta con no jurar ni tomar el nombre de Dios en vano. Dios preguntará: “¿Has santificado mi Nombre?”. No bastará con no haber perseguido a Cristo; Dios inquirirá: “¿Recibiste a Cristo?”. Tal vez no odiamos a sus hijos, ¿pero les hemos mostrado amor? Está bien que nunca te hayas emborrachado, ¿pero te has llenado del Espíritu Santo?

    Un médico competente acaba con la enfermedad y fortalece a la persona. Y el verdadero cristiano no se contentará con dejar atrás las malas decisiones, sino que intentará seguir ejercitándose en las virtudes correspondientes. ¿Estás frustrado e impaciente por la aflicción? No basta callar tu disputa con Dios; no pares hasta llevar tu corazón a la dependencia de él. David hizo algo más que castigar su alma por inquietarse: la mandó confiar en Dios y alabarle.

    ¿Tienes algún rencor secreto contra tu hermano? Dios quiere que apagues esa chispa infernal, pero también espera que enciendas un fuego celestial de amor que te haga orar por él fervientemente. Cuando tienes pensamientos envidiosos o negativos (¿y quién es tan santo que no los tiene a veces?), acude al Trono de la gracia y protesta con fuerza contra tus pecados, pidiendo de todo corazón el aumento del bien.

    5. Combate el pecado en la vida de los demás

    Un ciudadano leal es aquel que no solo trabaja para vivir tranquilamente bajo el gobierno, sino que está dispuesto a servir a esa autoridad contra los que se niegan a obedecerla. La verdadera santidad, como el verdadero amor, empieza en casa; pero no se queda allí. Toma las armas contra el pecado allí donde asome.

    Aquel que es tan neutral que no le importa cuánto deshonran a Dios sus compañeros, bien puede cuestionar su propia actitud hacia el pecado. David dice al respecto: “¿No odio, oh Jehová, a los que te aborrecen, y me enardezco contra tus enemigos? Los aborrezco por completo; los tengo por enemigos” (Sal. 139:21,22). Luego le pide a Dios que escudriñe su corazón: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad…” (vv. 23,24). Esta oración es un modelo de integridad. Es como si dijera: “Señor, hasta aquí llega mi plomada; pero si fuera posible que el pecado se ocultara donde yo no llego, búscalo “y guíame en el camino eterno”.

    6. Rechaza la vanagloria

    Todo cristiano que combate sinceramente el pecado debe rechazar cualquier tentación a vanagloriarse por sus triunfos. La excelencia de la santidad evangélica consiste en la abnegación: “Si fuese íntegro, no haría caso de mí mismo” (Job 9:21); esto es: “No me vanaglorio ni me jacto de mi inocencia”.

    Cuando el talento de un hombre merece atención y su orgullo aumenta en consecuencia, decimos: “Ha hecho un buen trabajo, pero lo sabe”. Reflexiona demasiado acerca de sí mismo y disfruta excesivamente de su imagen en el espejo de la satisfacción. Mientras más alto suben los alpinistas, más agachan el cuerpo para mantenerse firmes; el Espíritu de Cristo enseña a los cristianos ese mismo principio: cuanto más trepamos para vencer el pecado, más debemos inclinarnos en abnegación.

    La Palabra manda que nos mantengamos en el amor de Dios, “esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna” (Jud. 21). Debemos “sembrar justicia” y “segar misericordia” (Os. 10:12). Esto es, que los cristianos sembramos en la tierra para segar en el Cielo. La semilla es la justicia; y una vez sembrada, no debemos esperar recompensa de la mano de nuestra santidad, sino de la misericordia divina.

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    Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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