En BOLETÍN SEMANAL

Casi toda la suma de nuestra sabiduría, que realmente se deba tener por verdadera y sólida sabiduría, consiste en dos puntos, a saber: en el conocimiento que el hombre debe tener de Dios, y en el conocimiento que debe tener de sí mismo.

Mas como esos dos conocimientos están muy unidos y enlazados entre sí, no es cosa fácil distinguir cuál precede y origina al otro, ya que en primer lugar, nadie se puede contemplar a sí mismo sin que al momento se sienta impulsado a la consideración de Dios, en el cual vive y se mueve; porque no hay quien dude de que los dones, en los que toda nuestra dignidad consiste, no sean en manera alguna nuestros. Y aún más: el mismo ser que tenemos y lo que somos no consiste en otra cosa sino en subsistir y estar apoyados en Dios. Además, estos bienes, que como gota a gota descienden sobre nosotros del cielo, nos encaminan como hacen los arroyos a la fuente.

Asimismo, por nuestra pobreza se muestra todavía mejor aquella inmensidad de bienes que en Dios reside; y principalmente esta miserable caída, en que por la trasgresión del hombre caímos, nos obliga a levantar los ojos arriba, no solo para que, ignorantes y hambrientos, pidamos de allí lo que nos haga falta, sino también para que, despertados por el miedo, aprendamos humildad. Porque como en el hombre se halla todo un mundo de miserias, después de haber sido despojados de los dones del cielo, nuestra desnudez, para grande vergüenza nuestra, descubre una infinidad de oprobios; y por otra parte no puede por menos que ser tocado cada cual de la conciencia de su propia desventura, para poder, por lo menos, alcanzar algún conocimiento de Dios.

Así, por el sentimiento de nuestra ignorancia, vanidad, pobreza, enfermedad, y finalmente perversidad y corrupción propia, reconocemos que, en ninguna otra parte sino en Dios, hay verdadera sabiduría, firme virtud, perfecta abundancia de todos los bienes y pureza de justicia; por lo cual, ciertamente nos vemos impulsados por nuestra miseria a considerar los tesoros que hay en Dios. Y no podemos realmente tender a Él, antes de comenzar a sentir descontento de nosotros.

Porque ¿qué hombre hay que no se sienta contento descansando en sí mismo? ¿Y quién no descansa en sí mientras no se conoce a sí mismo, es decir, cuando está contento con los dones que ve en sí, ignorando su miseria y olvidándola? Por lo cual el conocimiento de nosotros mismos, no solamente nos aguijonea para que busquemos a Dios, sino que nos lleva como de la mano para que lo hallemos.

Extracto del libro: «Institución de la Religión Cristiana», de Juan Calvino

 

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