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La verdad que está en el corazón es una copia exacta de la verdad de la Palabra de Dios: concuerdan como la imagen del espejo corresponde al rostro de aquel que se contempla en él. Por tanto, si la verdad de la Palabra es armoniosa, entonces la verdad del corazón, que no es más que el reflejo de ella, también lo será. Hay una unidad triple en la obediencia del cristiano íntegro: es uniforme en cuanto al objeto, en cuanto al sujeto y en cuanto a las diversas circunstancias que condicionan su obediencia.

  1. El cristiano sincero es constante en cuanto a su objeto.

El hipócrita puede aceptar la ley de Dios en un punto —en cierto mandamiento que le agrade— pasando por alto los demás; pero el corazón íntegro sigue de cerca toda la ley en deseo y acción. El pie del justo se dice que está “sobre tierra firme” (Sal. 26:12), es sensible a toda la voluntad de Dios. Pero según Salomón, “las piernas del cojo penden inútiles” (Pr. 26:7) y no pueden estar bien formadas porque una pierna es más larga que otra.

Los fariseos pretendían tener un gran celo por algunos mandamientos. Ayunaban y oraban, sí, pero oraban por la recompensa; ayunaban todo el día, pero luego devoraban los bienes de las viudas. ¡Triste ayuno el que solo abre un apetito insaciable por la propiedad de otros en nombre de la devoción!

Por otro lado, el moralista es puntual en su trato con el hombre pero es un ladrón en su respuesta a Dios. No robaría ni un céntimo de su vecino, pero no titubea en engañar al Señor en asuntos mucho mayores. Debe a Dios amor, temor y fe, pero no le perturba su conciencia el no pagarle nada.

Es bíblico describir a un creyente por la virtud especial que fluye de su vida. A veces su carácter es que “teme el juramento” (Ec. 9:2), otras se trata de alguien que ama a los hermanos (1 Jn. 3:14). Es significativo, porque allí donde se vive íntegramente una característica, el corazón se abre a otra. Dios ha dado todos sus mandamientos con la misma autoridad —“Habló Dios todas estas palabras”— y, por ello, infunde todas las virtudes juntas, y escribe toda la ley en los corazones de sus hijos.

b. El cristiano íntegro es constante en cuanto al sujeto.

El hombre íntegro, renovado en su espíritu, se mueve en una dirección. Todo poder y facultad de su alma se unen y disfrutan de la armonía. Cuando el entendimiento descubre una verdad, la conciencia ejerce su autoridad sobre la voluntad y la manda actuar en el Nombre de Dios. En cuanto la conciencia llama a la puerta, la voluntad abre. Entonces los sentimientos, como siervos fieles, la tratan como a una invitada y expresan su disposición de servirla.

Pero no es así para el hipócrita: su voluntad, conciencia y sentimientos luchan entre sí. Cuando hay luz en el entendimiento, el hombre reconoce la verdad; pero a menudo soborna a la conciencia y esta deja de castigar a la voluntad por su negligencia. Normalmente la conciencia no estimulará al alma a dejar pasar la verdad. Pero aun cuando la conciencia se abra camino por la fuerza para rogar por su causa, es una invitada tan mal acogida que se le brindan negativas y mala cara; como la esposa contrariada que hace la vida imposible a su marido cuando trae a casa a alguien que no le gusta. Aún peor, que esconde su resentimiento secreto y entretiene fingidamente al invitado.

c. El alma íntegra es constante en cuanto a las circunstancias de su andar santo y su obediencia.

Se muestra uniforme con respecto al tiempo: su religión no es un traje para vestirlo dos o tres horas el domingo. Podrías pasar a verlo sin avisar y encontrarlo revestido de santidad igualmente un lunes que un jueves: “Dichosos los que guardan juicio, los que hacen justicia en todo tiempo” (Sal. 106:3). No se puede saber nada del verdadero aspecto de uno que está de cara al fuego: su color puede variar al apagarse la lumbre. Algunas personas son como flores; hay que estar presente en la época adecuada para ver su santidad en flor, o no se verá nunca.

El cristiano íntegro puede ver interrumpido su caminar espiritual, pero en cuanto se quite la tentación, volverá a la práctica de la santidad a causa de su nueva naturaleza. Sin embargo, el hipócrita falla en la misma contextura y hechura de su espíritu: no tiene el principio de la gracia para mantenerlo en marcha.

También el cristiano íntegro es uniforme en cuanto al lugar y la compañía. En público o con sus más allegados, David tenía el mismo propósito. De su esfera privada dijo: “En la integridad de mi corazón andaré en medio de mi casa” (Sal. 101:2). Pero también al salir llevaba consigo su conciencia; no la hacía quedarse atrás hasta su regreso, como Abraham requirió de sus siervos en el monte (Gn. 22:5).

Los romanos tenían una ley que mandaba a todos llevar en la ropa o en el sombrero una señal que identificara su ocupación. El cristiano íntegro nunca deja voluntariamente la señal de su santa profesión. Cuando se ve obligado a estar entre personas sarcásticas o revoltosas, no expone sus creencias a la burla echando perlas a los cerdos para que se las pisoteen. Algunos lugares son tan profanos y malvados que la integridad no tiene oportunidad de reprender con seguridad para el creyente. A menudo este se halla en una situación en la que es reacio a reprender el pecado, y mostrando un necio descuido por su alma, puede negarse a abandonar el lugar donde constantemente recibe mal en lugar de bien. En tal caso haría bien en cuestionar su integridad ante Dios.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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