Pablo repite esta misma verdad cuando exhorta a los colosenses: "Por lo tanto, haced morir lo terrenal en vuestros miembros." (Colosenses 3:5, RVA) ¿A quién se está dirigiendo Pablo? Se está dirigiendo a aquellos que han "resucitado con Cristo" (Col.3: 1), a aquellos que "han muerto" con Cristo (Col.3:3), y aquellos que "serán manifestados con El en gloria" (Co1.3:4).
¿Mortificas tus pecados? Tu vida depende de esto. No dejes de hacerlo ni siquiera por un solo día. Mata al pecado o el pecado matará tu paz y tu gozo. El apóstol nos dice que ésta era su práctica cotidiana en 1 Cor.9:27, «golpeo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre». Si ésta fue la práctica cotidiana de Pablo (quien fue honrado con gracia, revelaciones, goces, privilegios, consuelos espirituales más que otros), entonces ¿Por qué suponemos que estaremos exentos de la necesidad de hacer lo mismo?
Mientras que estemos vivos, los restos del pecado vivirán en nosotros
Reconocemos que tenemos un «cuerpo de muerte» del cual no seremos librados hasta que nuestros cuerpos mueran. (Ver Rom.7:24 y Fil.3:21.) Entonces, admitimos que los restos del pecado permanecerán en nosotros, en un grado mayor o menor, hasta el día de nuestra muerte. Puesto que esta es la realidad del asunto, no tenemos otra oposición salvo la de hacer de la mortificación del pecado, nuestro trabajo diario. Si un soldado ha sido mandado a matar al enemigo pero antes de que el enemigo sea muerto deja de golpearle, entonces ha dejado el trabajo a medias. (Vea 2 Cor.7:1; Gá1.6:9 y Heb.12:1.)
Los restos del pecado en nosotros son constantemente activos mientras que vivamos, y están luchando continuamente para producir actos pecaminosos
Cuando el pecado nos deje en paz, entonces nosotros lo podemos dejar en paz a él. No obstante, esto no ocurrirá nunca en esta vida. El pecado es engañoso y sabe como aparentar que esta muerto, cuando en realidad todavía esta vivo. Debido a esto, debemos perseguirlo vigorosamente en todo tiempo hasta la muerte. El pecado siempre está obrando. «Porque la carne batalla contra el Espíritu.» (Gálatas 5.17) Los deseos pecaminosos nos tientan y nos guían hacia el pecado (Stg.1:14-15). A veces, trata de persuadimos a pecar, en otras ocasiones trata de impedir que hagamos el bien y aún en ocasiones trata de desanimamos respecto a la comunión con Dios. Como Pablo nos dice: «mas el mal que no quiero, éste hago.» (Romanos 7: 19) También dice: «Y yo sé que en mí (es á saber, en mi carne) no mora el bien.» (Romanos 7:18) Esto es lo que detuvo a Pablo de hacer el bien: «Porque no hago el bien que quiero.» (Romanos 7: 19) En esta misma manera cada creyente encuentra que hay una lucha interior cuando trata de hacer el bien. Cada día sin excepción, el creyente se encuentra en este conflicto con el pecado. El pecado siempre está activo, siempre está planeando, siempre está se seduciendo y tentando. Diariamente, el pecado nos está derrotando o nosotros le derrotamos a él. Esto continuará así hasta el día de nuestra muerte. No hay ninguna defensa contra los ataques del pecado, excepto una guerra continua contra él.
Si el pecado no es frenado, si no es continuamente mortificado, entonces producirá pecados dominantes y escandalosos que dañarán nuestra vida espiritual.
El pecado siempre aspira a lo peor. Cada vez que el pecado se levanta para tentarnos o seducirnos, nos conduciría al peor pecado posible de esa clase, si no fuera refrenado. Por ejemplo, si pudiera, cada pensamiento sucio o mirada lasciva terminaría en el adulterio. El pecado, tal como el sepulcro, nunca se sacia. Un aspecto principal de la naturaleza engañosa del pecado, es la forma en que comienza con pequeñas demandas. Los primeros ataques y sugerencias del pecado son siempre muy modestos. Si el pecado tiene éxito en su primer avance, entonces exigirá cada vez más hasta que por fin, «el mero hecho de mirar a una mujer hermosa bañándose» termine en el adulterio, en maquinaciones malvadas y en el homicidio. (Vea 2 Sam. 11:2-17) Como el escritor a los Hebreos nos advierte, no debemos permitir que el engaño del pecado nos endurezca (Heb.3:13). Si el pecado tiene éxito en sus primeros avances, entonces repetirá su ataque inicial hasta que el corazón se vuelva menos sensible al pecado, y esté preparado para hundirse más en él. El corazón está siendo endurecido sin percatarse de ello con el fin de que el pecado aumente sus demandas sin que la conciencia sea muy turbada. De este modo, él pecado progresará gradualmente incrementando sus demandas pecaminosas. La única cosa que puede impedir que el pecado siga progresando es la continua mortificación de él. Aún los creyentes más santos en el mundo caerán en los peores pecados si abandonan este deber.
Dios nos ha dado su Espíritu Santo y una naturaleza nueva para que tengamos los medios necesarios para oponernos al pecado y sus deseos malvados
La naturaleza pecaminosa está firme en su determinación de pelear contra el Espíritu Santo y contra la naturaleza nueva que Dios ha dado al creyente. Lo opuesto es también verdadero, es decir, «el Espíritu lucha contra la carne» (Gál. 5: 17). El hecho de que los creyentes participen de la naturaleza divina (vea 2 Ped.1:4-5), es con el fin de que sean capacitados para huir de la corrupción que está en el mundo por la concupiscencia». Si no usamos el poder del Espíritu y la naturaleza nueva para mortificar el pecado cada día, entonces descuidamos el remedio perfecto que Dios nos ha dado contra este gran enemigo. Si nosotros fallamos en hacer uso de lo que hemos recibido, Dios será perfectamente justo si rehúsa darnos mas. Tanto las gracias de Dios como sus dones, nos son concedidos para usarlos, desarrollarlos y mejorarlos. (Esta es la enseñanza de la parábola de los talentos en Mat. 25:14-30.) Si algún creyente falla en mortificar el pecado diariamente, está pecando contra la bondad, la sabiduría y la gracia de Dios quien le ha dado los medios para hacerlo.
El descuido de este deber conduce al decaimiento de la gracia en el alma y al florecimiento de la naturaleza pecaminosa
No hay una forma más segura para ocasionar el decaimiento espiritual que el descuido de este deber. El ejercitamos en la gracia y la victoria que tal ejercicio trae, son las dos maneras principales para fortalecer la gracia en el corazón. Cuando la gracia no es ejercitada (como un músculo sin ejercitarse), se debilita y se atrofia y el pecado endurece el corazón. Cuando el pecado obtiene una victoria considerable, esto debilita la vida; espiritual del alma (vea Sal. 31:10 y 51:8) y hace que el creyente se vuelva débil, enfermo y propenso a morir; (vea Sal. 38:3-5). Cuando pobres criaturas (en sentido espiritual) reciben golpe tras golpe, herida tras herida, derrota tras derrota y nunca se levantan para pelear vigorosamente, entonces ¿Qué más pueden esperar salvo que sean endurecidos por el engaño del pecado y mueran desangrados? Tristemente tenemos que decir que no faltan ejemplos para ilustrar los resultados alarmantes de tal negligencia. Muchos de nosotros recordamos a «creyentes» que fueron alguna vez humildes, con una conciencia sensible, quienes lamentaban sus fallas, quienes tenían miedo de ofender, quienes eran celosos para el Señor, su obra, su día y su pueblo; pero que ahora son negligentes en el cumplimiento de este deber. Ahora son terrenales, carnales, fríos, llenos de amargura, y siguen las ideas de este mundo. Esto trae vergüenza a la reli-gión verdadera y es un enorme tropiezo para la gente que les conoció antes. .
Sin el cumplimiento de este deber, los demás deberes de la vida cristiana no pueden ser cumplidos.
Es nuestro deber «perfeccionar la santificación en el temor de Dios» (2 Cor.7:1), y «crecer en la gracia» (2 Ped.3: 18). Sin embargo, estos deberes no pueden ser cumplidos sin la mortificación diaria del pecado. El pecado se opone con toda su fuerza contra cada acto de santidad, y contra cada grado de gracia que alcanzamos. Nadie debería pensar Que puede progresar en la santidad, sin la disciplina cotidiana de negarse a gratificar los deseos pecaminosos del corazón.
Extracto del libro: la mortificación del pecado, por John Owen