Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina. (Mateo 7:24-27).
Pero, aparte de las cosas con las que nos enfrentamos en esta vida, está el enfoque cierto día del juicio final. Este es un tema constante en la enseñanza de la Biblia. Helo aquí: “Muchos me dirán aquel día”. La Biblia tiene mucho que decir acerca de ‘aquel día’. Había quienes estaban en desacuerdo con Pablo respecto a cómo debía predicarse el evangelio y a cómo debía desarrollarse la iglesia. “Muy bien”, dice de hecho Pablo, “no voy a discutir; el día lo declarará”. “Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo”. Este concepto se menciona muy a menudo en la Biblia. Leamos en Mateo 25 lo que se dice de las diez vírgenes, de los talentos, de las naciones. Todas las cosas comparecerán delante de Él en el juicio final. Pero recordemos que 1 Pedro 4:17 enseña que ‘el juicio comienza por la casa de Dios’. ¿Qué es el libro de Apocalipsis sino una gran proclamación de este juicio venidero, cuando los libros serán abiertos, y todos serán juzgados en todas partes? Todos serán sometidos a juicio.
La Biblia está llena de esto y nos dice que el día del juicio es cierto. Nos dice que será escudriñados, que será íntimo. Todo le es conocido a Dios. Estos hombres dijeron, “¿No hemos hecho esto y aquello?” Y Él les dice, “Nunca os conocí”. Todo el tiempo ha tenido los ojos puestos en ellos. No le pertenecen y Él siempre lo supo. Todo le es conocido. “Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a* quien tenemos que dar cuenta”. Él es quien ‘discierne los pensamientos y las intenciones del corazón’. Nada puede quedar oculto a su mirada. Sobre todo se nos dice que este juicio es definitivo. En la Biblia no se enseña nada acerca de una segunda oportunidad, acerca de otra oportunidad. Traten de demostrarlo si pueden. No está en la Biblia. Quizá uno puede presentar dos o tres afirmaciones muy debatibles, acerca de cuyo significado nadie puede tener seguridad. ¿Pero va uno a confiar en eso en tanto que el testimonio poderoso de la Biblia se inclina hacia el otro lado? Es un juicio final; no se puede volver atrás.
¿Cómo podemos, pues, estar seguros de estas cosas? ¿Cómo voy a vivir mi vida en la tierra en paz, confianza y seguridad? ¿Cómo puedo asegurarme de que estoy edificando la casa sobre la roca? ¿Cómo pongo realmente estas cosas en práctica? Es la pregunta más importante de este mundo. Nada hay más vital que recordar diariamente estas cosas. Aun a riesgo de ser mal entendido, quiero decirlo así. A veces creo que no hay nada más peligroso en la vida cristiana que una vida devocional mecánica. Oigo a las personas hablar superficialmente acerca de hacer sus ‘devociones’ por la mañana.
Esta actitud superficial, a mi modo de entender, es absolutamente trágica. Significa que a estas personas se le ha enseñado que es bueno para el cristiano, como primera actividad del día, leer un poco de la Biblia y luego ofrecer una oración, antes de ir a trabajar. Uno cumple esta costumbre y allá va. Claro que es una cosa buena; pero puede resultar sumamente peligrosa para la vida espiritual, si se convierte en algo puramente mecánico. Diría, pues, que lo que hay que hacer es esto. Ciertamente hay que leer la Biblia y orar; pero no de una forma mecánica, no porque se le ha dicho a uno, que hay que hacerlo, no porque se espera que se haga. Hagámoslo porque la Biblia es la palabra de Dios y porque a través de ella nos habla. Pero una vez leído y orado, detengámonos a meditar y en la meditación recordemos las enseñanzas del Sermón del Monte. Preguntémonos si vivimos el Sermón del Monte, o estamos tratando realmente de vivirlo. No nos hablamos a nosotros mismos lo suficiente; este es nuestro problema. Hablamos demasiado con los demás y no lo suficiente con nosotros mismos. Debemos hablarnos a nosotros mismos y decirnos “Nuestro Señor nos predicó este sermón, pero de nada nos valdrá si no hacemos lo que Él nos dice”. Pongámonos a prueba según las enseñanzas del Sermón del Monte. Recordemos estas ilustraciones finales del Sermón.
Digámonos: “Sí, por ahora aquí estoy; soy joven. Pero un día tengo que morir, y ¿estoy listo para ello? ¿Qué sucedería si de repente perdiera la salud o la apariencia atractiva que tengo, o el dinero o los bienes? ¿Qué sucedería si alguna enfermedad me desfigurara? ¿En qué voy a sostenerme?” ¿Nos hemos enfrentado con lo inevitable del juicio más allá de la muerte? Este es el único camino seguro. No basta leer la Biblia y orar; tenemos que aplicar lo que aprendemos; tenemos que enfrentarnos con ello y tenerlo siempre delante de la vista. No confiemos en actividades. No digamos: “desarrollo mucha actividad en la obra cristiana, seguro que voy bien”. Nuestro Señor dijo que quizá no vayamos bien, aunque pensemos que lo hacemos por Él. Enfrentémonos con estas cosas, una después de otra, y sometamos a prueba nuestra vida por medio de ellas; y luego asegurémonos de que realmente tenemos esta enseñanza en primer plano y en el centro mismo de nuestra vida. Asegurémonos de que podemos decir honestamente que nuestro deseo supremo es conocerle mejor a Él, guardar sus mandamientos, vivir para su gloria. Por atractivo que pueda ser el mundo, digamos, “No; sé que yo, como ser vivo, tengo que encontrarme con Él cara a cara. Esto debe ocupar el primer puesto a toda costa; todo lo demás debe ocupar un plano secundario”. Me parece que este es el propósito de la metáfora de nuestro Señor al final de este poderoso Sermón, a saber, que debemos estar advertidos en contra del peligro sutil del autoengaño, que se nos debe despertar la conciencia acerca de esto y que debemos evitarlo examinándonos a diario en su presencia, a la luz de su enseñanza. Que Él nos conceda la gracia para hacerlo.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones