En el Antiguo Testamento había también una operación interior en los creyentes. Los israelitas que creyeron fueron salvos. Por lo tanto, deben haber recibido gracia salvadora. Y puesto que la gracia salvadora se encuentra fuera de cuestión sobre si existe un obrar interior del Espíritu Santo, se deduce que Él fue el Forjador de la fe en Abraham, tal como lo es en nosotros mismos.
La diferencia entre las dos operaciones es evidente. Una persona forjada en lo externo puede ser enriquecida con dones externos, mientras que espiritualmente permanece tan pobre como siempre. O, habiendo recibido el don interno de la regeneración, ella podrá ser privada de todo talento que adorna al hombre en lo aparente.
Por lo tanto, tenemos los tres siguientes aspectos:
En primer lugar, existe la omnipresencia del Espíritu Santo en el espacio; la misma se encuentra en el cielo y en el infierno, en medio de Israel y en medio de las naciones.
En segundo lugar, existe una operación espiritual del Espíritu Santo de acuerdo a la elección, la cual no es omnipresente; está activa en el cielo, pero no en el infierno; activa en medio de Israel, pero no en medio de las naciones.
En tercer lugar, esta operación espiritual obra, ya sea desde fuera, impartiendo dones temporales; o desde el interior, impartiendo el don permanente de la salvación.
Hemos hablado hasta ahora respecto de la obra del Espíritu Santo sobre personas individuales, lo suficiente para poder explicarla en los días del Antiguo Testamento. Pero cuando llegamos al día de Pentecostés, esto deja de ser suficiente. Pues Su operación singular, durante ese día y después de él, consiste en la extensión de ella a un grupo de hombres orgánicamente unidos.
Dios no creó a la humanidad como una serie de almas aisladas, sino como una especie. De ahí que en Adán, las almas de todos los hombres estén caídas y contaminadas. De la misma manera, la nueva creación en el ámbito de la gracia no ha operado la generación de individuos aislados; sino la resurrección de una nueva raza, un pueblo particular, un sacerdocio santo. Y esta raza favorecida, este pueblo singular, este santo sacerdocio, es también orgánicamente uno y participante de la misma bendición espiritual.
La Palabra de Dios expresa esto mediante la enseñanza de que los escogidos constituyen un solo cuerpo, del cual todos son miembros, uno de ellos siendo un pie, otro un ojo, y otro una oreja, etc. —una representación que transmite la idea de que los escogidos sostienen mutuamente la relación de una unión espiritual vital y orgánica. Y esto no es sólo en apariencia, a través del amor mutuo, sino mucho más a través de una comunión vital que les pertenece por causa de su origen espiritual. Tal como nuestra liturgia lo expresa bellamente: “Porque así como de muchos granos se muele la harina y un pan es horneado, y de muchas bayas que se prensan en conjunto, un vino fluye y es mezclado, así, los que por una verdadera fe somos injertados en Cristo, seremos todos juntos un cuerpo.”
Esta unión espiritual de los escogidos no existió en medio de Israel, ni podía existir en su tiempo. Hubo una unión de amor, pero no una comunión espiritual y vital que fluía de la raíz de la vida. Esta unión espiritual de los escogidos, se hizo posible sólo mediante la encarnación del Hijo de Dios. Los escogidos son hombres que están conformados por cuerpo y alma; por lo tanto, al menos en parte, su cuerpo es visible. Y cuando se dio el hombre perfecto en Cristo, quien podía ser el templo del Espíritu Santo en cuerpo y alma, sólo entonces la entrada y el derramamiento del Espíritu Santo se establecieron en y a través del cuerpo así creado.
Sin embargo, esto no ocurrió inmediatamente después del nacimiento de Cristo, sino después de Su ascensión; pues Su naturaleza humana no desarrolló toda Su perfección hasta después de que Él había ascendido, cuando, como el Hijo de Dios glorificado, se sentó a la diestra del Padre. Sólo entonces se produjo el Hombre perfecto, quien sin impedimento alguno podía, por un lado, ser el templo del Espíritu Santo, y por otro lado, unir el espíritu de los escogidos en un solo cuerpo. Y cuando esto se había convertido en un hecho, mediante Su ascensión y al sentarse a la diestra de Dios y cuando, por lo tanto, los escogidos se habían convertido en un cuerpo, resultó perfectamente natural que la morada interior del Espíritu Santo fuera impartida desde la Cabeza a la totalidad cuerpo. Y, de este modo, el Espíritu Santo fue derramado hacia el cuerpo del Señor, a Sus escogidos, la Iglesia.
De esta forma, todo se vuelve sencillo y claro: se vuelve claro por qué los santos del Antiguo Testamento no recibieron la promesa, porque sin nosotros ellos no debían aún ser hechos perfectos, y debían esperar a esa perfección hasta la formación del cuerpo de Cristo, en el cual también ellos serían incorporados; así que queda claro que la tardanza del derramamiento del Espíritu Santo no impidió que la gracia salvadora operara sobre las almas individuales de los santos del Antiguo Pacto; queda clara la palabra de Juan respecto de que el Espíritu Santo todavía no había sido dado, porque Jesús aún no había sido glorificado; queda claro que los apóstoles nacieron de nuevo mucho tiempo antes de Pentecostés, y que recibieron los dones oficiales en la noche del mismo día de la resurrección, a pesar de que el derramamiento del Espíritu Santo en el cuerpo así formado no se produjo hasta Pentecostés. Queda claro cómo Jesús pudo decir: “porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros,” y otra vez, “mas si me fuere, os lo enviaré,” pues el Espíritu Santo fluiría a Su cuerpo desde Él mismo, quien es la Cabeza. Se vuelve claro también que Él no lo enviaría desde sí mismo, sino desde el Padre; queda claro por qué este derramamiento del Espíritu sobre el cuerpo de Cristo nunca se repitió, y no podía ocurrir sino una sola vez; y por último, queda claro que el Espíritu Santo estaba de hecho presente en medio de Israel (Is. 63:12), obrando sobre los santos desde el exterior, mientras que en el Nuevo Testamento se dice que Él está dentro de ellos.
Llegamos, en consecuencia, a las siguientes conclusiones:
En primer lugar, los escogidos deben constituir un cuerpo.
En segundo lugar, ellos no fueron constituidos como tal durante los tiempos del Antiguo Pacto, de Juan el Bautista, y mientras Cristo estuvo en la tierra.
En tercer lugar, este cuerpo no existió hasta que Cristo subió al cielo y, sentado a la diestra de Dios, le confirió su unidad de cuerpo; en el que Dios Lo puso como Cabeza sobre todas las cosas para la Iglesia—Ef. I4:12.
Por último, como la Cabeza glorificada, y habiendo formado Su cuerpo espiritual mediante la unión vital de los escogidos, en el día de Pentecostés Cristo derramó Su Espíritu Santo sobre todo el cuerpo, para nunca más dejarlo que Se apartara de él.
Estas conclusiones descritas contienen únicamente lo que la Iglesia de todos los tiempos ha confesado, y esto se desprende del hecho de que las iglesias reformadas siempre han mantenido las siguientes afirmaciones:
En primer lugar, que nuestra comunión con el Espíritu Santo depende de nuestra unión espiritual con el cuerpo del cual Cristo es la Cabeza, concepto que constituye la esencia de la Cena del Señor.
En segundo lugar, que los escogidos forman un cuerpo bajo Cristo, Su Cabeza.
En tercer lugar, que este cuerpo comenzó a existir cuando recibió Su Cabeza; y que, según Ef. 1:22, Cristo fue dado para ser la Cabeza sólo después de Su resurrección y ascensión.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper