En ARTÍCULOS

“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria.”—Juan 1:14.

Existe una pregunta adicional a tratar en este tema: ¿Cuál fue la acción extraordinaria del Espíritu Santo, que permitió que el Hijo de Dios adoptara nuestra naturaleza caída sin que fuera contaminado por el pecado?

A pesar de que aceptamos que es ilegítimo entrometerse en lo que se encuentra tras el velo y que Dios no nos abre libremente, aun así podemos buscar el significado de las palabras que contienen el misterio; y esto es lo que intentaremos hacer en el debate de esta pregunta. En relación a Su pureza, la encarnación de Cristo está conectada con el ser del pecado, el carácter del pecado original, la relación entre el cuerpo y el alma, la regeneración, y el obrar del Espíritu Santo en los creyentes. Por lo tanto, para lograr una clara comprensión, es necesario tener una correcta perspectiva de la relación de la naturaleza humana de Cristo con estos importantes asuntos. …

La naturaleza corrupta pasa del padre al hijo, tal como la Confesión de Fe lo expresa en el artículo XV: “Que el pecado original es una corrupción de toda la naturaleza y una enfermedad hereditaria, con la que los propios niños son infectados en el vientre de su madre; y que produce en el hombre todo tipo de pecados, actuando en él como una causa de ellos.”

Sin embargo, es necesario tener en cuenta la relación entre una persona y su ego. La confusa condición de nuestra carne y sangre se inclina e incita hacia el pecado; un hecho que, como efecto de aquello, se ha observado en las víctimas de ciertas horribles enfermedades. Pero, si no existiera un ego personal que se permitiera autoestimularse, esto no podría conducir al pecado. Una vez más, aunque el desequilibrio de las facultades del alma que causa el oscurecimiento del entendimiento, el entumecimiento de las susceptibilidades, y el debilitamiento de la voluntad, despiertan las pasiones, aun así, si ningún ego personal se viera afectado por este funcionamiento, todos ellos no podrían conducir al pecado. Por lo tanto, el pecado sólo pone su marca propia sobre esta corrupción cuando el ego personal se aleja de Dios y se mantiene, en esa alma trastornada y en ese cuerpo enfermo, condenado ante Él.

Si de acuerdo con la ley establecida, lo impuro da lugar a lo impuro, y si Dios ha hecho que nuestro nacimiento dependa de una creación a través de hombres pecadores, entonces, debe desprenderse que nacemos, por naturaleza, en primer lugar, sin la justicia original; en segundo lugar, con un cuerpo corrompido; en tercer lugar, con un alma que no se encuentra en armonía con ella misma; y por último, con un ego personal que está alejado de Dios. Todo lo cual se aplicaría a la Persona del Mediador si Él, tal como uno de nosotros, hubiera nacido como humano por la voluntad del hombre y no por la de Dios. Sin embargo, dado que Él no nació como humano, sino que tomó nuestra naturaleza humana sobre Sí mismo y que no fue concebido por la voluntad del hombre, sino por una acción del Espíritu Santo, no pudo existir en Él un ego que se hubiera apartado de Dios; así como, ni por un momento, la debilidad de Su naturaleza humana podría haber sido una debilidad pecaminosa. O, para llevarlo a lo concreto: Aunque hubo algo en esa naturaleza caída que lo inducía a desear, aun así, en Él, aquello nunca llegó a ser deseo. Existe una diferencia entre nuestras tentaciones y conflictos, y los que Jesús vivió; mientras que nuestro ego y naturaleza desean, oponiéndose a Dios, Su santo Ego se opuso a la incitación de Su naturaleza adoptada, y aquél nunca fue superado.

Por consiguiente, la propia obra del Espíritu Santo consistió en lo siguiente:

En primer lugar, la creación, no de una nueva persona, sino de una naturaleza humana, la cual fue adoptada por el Hijo en unión con Su naturaleza divina, en una sola Persona.

En segundo lugar, que el Ego divino-humano del Mediador, quien de acuerdo con Su naturaleza humana también poseía vida espiritual, fuera resguardado de la corrupción interna que por causa de nuestro nacimiento, afectó nuestro ego y personalidad.

Por lo tanto, en cuanto a Cristo se refiere, la regeneración—que no afecta a nuestra naturaleza sino a nuestra persona, se encuentra fuera de discusión. Pero Cristo necesitaba de los dones del Espíritu Santo para permitirle que Su debilitada naturaleza se transformara, cada vez más y más, en instrumento para el funcionamiento de Su propósito santo; y por último, para transformar Su naturaleza debilitada en una naturaleza gloriosa, despojada del último rastro de debilidad y preparada para desplegar su gloria suprema; y esto no a través de la regeneración, sino de la resurrección.

-.-.-.

Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar