En ARTÍCULOS

Quien sea, o lo que sea que seamos por educación o posición social, no podremos alcanzar nuestro más alto destino a menos que el Espíritu Santo more en nosotros y actúe sobre el organismo íntimo de nuestro ser. Si esta, Su más alta obra, no tuviera influencia alguna sobre ninguna otra cosa, se podría decir que se trata simplemente de completar la perfección de la criatura. Pero esto no es así. Cada creyente sabe que existe una muy íntima conexión entre su vida antes y después de su conversión; no como si la primera determinara la última, sino de tal manera que la vida en pecado y la vida en la santidad están ambas condicionadas por el mismo carácter y disposición, y por circunstancias e influencias similares. Por lo tanto, para dar lugar a nuestra perfección final, el Espíritu Santo debe influir en el desarrollo previo, en la formación del carácter y en la disposición de toda la personalidad. Y esta acción, aunque se encuentra menos marcada en la vida natural, también debe ser examinada. Sin embargo, dado que nuestra vida personal es sólo una manifestación de la vida humana en general, se deduce que el Espíritu Santo debe haber sido también activo en la creación del hombre, aunque en un grado menos marcado. Y, por último, como la disposición del hombre como tal, está relacionada con las huestes de los cielos y la tierra, Su obra también debe tocar esta formación, aunque en mucha menor medida. De ahí que la labor del Espíritu alcance aun a las influencias que afectan al hombre en el logro de su destino, o en el fracaso para alcanzar dicho objetivo. Y la medida de las influencias está dada por el grado en el que ellas afectan su perfeccionamiento. En la partida de un alma redimida, todos reconocen una obra del Espíritu Santo; pero ¿quién puede rastrear Su obra en el movimiento de las estrellas? Aun así, las Escrituras enseñan no sólo que somos nacidos de nuevo por el poder del Espíritu de Dios, sino que: “Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, Y todo el ejército de ellos por el aliento [Espíritu] de su boca” (Salmo 33:6).

Por lo tanto, la obra del Espíritu en guiar a la criatura hacia su destino, incluye una influencia sobre toda la creación, desde el principio. Y, si el pecado no hubiera entrado, podríamos decir que esta obra es realizada en tres etapas sucesivas: en primer lugar, la impregnación de la materia inerte; en segundo lugar, la animación del alma racional; en tercer lugar, tomar Su morada en aquel a quien Dios escoge.

Pero entró el pecado, es decir, apareció un poder para alejar al hombre y a la naturaleza de sus destinos. Por lo tanto, el Espíritu Santo debe luchar contra el pecado; Su llamamiento es para aniquilarlo, y a pesar de su oposición, lograr que el hijo escogido de Dios y la creación entera alcancen su fin. Por lo tanto, la redención no es una nueva obra añadida a la del Espíritu Santo, sino que es idéntica a ella. Él se comprometió en llevar todas las cosas a su destino, ya fuera sin la perturbación del pecado, o a pesar de él; en primer lugar, mediante la salvación de los escogidos; y luego, mediante el restablecimiento de todas las cosas en el cielo y sobre la tierra en el regreso del Señor Jesucristo.

Cosas circunstanciales a esto, tales como la inspiración de las Escrituras, la preparación del Cuerpo de Cristo, la extraordinaria ministración de gracia a la Iglesia, son sólo eslabones que conectan el comienzo con su propio fin predeterminado, de modo que, a pesar de la perturbación del pecado, el destino del universo para glorificar a Dios, podría estar igualmente garantizado.

Se podría decir, resumiendo todo en una sola declaración: Habiendo entrado el pecado, factor que debe tenerse en cuenta, la obra del Espíritu Santo brilla más gloriosamente en el reunir y salvar a los escogidos; antes de lo cual se encuentran Sus acciones en la obra de la redención y en la economía de la vida natural. El mismo Espíritu, que en el principio se movía sobre las aguas, en la dispensación de la gracia nos ha dado la Sagrada Escritura, la Persona de Cristo y la Iglesia Cristiana; y es Él quien, en conexión con la creación original y por estos medios de gracia, ahora nos regenera y santifica como hijos de Dios.

Es de suma importancia, en relación con estas poderosas y extensas acciones, el no perder de vista el hecho de que, en todas ellas, Él efectúa sólo lo que es invisible e imperceptible. Esto distingue todas las acciones del Espíritu Santo. Detrás del mundo visible, se encuentra uno invisible y espiritual, con zonas exteriores y recovecos interiores; y bajo estos últimos se encuentran las insondables profundidades del alma, las cuales escoge el Espíritu Santo como escenario de Sus obras, Su templo, donde Él establece Su altar.

La obra redentora de Cristo también tiene partes visibles e invisibles. La reconciliación en Su sangre fue visible. La santificación de Su Cuerpo y el atavío de Su naturaleza humana con sus múltiples gracias, fueron invisibles. Cada vez que se especifica esta obra oculta e íntima, las Escrituras siempre la conectan con el Espíritu Santo. Gabriel dice a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”. (Lucas 1:35). Se dice de Cristo: “Aquel que tuvo el Espíritu sin medida”. También observamos un material de vida en las huestes de los cielos, hacia el exterior, tangible, lo que en pensamiento nunca se asocia con el Espíritu Santo. Pero, aunque sea débil e impalpable, lo visible y tangible tiene un trasfondo invisible. ¡Cuán intangibles son las fuerzas de la naturaleza, cuán llenas de majestad las fuerzas del magnetismo! Pero la vida subyace a todo. Incluso en un tronco aparentemente muerto, exhala un aliento imperceptible. Desde las insondables profundidades de todo, un principio íntimo y escondido opera ascendente y hacia el exterior. Se muestra en la naturaleza, mucho más en el hombre y en el ángel. Y ¿cuál es este principio avivador e inspirador, sino el Espíritu Santo? “Les quitas el hálito, dejan de ser. Envías tu Espíritu, son creados” (Salmo 104: 29-30).

Este algo íntimo e invisible es el toque directo de Dios. Existe en nosotros, y en toda criatura, un punto en el que el Dios vivo nos toca para sostenernos; pues nada existe que no sea sustentado segundo a segundo por un Dios Todopoderoso. En los escogidos, este punto es su vida espiritual; en la criatura racional, su conciencia racional; y en todas las criaturas, ya sean racionales o no, su principio de vida. Y como el Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a cuyo cargo está llevar a cabo este contacto directo y comunión con la criatura en su ser íntimo, es Él quien habita en los corazones de los escogidos, quien anima a todo ser racional, quien sostiene el principio de vida en toda criatura.

 

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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