Estas son las virtudes que nuestro Señor quiere que cultivemos; virtudes que al mismo tiempo son dones de Dios. Él promete recompensar estas características en nosotros, no porque fluyan de nuestra propia justicia, sino porque, como dijo San Agustín, “A Dios le place coronar sus propios dones”

​El fruto del Espíritu:
(Observese que va en sigular, lo que implica que debe abarcar todo lo que se detalla como una sola evidencia de la salvación)

AMOR

El fruto del amor que nace del Espíritu Santo es un amor trascendente. Está por encima de la virtud común del afecto natural. Es el agape bíblico, el amor exaltado en 1 Corintios 13. Una cosa es amar a quienes nos parecen encantadores, pero es algo totalmente distinto amar a nuestros enemigos. El amor natural es como el oro mezclado con abundante escoria. Se halla manchado por los intereses egoístas. Está mezclado con el filón de la envidia y una aleación de descortesía. Es un amor inconsecuente.

    Pablo, en 1 Corintios 13, nos dice que el amor no tiene envidia, no se jacta ni es arrogante. No es descortés ni egoísta y no se irrita con facilidad. No guarda memoria de los agravios sufridos. No se deleita en lo malo.

El amor no está definido por una abstinencia simplista en cuanto a la bebida, el baile, el maquillaje, las películas, los juegos de cartas y otras cosas por el estilo. Lo que hizo necesaria la cruz fue la envidia, no los pintalabios; lo que reclamó una expiación fue la codicia, no jugar al póquer; lo que hizo surgir la necesidad de propiciación fue el orgullo, no ir al cine.

Algunos describen el amor verdadero como “amor incondicional”. Este concepto puede ser una moneda de oro puro o una roca bañada en oro en la bolsa de trucos de un farsante. Es al mismo tiempo verdadero o notoriamente falso dependiendo de cómo sea entendido. El predicador que sonríe benignamente desde su púlpito asegurándonos que “Dios te acepta tal como eres” dice una mentira monstruosa.   El evangelio de amor no puede ser endulzado con gracia de sacarina. Dios no acepta al arrogante en su arrogancia. Le da su santa espalda al impenitente. Sin duda, Él demuestra amor hacia sus criaturas caídas, pero ese amor conlleva demandas santas. Debemos venir a Él doblando las rodillas y con un corazón contrito.

Jonathan Edwards habló así del amor:

Si el amor es la suma del cristianismo, ciertamente aquellas cosas que destronan al amor son extremadamente impropias para los cristianos. Un cristiano envidioso, un cristiano malicioso, un cristiano de corazón frío y duro es la ridiculez y la contradicción más grande. Es como si uno hablara de brillantez oscura o verdad falsa.

El amor espiritual es forjado por Dios. Somos capaces de amarle a Él porque Él nos amó primero y porque es su propio amor el que fue derramado ampliamente en nuestros corazones. Este amor trasciende el afecto natural. Fluye de un corazón que ha sido cambiado por Dios el Espíritu Santo.

GOZO

El gozo es mencionado como un fruto del Espíritu. Este gozo no es el gozo que sentimos durante un momento cuando nuestro equipo favorito gana una competición importante.   Al igual que el amor trascendente agape, el gozo del cristiano es un gozo trascendente, un gozo que nace de ser bendito. Un incrédulo experimenta emociones positivas que evocan sonrisas, pero ningún incrédulo ha experimentado jamás el gozo de la salvación.

El gozo de la salvación dura por siempre. La victoria que Cristo ha obtenido para nosotros no es temporal.

El gozo del Espíritu es tan duradero como estimulante. Es el gozo que mora en medio del sufrimiento. Tiene profundidad. Penetra el alma. Envía la desesperación al exilio y ahuyenta al pesimismo. Produce confianza sin arrogancia y valor sin fanfarronerías. Jesús de Nazaret fue capaz de llorar. Sin embargo, sus lágrimas no podían disolver el gozo que Él había conocido en la casa de su Padre.

Nos regocijamos en nuestra esperanza. Nuestra esperanza no es la fantasía del soñador sino la seguridad del redimido. Es el gozo de aquellos que tienen oídos para oír la orden del Señor que dice “Confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).

PAZ

La paz del Espíritu es igualmente trascendente. Es la paz o el shalom que todo judío anhelaba. Va más allá de lo que Martín Lutero llamó una paz carnal, esa paz ofrecida por los falsos profetas de Israel. No es la paz cobarde que se gana mediante el apaciguamiento. Es una paz forjada por una victoria permanente.

Cuando las guerras terrenales concluyen y se firman los tratados de paz, siempre se produce una tregua incómoda. Siempre queda una guerra fría en la cual el menor repiqueteo de una espada puede señalar el comienzo de nuevas hostilidades. Hay una enorme diferencia entre ver a Neville Chamberlain apoyado sobre un balcón declarando “Hemos alcanzado la paz en nuestro tiempo” y ver a Jesús apoyado sobre una mesa diciendo “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27).     El legado de Cristo es la paz. La paz es la herencia que recibimos del Príncipe de Paz. Es una paz que el mundo no puede dar. Esta paz es una paz duradera que nadie puede arrebatarnos.

El Espíritu Santo nos da una paz profunda, una paz que sobrepasa el entendimiento. Sin embargo, la paz que Él da es infinitamente más valiosa que la paz mental. Trasciende la imperturbabilidad de los estoicos y la ataraxia de los epicúreos. Es la paz que fluye de nuestra justificación. Siendo justificados, tenemos paz con Dios. Hemos oído y recibido el evangelio. Hemos oído el toque de clarín de Dios. “Consolad, consolad a mi pueblo (…) Hablad al corazón de Jerusalén y decidle a voces que su lucha ha terminado, que su iniquidad ha sido quitada” (Isaías 40:1-2).

El peor holocausto de la historia es la guerra entre un Dios santo y sus criaturas rebeldes. Para el cristiano, esa guerra ha terminado de una vez por todas. Podemos continuar pecando e incurrir en el disgusto de Dios. Podemos afligir al Espíritu, pero Él nunca volverá a declararnos la guerra. Eso fue ratificado para nosotros en la cruz.

PACIENCIA

El fruto del Espíritu es paciencia. Esta virtud refleja el carácter de Dios. No da lugar a rabietas explosivas de una personalidad impulsiva. Es lenta para irritarse. Tolera el insulto y la malicia de los otros. No sabe nada de tener un espíritu crítico.

Es aquello de lo cual Job estaba hecho cuando declaró “Aunque Él me mate, en Él esperaré” (Job 13:15). Tiene la capacidad de esperar. Esperar es difícil. Esperamos a los aviones y a los autobuses. Esperamos el correo y también visitas. Esperamos que Cristo regrese. Esperamos la promesa de su vindicación.

El cristiano rechaza el espíritu de pragmatismo. Vive en términos de objetivos a largo plazo. Evita el oportunismo. Acumula tesoros en el cielo. Está dispuesto a esperar el tiempo de Dios.   El Espíritu es paciente con las personas. El fruto que Él da nos capacita para ser tolerantes con los demás. No exigimos la santificación instantánea de nuestros hermanos. La paciencia y la resignación no censuran la mota en el ojo de nuestro hermano. Están casadas con el amor que cubre una multitud de pecados.

BENIGNIDAD

Jesús fue fuerte y cariñoso. Cuando enfrentó a los poderosos y a los arrogantes, no les pidió ni les concedió cuartel. Cuando se encontró con los débiles y los quebrantados de corazón, fue cariñoso. Nunca quebró una caña cascada. Sus reprimendas para el pecador estaban envueltas en bondad. “Yo tampoco te condeno. Vete; desde ahora no peques más” (Juan 8:11) fue su respuesta ante una mujer humillada. El Juez de toda la tierra no era cruel. No se regocijaba en la condenación.     La benignidad es una virtud de gracia. Involucra una buena disposición para mantener un control sobre el poder y la autoridad que uno posee. No aplasta al débil. Es considerada y bondadosa. Manifiesta un juicio caritativo que templa la justicia con la misericordia.

BONDAD

La bondad incorpora una integridad personal básica. El fruto del Espíritu promueve una personalidad cándida. La bondad es un término relativo. Algo o alguien es bueno con relación a algún criterio. El modelo final de bondad es el carácter de Dios mismo. Es por eso que Jesús le dijo al joven gobernante rico “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo uno, Dios” (Lucas 18:19).

Sin embargo, la cualidad de la bondad está plantada en las vidas en que el Espíritu Santo obra. Él obra bondad en nuestro interior. Aunque nuestras mejores obras permanecen contaminadas por el pecado, dentro de nosotros es forjado un cambio real. Además del perdón, en la salvación obtenemos una cura. Somos beneficiados por Él.     Dios no sólo nos declara justos mediante la imputación de la justicia de Cristo sino que mora en nosotros para hacernos ser lo que Él declara que somos. La santificación sigue a la justificación. Esa santificación es tan real como nuestra justificación. El fruto es la bondad.

FE

La fe es un don de Dios. Es, además, un fruto. La fe por la cual somos salvos no es algo que obremos nosotros mismos. Viene de Dios. Sin embargo, viene a nosotros y es ejercida por nosotros. El Espíritu obra la fe en nosotros. Esta es la fides viva de Lutero, la fe viviente que produce obras de obediencia.
La fe es confianza. Significa mucho más que creer en Dios. Significa creer a Dios. El fruto del Espíritu implica confiar en Dios con nuestras vidas.   No obstante, el fruto de la fe implica más que confianza. Significa que llegamos a ser de confianza. Una persona de fe no es solamente una persona que confía sino una persona en quien se puede confiar. Su sí significa sí y su no significa no. Cumple su palabra. Paga sus facturas. Cumple sus obligaciones. Es fiel. Es leal. La fidelidad es una marca de su carácter.

MANSEDUMBRE

La mansedumbre es una virtud piadosa. Un hombre manso es un caballero. Ser un auténtico caballero es seguir el modelo de Cristo. En las revistas de mujeres, las encuestas revelan repetidamente que las virtudes hermanas que las mujeres prefieren en los hombres son la fuerza y la ternura.  La mansedumbre docilidad no debe confundirse con la debilidad. Moisés fue un hombre manso. Es decir, tenía la cualidad de la humildad. Él sabía quién era. Era valiente sin ser arrogante. Es a los mansos a quienes se les promete el mundo. Cristo promete que ellos heredarán la tierra. Dios da gracia a los humildes. Es una gracia que engendra aun más gracia.

TEMPLANZA O DOMINIO PROPIO

El último fruto del Espíritu que se halla en la lista dominio propio o templanza fluye de las otras virtudes. La falta de modestia, el extremismo y la rimbombancia no encajan con la templanza. Aquí se manifiesta la moderación que pertenece al dominio propio. El Espíritu no es rudo ni molestoso. Tampoco es violento ni grosero. Estos son los frutos del Espíritu Santo. Son las verdaderas marcas de la piedad. Son las virtudes que vemos eminente y vívidamente representadas por las vidas de los cristianos maduros.     Estas son las virtudes que nuestro Señor quiere que cultivemos; virtudes que al mismo tiempo son dones de Dios. Dios promete recompensar estas características en nosotros, no porque fluyan de nuestra propia justicia intrínseca, sino porque, como dijo Agustín, “A Dios le place coronar sus propios dones”.

Extracto del libro:
«El misterio del Espíritu Santo» de R. C. Sproul

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