Si Dios tratara al hombre mecánicamente, como a un bloque de materia, no nos engañemos entonces hablando de la obra de gracia como si fuera algo glorioso. No habría misterio para los ángeles, sino una obra de omnipotencia inmediata que de pronto deshace y recrea todas las cosas. Para admirar la obra de la gracia, debemos considerarla tal cual ha sido revelada, es decir, como una obra compleja e insondable, por medio de la cual Dios se adapta a las necesidades del ser espiritual del hombre, frágil y variable; y revela Su omnipotencia venciendo los enormes e interminables obstáculos que la naturaleza humana pone en Su camino.
Incluso el alma de Dios tiene sed de amor. Todo Su consejo puede reducirse a un pensamiento: que en el fin de los tiempos Dios tenga una Iglesia que entienda Su amor y pueda darle ese amor de vuelta. Pero el amor no puede ser decretado, ni puede ser forzado de alguna otra manera que no sea espiritual. No puede derramarse en el corazón del hombre mecánicamente. Para llegar a ser cálido, refrescante, y satisfactorio, el amor debe ser avivado, cultivado y preciado. Por tanto, Dios no derrama ni siquiera una gota de amor en los corazones de Su pueblo, pues eso produciría instantáneamente amor en ellos. Más bien, demuestra Su amor mediante Aquél, que estaba en el principio con Dios y era Dios, quien con inconmensurable amor muere por el hombre en una cruz.
Esto sería irrelevante si el hombre fuera un mero bloque de materia. Dios sólo tendría que crear amor en sus corazones, y el hombre lo amaría por pura necesidad, tal como la estufa emite calor cuando se enciende. Pero el amor que se ilustra con tanta calidez en la Biblia no es irrelevante cuando Dios lidia con los seres espirituales de forma espiritual. Por lo tanto, la cruz de Cristo es una manifestación del amor divino, el cual supera enormemente toda concepción humana; consecuentemente ejercitando este irresistible poder sobre todos los escogidos de Dios.
Y aquello que es preeminentemente verdadero y evidentemente amoroso, es verdad en cada parte de la obra de gracia, en cada una de sus etapas. En ella Dios nunca se niega a sí mismo, ni a sus decretos ni planes para los cuales el hombre fue creado. Así, es glorioso que por un lado Dios haya concedido al hombre los medios para tal resistencia, y por otro lado, haya superado divina y majestuosamente dicha resistencia por la omnipotencia de Su gracia redentora.
Cuando el apóstol testifica: “Así que somos embajadores, en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Cor. v. 20), revela tal profundidad del misterio del amor, que finalmente las relaciones son literalmente revertidas, de manera que el Dios santo implora a Sus criaturas rebeldes, quienes en realidad debieran rogarle a Él que tuviera misericordia.
La tradición cuenta de seres misteriosos ejerciendo su fascinación irresistiblemente sobre viajeros y marineros hasta tal punto que estos últimos se lanzan voluntariamente a la destrucción, y esto en contra de su propia voluntad. De acuerdo a la revelación divina, esta tradición, de una forma revertida y santa, se ha convertido en realidad. Aquí también, hay una fascinación todopoderosa, finalmente irresistible para el pecador condenado: permitiéndose a sí mismo ser atraído en contra de su voluntad y, sin embargo, voluntariamente, la eterna miseria no lo acarrea hacia la destrucción sino fuera de ella.
Sin embargo, la maravillosa obra del amor apenas se puede analizar. Los amantes nunca saben quién fue el que atrajo y quién fue atraído, ni cómo el amor llevó a cabo su atracción en medio de la lucha de afectos. El amor es demasiado misterioso como para revelar sus variadas obras y cómo estas obras se entrelazan. Esto se aplica en mucha mayor medida al amor de Dios. Todo santo conoce por experiencia, que finalmente se convirtió en algo irresistible y que prevaleció, pero no logra expresar cómo se logró la victoria. Esta obra divina viene sobre nosotros desde alturas y profundidades infinitas, nos afecta misteriosamente, y en el comienzo era tal la escasez de luz espiritual, que uno apenas puede tartamudear acerca de estas cosas. ¿Quién entiende el misterio del nuevo nacimiento? ¿Quién tenía conocimiento cuando fue entretejido en las partes más profundas de la tierra? Y si esto se llevó a cabo inconscientemente, ¿cómo podemos comprender nuestro nacimiento espiritual? Es evidente que, subjetivamente, es decir, dependiendo de nuestra experiencia personal, no sabemos absolutamente nada acerca de esto; y todo lo que se dijo y puede decirse al respecto, se conoce directamente por la Escritura. A Dios le ha complacido levantar sólo una punta del velo que cubre el misterio, no más de lo que el Espíritu Santo consideró necesario para fortalecer la fe, para la gloria de Dios y el beneficio de otros en el tiempo de su nacimiento espiritual. Por tanto, en esta serie de artículos sólo intentaremos sistematizar y explicar lo que Dios ha revelado para que Sus hijos sean dirigidos espiritualmente.
Nada puede estar más lejos de nuestras intenciones que instruirnos en cosas demasiado elevadas para nosotros, o penetrar los misterios que se han escondido de nuestra vista. Donde la Escritura se detiene, nosotros nos detendremos; a las dificultades que queden sin explicar no añadiremos lo que sólo puede ser el resultado de la estupidez humana. Pero donde la Escritura proclama incuestionablemente el poder soberano de Jehová en la obra de gracia, ni la crítica, ni las burlas del hombre nos impedirán demandar sumisión absoluta a la Soberanía divina y a darle la gloria a Su Nombre.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper