Dios adornó el alma del hombre con el entendimiento, para que distinguiese entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, e iluminado con la luz de la razón, viese lo que debía seguir o evitar. De aquí viene que los filósofos llamasen a esta parte que dirige, gobernadora. Al entendimiento unió la voluntad, cuyo oficio es elegir. Éstas son las excelentes capacidades con que el hombre en su primera condición y estado estuvo adornado; tuvo razón, entendimiento, prudencia y juicio, no solamente para dirigirse convenientemente en la vida, sino además para llegar hasta Dios y a la felicidad perfecta. Y a esto se añadió la elección, que dirigiera los apetitos y deseos, moderase todos los movimientos que llaman orgánicos, y de esta manera la voluntad estuviese del todo conforme con la regla y medida de la razón.
Cuando el hombre gozaba de esta integridad tenía libre albedrío, con el cual, si quería, podía alcanzar la vida eterna. Tratar aquí de la misteriosa predestinación de Dios, no viene a propósito, pues no se trata ahora de lo que pudiera o no acontecer, sino de cuál fue la naturaleza del hombre. Pudo, pues, Adán,, si quería, permanecer como había sido creado; y no caería de ese estado sino por su propia voluntad. Mas porque su voluntad era flexible tanto para el bien como para el mal, y no tenía el don de la constancia, para perseverar, por eso cayó tan fácilmente. Sin embargo, tuvo libre elección del bien y del mal; y no solamente esto, sino que. además, tuvo suma rectitud de entendimiento y de voluntad, y todas sus facultades orgánicas estaban preparadas para obedecer y someterse, pero perdiéndose a sí mismo, destruyó todo el bien que en él había.
He aquí la causa de la ceguera de los filósofos: buscaban un edificio entero y hermoso en unas ruinas; y trabazón y armonía en un desarreglo. Ellos tenían como principio que el hombre no podría ser animal racional si no tenía libre elección respecto al bien y al mal; e igualmente pensaban que, si el hombre no ordena su vida según su propia determinación, no habría diferencia entre virtudes y vicios. Y pensaron muy bien esto, si no hubiese habido cambio en el hombre. Mas como ignoraron la caída de Adán y la confusión que causó, no hay que maravillarse si han revuelto el cielo con la tierra. Pero los que hacen profesión de cristianos, y aún buscan el libre albedrío en el hombre perdido, hundido y muerto espiritualmente, rechazando la doctrina de la Palabra de Dios y aceptando las enseñanzas de los filósofos, éstos andan por completo fuera del camino y no están ni en el cielo ni en la tierra, como más por extenso se verá en su lugar.
De momento retengamos que Adán, al ser creado por primera vez, era muy distinto de lo que es su descendencia, la cual, procediendo de Adán ya corrompido, trae de él, por herencia, un contagio hereditario. Pues antes, cada una de las facultades del alma se adaptaba muy bien; el entendimiento estaba sano e íntegro, y la voluntad era libre para escoger el bien. Y si alguno objeta a esto que estaba puesta en un resbaladero, porque su facultad y poder eran muy débiles, respondo que para suprimir toda excusa bastaba el grado en que Dios la había puesto, ya que no había motivo por el que Dios estuviese obligado a hacer al hombre tal que no pudiese o no quisiese nunca pecar. Es verdad que si así fuese la naturaleza del hombre, sería mucho más excelente; pero pleitear deliberadamente con Dios, como si tuviese obligación de dotar al hombre de esta gracia, es cosa muy fuera de razón, dado que Él podría darle tan poco como quisiese.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino