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1. La integridad fluye de la gracia del pacto del evangelio El pacto del evangelio relaja el rigor de la ley (que exigía obediencia completa) y habla en términos de integridad y verdad del corazón. Cuando Dios estableció su pacto con Abraham expresó este requisito: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto [o íntegro]” (Gn. 17:1). Es como si Dios dijera: “Abraham, ven y te diré lo que espero de ti, y lo que puedes esperar de mí. Si me pones delante y deseas sinceramente agradarme, puedes confiar en lo que un Dios Todopoderoso puede hacer, protegiéndote en tu obediencia y perdonándote cuando no llegues a la obediencia perfecta. Anda en integridad de corazón ante mí, y en Cristo te aceptaré a ti y tus esfuerzos sinceros con la misma ternura que lo hubiera hecho con Adán si nunca hubiera pecado”.

“Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios” (1 Jn. 3:21). Según el pacto actual, no es la presencia del pecado en nosotros lo que hace que nuestra conciencia nos condene. La conciencia de Pablo le absolvía —y hasta le daba motivos para un santo gloriarse—, al encontrar el pecado en sí mismo. Dios nos da la conciencia para juzgar, en representación suya, en el tribunal privado del corazón. Está atada por la misma ley con la cual Cristo mismo absolverá o condenará en el Día del Juicio.

Cuando comparezcamos en el juicio ante Cristo, la gran pregunta será si hemos sido íntegros o no. Al igual que Él no condenará al alma íntegra, aunque se la acuse de mil pecados, tampoco nuestro corazón nos condenará.

¿Cómo podrá Dios aceptar una obediencia tan imperfecta cuando fue tan severo con Adán, hasta el punto de declarar inaceptable el primer fracaso? En el pacto con la humanidad hecho en Adán, no había seguridad para garantizar el cumplimiento por parte del hombre de su parte en el pacto; o sea, la obediencia absoluta. Entonces Dios, para recuperar su gloria e indemnizarse por el daño causado por la ruina del hombre, fue severo con Adán.

Pero en el pacto del evangelio hay una garantía, Jesucristo el Justo, responsable ante Dios por todos los pecados de la vida del cristiano. El Señor cancela no solo las vastas sumas de pecados anteriores a la conversión de este, sino también las deudas continuamente contraídas después por nuestra debilidad y descuido: “Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y Él es la propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 2:1,2). Entonces sin menoscabar su justicia, Dios puede tachar las deudas de sus hijos, pagadas por Cristo. Que Dios haga esto es misericordia para los santos, pero justicia para Cristo. ¡Qué unidad tan preciosa cuando la misericordia y la justicia se besan!

Dios también exigía la obediencia completa bajo el primer pacto porque el hombre estaba en estado perfecto, lleno de poder y capacidad para cumplirlo; de manera que el Señor no esperaba cosechar más que lo que había sembrado. Pero en el pacto del evangelio, Dios no infunde al creyente la gracia plena, sino gracia verdadera; y consecuentemente no espera la obediencia perfecta, sino íntegra.

2. La integridad cubre las deficiencias por el gran amor de Dios

El amor, por su naturaleza, cubre las deficiencias, por muchas que sean. Ester transgredió la ley al acudir a la presencia de Asuero antes de ser invitada; pero el amor pronto produjo el perdón en el corazón del rey para perdonarla por su transgresión. Asuero se deleitaba en la belleza de Ester de la misma manera que Dios lo hace en la de sus hijos: “Los perfectos [íntegros] de camino le son agradables” (Pr. 11:20).

Dios acepta a la persona cuyo corazón está alineado con el suyo. Con satisfacción infinita, al ver un rayo de su propia excelencia en su hijo, se goza en él y, tomándole de la mano, lo eleva a las moradas más íntimas del amor.

Rara vez se refiere la Escritura al hombre recto con una simple alusión a esa rectitud; por lo general suele haber otros detalles, como los epitafios en las tumbas, que revelan que allí yace una persona fuera de lo común. Dios presenta a Job como un hombre único al hablar de su justicia: “No hay otro como él en la tierra, varón perfecto [íntegro] y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:8). También leemos acerca de sus vastas posesiones. Dios se agradó en señalar a su siervo, pero no contaba sus bienes terrenales como dignos de mencionárselos al diablo. No dijo: “¿Has considerado a mi siervo Job, que no hay otro más rico que él?”. En su lugar expresó: “No hay otro tan íntegro y recto”.

 Dios exaltó a Caleb a una posición destacada al hablar de su justicia: “Pero a mi siervo Caleb, por cuanto hubo en él otro espíritu, y decidió ir en pos de mí, yo le meteré en la tierra” (Nm. 14:24). Como si dijera: “Este hombre es mi siervo especial, una joya magnífica; tiene más valor interior que esos miles de israelitas murmuradores”. ¿Cómo llegó Caleb a alcanzar este honor? Dios dice: “Decidió ir en pos de mí”.

Fue la integridad de Caleb lo que le honró ante Dios. Después de explorar la tierra de Canaán, se vio muy tentado a dar informes falsos. Diez de los doce exploradores adaptaron sus informes al descontento de la mayoría, y al ser sus informes contrarios a los otros, Caleb fue mal considerado y arriesgó su vida a manos de la multitud furiosa. Pero el valor y la confianza en Dios disipó su temor, y Caleb fue fiel a su cometido, hablando las palabras exactas que había en su corazón. Por ello, el Señor le levantó un monumento que durará mientras dure la Escritura.

Un ejemplo final del testimonio favorable de Dios en cuanto a la integridad lo dio Cristo al ver por primera vez a Nata- nael: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño” (Jn. 1:47). El corazón de Jesús, como el niño en el vientre de Isabel cuando María la saludó, saltó a la llegada de Natanael, dando testimonio de su propia gracia en él. Aunque Natanael estaba atrapado en un error de su tiempo, el de que ningún profeta podía proceder de Galilea y mucho menos de un lugar oscuro como Nazaret, Cristo vio su honradez y no dio cabida en sus pensamientos a la ignorancia de Natanael, sino que le mostró su favor divino.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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