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Es evidente que la justificación del pecador no necesita esperar hasta que esté convertido, ni hasta que se haya vuelto consciente, ni siquiera hasta que haya nacido. Esto no podría ser si la justificación dependiera de algo dentro de él. Entonces no podría ser justificado antes de que existiera y hubiera hecho algo. Pero si la justificación no está ligada a nada en él, entonces toda esta limitación debe desaparecer, y el Señor nuestro Dios puede ser soberanamente libre para otorgar esta justificación en cualquier momento que le plazca. De ahí que la Sagrada Escritura revela la justificación como un eterno acto de Dios, es decir, un acto que no está limitado por ningún momento en la existencia humana. Es por esta razón que el hijo de Dios, buscando penetrar en esa gloriosa y exquisita realidad de su justificación, no se siente limitado al momento de su conversión, sino siente que esta bienaventuranza fluye hacia él desde las eternas profundidades de la vida oculta de Dios.

Debe ser, por lo tanto, abiertamente confesado, y sin abreviación alguna, que la justificación no ocurre cuando nos volvemos conscientes de ella, sino que, por el contrario, nuestra justificación ya ha sido decidida desde la eternidad en el tribunal sagrado de nuestro Dios.

Hay, indudablemente, un momento en nuestra vida cuando por primera vez la justificación es publicada a nuestra conciencia; pero seamos cuidadosos en distinguir a la justificación misma de su publicación. Nuestro nombre fue seleccionado y aplicado a nosotros mucho antes de que nosotros, con clara conciencia, lo conocimos como nuestro nombre; y aunque hubo un momento en que se volvió una viva realidad para nosotros y fue llamado por primera vez en el oído de nuestra conciencia, ningún hombre sería tan necio de imaginar que fue entonces cuando en realidad recibió ese nombre.

Y en este caso es lo mismo. Hay un cierto momento en que la justificación se convierte en un hecho vivo para nuestra conciencia; pero para transformarse en un hecho viviente, tiene que haber existido antes. No nace de nuestra conciencia; es reflejada en ella, y por lo tanto debe tener un ser y un valor en sí misma. Aun un niño elegido que muere en la cuna es declarado justo, aunque el conocimiento o la conciencia de su justificación jamás hayan penetrado en su alma. Y las personas escogidas, convertidas, como el ladrón en la cruz, con su último suspiro, pueden apenas ser sensibles a su justificación y, sin embargo, entran a la vida eterna exclusivamente sobre la base de la justificación. Tomando una analogía de la vida diaria, a un hombre condenado durante su ausencia en tierras extranjeras le fue concedido el perdón a través de la intercesión de sus amigos, absolutamente sin su conocimiento. Este perdón, ¿se hace efectivo cuando, mucho después, la buena noticia le llega, o cuando el rey firma el perdón? La respuesta es, por supuesto, el segundo caso. Asimismo, la justificación de los hijos de Dios se hace efectiva, no en el día en que por primera vez es publicada a sus conciencias, sino al momento en que Dios en Su tribunal sagrado los declara justos.

Pero—y esto no debe ser pasado por alto—esta publicación en la conciencia de la persona misma debe necesariamente venir a continuación; y esto nos trae de vuelta nuevamente a la obra especial del Espíritu Santo. Porque si en el sistema judicial de Dios es más particularmente el Padre el que justifica a los impíos, y en la preparación de la salvación es más particularmente el Hijo quien en Su Encarnación y Resurrección efectúa la justificación, también sucede que, en un sentido más limitado, es el Espíritu Santo quien revela esta justificación a las personas escogidas y hace que se apropien de ella. Es por este acto del Espíritu Santo que los elegidos obtienen el bendito conocimiento de su justificación, que sólo entonces empieza a ser una realidad viva para ellos.

Por esta razón la Escritura revela estas dos verdades positivas, aunque aparentemente contradictorias, con énfasis igualmente positivo:

1) que, por una parte, Él nos ha justificado en Su propio tribunal desde la eternidad; y

2) que, por otra parte, sólo en la conversión somos justificados por la fe.

Y por esta razón la fe misma es fruto y resultado de nuestra justificación; mientras también es cierto que, para nosotros, la justificación comienza a existir sólo como resultado de nuestra fe.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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