En BOLETÍN SEMANAL

1.-La primera forma en la que un cristiano puede probarse a sí mismo es al examinarse en su humillación por el pecado, si es correcta o no. Y es que bajo este epígrafe se abarca la explicación de la doctrina de la pobreza de espíritu y de la tristeza piadosa y, por tanto, en general, del arrepentimiento de los pecados.

      En este asunto de la humillación, el verdadero cristiano demuestra haber alcanzado aquello que ningún reprobado podría lograr jamás y esto es evidente en diversos detalles, tal y como, en primer lugar, supone tener una visión y un sentido verdadero de sus pecados. Discierne la pecaminosidad de su vida, pasada y presente; está afectado y afligido bajo la carga de sus ineptitudes o faltas y sus corrupciones diarias. Ve su miseria en lo que respecta a sus pecados (Mt. 11:29; 5:4).

      2. Tiembla ante la Palabra de Dios y teme su desagrado, aunque no flaquea por sus amenazas (Is. 66:1-2).

      3. Renuncia a sus propios méritos y rechaza toda opinión de que la verdadera felicidad radica en sí mismo o en ningún otro bajo el sol. Está plenamente convencido de que no puede salvarse por ninguna obra que pueda hacer ni ser feliz disfrutando con las cosas mundanas. Por tanto, está decidido por completo a buscar el bien supremo del favor de Dios, sólo en Jesucristo.

      4. Llora con sinceridad y en secreto por sus pecados, así se lamenta …

      1. Por todos los tipos de pecados, los secretos y los conocidos; por los pecados menores y los mayores; por los males presentes de su naturaleza y de su vida, así como de los pecados que ha amado, que le han resultado en ganancia y que le han complacido. Sí, sufre por el mal que se adhiere a sus mejores obras y también por sus malas obras (Is. 6:5, 1:16; Rom. 7:24; Mt. 5:6).

      2. Por el pecado en sí y no porque le traiga, o pudiera acarrearle, vergüenza o castigos en esta vida, o en el infierno.

      3. Está tan afligido por sus pecados, como acostumbraba a estarlo o como lo está ahora, por las cruces en su estado. Se lamenta con la misma sinceridad por las tristezas que cayeron sobre el Hijo de Dios por su pecado, como si él hubiera perdido a su único hijo (Zac. 12:10-11) o, al menos, se esfuerza en esto y se juzga a sí mismo si las aflicciones mundanas lo preocupan más que sus pecados (Sal. 38:5).

      5. Sufre de verdad y se enoja en el alma por las abominaciones que otros cometen para deshonra de Dios, para difamar a la religión verdadera o para la perdición de las almas de los hombres, como Lot (2 P. 2:7), David (Sal. 119:136) y los lamentadores señalados para el propio pueblo de Dios (Ez. 9:4).

      6. Le afecta, le aflige y sufre de corazón por los juicios espirituales que alcanzan a las almas de los hombres, así como los hombres impíos acostumbran abatirse por las cruces temporales. De modo que él sufre y le desconcierta ver la dureza de corazón (cuando no puede lamentarse como le gustaría), por el hambre de la Palabra, por la ausencia de Dios, por las blasfemias de los impíos o cosas parecidas (Sal. 44:2-3, 137; Neh. 1:3-4; Is. 63:17).

      7. Siente mayor impulso a humillarse y lamentarse por sus pecados cuando siente que Dios es más clemente. La bondad divina le hace temer más a Dios y odiar sus pecados, en vez de odiar la justicia [de Dios] (Os. 3:5).

      8. Sus sufrimientos son tales que sólo pueden aliviarse por medios espirituales. Ni el deporte ni la compañía alegre lo relajan. Su consuelo sólo procede de Dios en alguna de sus ordenanzas. Ya que fue el Señor quien lo hirió mostrándole sus pecados, sólo acude a Él para ser sanado de sus heridas (Os. 6:1-2; Sal. 119:24, 50).

      9. Es inquisitivo en su dolor: Preguntará el camino y desea saber cómo puede ser salvo. No puede ahogar ni disuadir sus dudas en tan gran asunto. Ya no se atreve a ser ignorante del camino al cielo. No es descuidado como solía ser, sino que está seriamente inclinado a conseguir directrices de la Palabra de Dios respecto a su reconciliación, santificación y salvación (Jer. 50:4-5; Hch. 2:37).

      10. Teme ser engañado y, por tanto, no se satisface fácilmente. No descansará sobre una esperanza común ni se deja llevar por las probabilidades. Tampoco lo satisface que otros hombres tengan una buena opinión de él. No le complace el haber enmendado algunas faltas ni el empezar a arrepentirse, sino que se arrepiente y sigue arrepintiéndose, es decir que toma un segundo impulso para asegurarse de que su arrepentimiento se ha llevado a cabo de manera eficaz (Jer. 31:19).

      11. Los deseos de una sana reforma de su vida lo guían con vehemencia… la tristeza piadosa [por el pecado] siempre tiende a la reforma y a una enmienda sana.

      12. En todas sus aflicciones, él tiene una confianza interna en la misericordia y la aceptación de Dios, de manera que ninguna desgracia puede arrancarle la consideración, la seguridad interna y la esperanza en la misericordia de Dios. En la misma inquietud de su corazón, el deseo de su alma es para el Señor y delante de su presencia. Aunque nunca está demasiado desanimado, espera en Dios para recibir la ayuda de su rostro y, en cierta medida, condena la incredulidad de su propio corazón. Confía en el nombre de Dios y en sus compasiones que nunca faltan (Sal. 38:9, 42:5, 11; Lm. 3:21; Sof. 3:12).

      13. Su amor por Dios lo inflama de una manera maravillosa, si Él le da a conocer, en algún momento, que escucha sus oraciones. En medio de sus tristezas más desesperadas, su corazón queda aliviado si sus oraciones tienen éxito, si obtienen su deseo (Sal. 116:1, 3).

      14. Mantiene su alma vigilada a diario. Se juzga a sí mismo por sus pecados delante de Dios, detectando sus pecados, acusándolos y condenándolos. Le confiesa sus pecados a Dios de manera particular, sin esconder ninguno de ellos, es decir, sin abstenerse de orar contra cualquier pecado que conoce por sí mismo, guiado por algún deseo que siga teniendo de seguir en él. Mediante esta señal puede estar seguro de tener el Espíritu de Dios y de que sus pecados son perdonados (1 Jn. 1:7; 1 Co. 11:32).

      15. Vierte sus peticiones a diario delante de Dios. Clama a Él con afecto y confianza, aun-que sea con gran debilidad y muchos defectos, como el niño pequeño lo hace con su padre. Descubre así el Espíritu de adopción en él (Ro. 8:15; Ef. 3:12).

      16. Está deseoso —sin fingimientos— de deshacerse de cada uno de sus pecados. No hay pecado que, a su saber, [esté] en él, que no desee no haber cometido jamás con la misma sinceridad con la que espera que Dios nunca se lo impute. Ésta es una señal que nunca falla, una fundamental (2 Ti. 2:19).

      17. Se conforma con recibir de la mano de Dios el mal. como el bien, sin murmurar ni olvidar su integridad, siendo consciente de lo que merece y teniendo el deseo de ser aprobado por Dios, sin tener en cuenta la recompensa. Esto demostró que Job era un hombre santo y recto (Job 1:1; 2:3, 10).

        18. Su espíritu no tiene engaño (Sal. 32:2). Desea más ser bueno que el hecho de que piensen que lo es. Busca el poder de la piedad [en lugar] de la demostración de ella (Job 1:1; Pr. 20:6-7). Su alabanza es de Dios y no de los hombres (Rom. 2:29). Y, de esta forma, vemos gran parte de la prueba de su humillación.

        Tomado de The Signs of a Wicked Man and the Signs of a Godly Man (Las señales de un hombre malvado y las señales de un hombre piadoso), Puritan Publications, www.puritanpublications.com.

        Nicholas Byfield (1579-1622): Predicador y autor anglicano y puritano, nació en Warwickshire, Inglaterra.


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