El pecado se puede llamar “espiritual” según el tema que abarque. Igual que los pecados del corazón, estas “malicias espirituales” corrompen al hombre interior, no el cuerpo. Satanás tiene gran éxito con ellas. Para tu edificación estudia los dos siguientes pecados favoritos suyos: los errores en cuanto a principios espirituales, y los errores que resultan en orgullo espiritual.
Primero consideremos los errores en cuanto a principios espirituales. Satanás ya estaba activo durante la primera siembra del evangelio, plantando su cizaña entre el trigo de Cristo. Observa la frecuencia con que el apóstol tuvo que arrancar errores perniciosos que brotaban entre los primeros cristianos.
¿Por qué se obsesiona tanto Satanás con la perversión de los principios divinos? En primer lugar, porque Dios exalta su verdad (Sal. 138:2). Es más escrupuloso en cuanto a ella que respecto a todas sus demás obras. Jesús declaró: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt. 24:35). Dios puede crear nuevos mundos cuando le plazca, pero no puede fabricar otra verdad. Por tanto, El no perderá ni una jota de ella. Satanás lo sabe, y se dedica a desfigurar esta verdad tan preciosa para Dios.
También debe ser preciosa para nosotros. La Palabra es el espejo en que vemos reflejado a Cristo, y al verle, nos transformamos a su imagen por el Espíritu Santo. Si el espejo está roto, nuestro concepto de él se distorsiona, mientras que la Palabra en su claridad real nos muestra a Cristo en toda su gloria. De lo que se deduce que Satanás no solo golpea a Dios cuando ataca la verdad, sino que también golpea a los cristianos. Si puede llevarlos al error, debilitará —si es que no lo destruye— el poder de la piedad en ellos.
El apóstol une el espíritu de poder y el de dominio propio (cf. 2 Ti. 1:7). Se nos exhorta a desear “la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis…” (1 P. 2:2). Al igual que la leche diluida, la Palabra mezclada con el error no es muy nutritiva. Todo error, por inocente que parezca, es un parásito. Así como la hiedra mina la fuerza del árbol en que se enreda, el error socava la fuerza de la verdad. El alma que se alimenta de la verdad contaminada no puede crecer sana.
Para utilizar otra analogía, Pablo habla de los creyentes como la esposa de Cristo. Cuando aceptas un error, llevas a un extraño al lecho del Señor para cometer adulterio espiritual. Un aspecto terrible del adulterio es que aparta el corazón del adúltero de su verdadero cónyuge: concentra sus pensamientos y su atención en el asunto ilícito, y lo aparta de su primer amor. Vemos cómo esto pasa en la Iglesia moderna, cuando una facción abraza un error doctrinal o una herejía abierta, y lucha por ella con mayor celo que por la sencilla verdad del evangelio que le llevó a Cristo en primer lugar. La pérdida entonces es grande, porque Cristo no puede compartir un amor conyugal verdadero con el alma que se une al error.
A estas alturas espero que te des cuenta de que el error no es tan inocente como piensan algunos. No solo interrumpe la relación del cristiano individual con el Amado, sino que también perturba la paz de la Esposa: la Iglesia. “Oigo que hay entre vosotros divisiones —dice Pablo—; y en parte lo creo. Porque es preciso que entre vosotros haya disensiones…” (1 Cor. 11:18). Implica con ello que las disensiones son hijos ilegítimos del adulterio con el error. Cuando los creyentes andan en la verdad, también lo hacen en unidad y amor; cuando caminan en el error, lo opuesto prevalece.
Una exhortación para todos los oyentes, especialmente para aquellos que se llaman cristianos: ¿Eres tan orgulloso que crees que todo esto de contaminar la verdad de Dios con el error no va contigo? De ser así ¡corres gran peligro! El error doctrinal es la enfermedad moderna. ¿Qué te hace tan seguro de que estás vacunado contra ella? Debo decirte que para esta aflicción no hay una cura rápida.
Mientras más conocimiento adquirimos, y más sofisticados nos volvemos en el estudio de la fe, ¡más cuidado hemos de tener con el error! El gran predicador Pablo se sintió obligado a subrayar esta idea una y otra vez. Casi nunca predicaba ni escribía sin rogar a los creyentes que se cuidaran de aquello que adulterase el evangelio. Consideraba este aviso indispensable para los cristianos de Galacia, Corinto y Filipos. ¿Hemos llegado hoy a no necesitar esta amonestación? Satanás no se cansa de perpetrar sus mentiras; no nos atrevamos a volvernos indolentes en la búsqueda de la verdad divina.
¿Pero cómo prepararte para esta tarea?
Primero, asegúrate de que has tenido una verdadera conversión. Persuádete de que tu corazón ha sido debidamente preparado para que tu fe en Cristo se arraigue y crezca. Entonces ahogará el error en cuanto brote. Si estás firmemente establecido en Cristo, evitarás serios errores. No digo todo error, pero estoy seguro que te librarás del error condenatorio. Una cosa es conocer la verdad, y otra conocerla enteramente por la unción del Espíritu Santo. Hasta el diablo puede hacer lo primero; pero solo el cristiano es capaz de hacer lo segundo. La unción es lo que da a tu alma el aroma del conocimiento de Cristo; es el ancla que evita que vayas a la deriva y los vientos de “doctrinas diversas y extrañas” te aparten de la verdad (Heb. 13:9).
Una vez experimentada la conversión del corazón, crucifica la carne diariamente. Me atrevo a decir que ninguno se volvió hereje sin que la carne fuera la causa fundamental de ello: o servían a sus apetitos carnales o al deseo del orgullo. Cristiano, si de una vez por todas puedes romper tu compromiso con la carne para hacerte libre en Cristo, la verdad será tu amiga incondicional.
Estudia fielmente la Palabra de Dios. Satanás tiene el hábito de tapar los oídos para que no oigan la sana doctrina antes de abrirlos con el fin de que escuchen lo corrupto. Cuanto pueda, alejará al cristiano de la Palabra de Dios y le convencerá para que rechace algún punto de la verdad. Pero quien rechaza la verdad de una doctrina, pierde la bendición de todas ellas. Pablo predijo cómo ocurriría esto: “Apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Tim. 4:4).
No pretendas que deseas seguir la verdad si no te molestas en estudiar toda la Palabra de Dios. No serías distinto del niño que dice que quiere aprender pero hace novillos. Hay que disciplinar a tales niños. Puesto que tu Padre celestial te ama, te volverá a la Palabra avergonzado y triste, en lugar de dejarte atrapado en las mentiras de Satanás.
Al estudiar y crecer, cuidado con las nuevas doctrinas. No aceptes apresuradamente todo lo que oigas, ni siquiera desde el pulpito. Admito que rechazar una doctrina por el mero hecho de no haberla conocido antes es una necedad, pero tenemos derecho a esperar e investigar antes de abrazarla. Cuando oigas una nueva idea acerca de la verdad, acude a Dios en oración y busca su consejo. Escudriña la Palabra. Háblalo con tu pastor y con otros creyentes en cuya sabiduría y madurez confíes.
La verdad resistirá este escrutinio. Es un fruto que nunca se estropea ni se pudre por tocarlo. Pero el error, como el pescado, empieza a heder al paso de los días. Por tanto, deja reposar las nuevas ideas antes de tragártelas. ¡No quieras envenenar tu alma con pescado podrido cuando puedes saciarte del maná celestial!
Una segunda clase de error que Satanás siembra entre los cristianos es el orgullo. Este fue el pecado que transformó a un ángel bendecido en Satanás, el maldito. El diablo conoce mejor que nadie el poder nocivo del orgullo. Entonces, no es de extrañar que con tanta frecuencia lo utilice para envenenar a los cristianos. Su plan se facilita porque el corazón humano demuestra tener una afición natural al mismo. El orgullo, como el licor, embriaga: un par de tragos suelen inutilizar al hombre para servir a Dios.
Uno de los peligros del orgullo es que, para tirar de su carruaje, utiliza tanto nuestras buenas inclinaciones como las malas. Por una parte, trabaja en conjunto con otros pecados. De hecho, una multitud de pecados trabajará todo el día y parte de la noche, suponiéndose sus propios amos, cuando de hecho son esclavos del orgullo. Observa a aquel que engaña, miente y oprime a los demás. ¿Cuál es su motivo, si no adquirir bienes para mantener su orgullo?
Aún peor que unirse a otras maldades, este sinvergüenza del orgullo también se ata a lo bueno y coopera con las ordenanzas de Dios. En tal caso, vemos a un creyente celoso en oración y fiel en asistir al culto, y lo tenemos por un cristiano fuerte. Pero todo el tiempo, el orgullo es el amo al que sirve, aunque vista el atavío de Dios. El orgullo se puede refugiar en las acciones más santas y esconderse bajo los faldones de la virtud misma. Así oímos hablar de alguien que da generosamente a los pobres y admiramos su caridad. Pero el orgullo, que no la compasión, puede ser el motivo de dispensar su oro tan libremente.
Otro puede resistir firmemente a toda apariencia de mal y ser respetado como cristiano modelo. Todo el tiempo, sin embargo, el orgullo, que no una verdadera convicción, puede ser el motivo de su andar circunspecto. Tal fue el caso del fariseo que hacía alarde de su espiritualidad y se jactaba de no ser como el publicano. ¡Cristo nos demostró en dos palabras su reacción ante esta clase de orgullo!
De las dos clases de orgullo que hay, creo que el espiritual debe ser mucho más odioso para Dios, porque está en un plano superior al carnal. La vida del cristiano, como tal, es superior a la vida del hombre carnal. Igual que el hombre carnal siente orgullo por aquellas cosas que le hacen parecer superior en su estado natural (esto es, las riquezas, el honor, la belleza…), el cristiano tiende a envanecerse cuando percibe sus atributos espirituales superiores.
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall