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Dios nos creó para sí mismo, y ese solo hecho crea nuestra deuda para con Él. Si Él nos hubiera creado simplemente, por el mero placer de crearnos, como cuando un niño hace burbujas de jabón para su propio entretenimiento, y después no le hubiera importado lo que fuese de nosotros, no podría haber deuda. Pero Él nos creó para sí mismo, con la carga absoluta de que en todas las cosas, en todo momento y bajo toda circunstancia, pongamos las ganancias de la vida ante el altar de Su Nombre y gloria. Él no nos deja vivir 3 de cada 10 días para Él y el resto para nosotros mismos. De hecho, Él no nos suelta ni por un solo día o momento. Él nos exige la ganancia de nuestra existencia para Su gloria, incondicionalmente, siempre y para siempre. Nos diseñó y creó para esto. Por tanto Él nos pide cuentas. Y por consiguiente, siendo nuestro Señor y Soberano, Él no puede renunciar ni a un solo céntimo de la ganancia de la vida. Y debido a que nunca le hemos pagado el tributo, somos sus deudores absolutos.

El dinero es a los hombres lo que el amor es a Dios. Él nos dice a ti y a mí y a todo hombre “de la manera que tú tienes sed de oro, yo tengo sed de amor. Yo, tu Dios, quiero tu amor, todo el amor de tu corazón. Esto es lo que se me debe, y esto es lo que exijo. Esta deuda no la puedo condonar. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” El hecho de que no le paguemos este amor, o que lo hagamos pero de una manera no santa, o fraudulenta, nos hace deudores perpetuos.
Sabemos que esto se llama la concepción jurídica, y que en estos días tan poco varoniles el hombre desea escapar de la incomodidad de hacer lo correcto, debido a que la concepción ética es elogiada hasta los cielos. Pero todo este sentimiento nace directamente de una mentira. Esta oposición en contra de la concepción jurídica deja a Dios a cero o lo ignora. Aún sin creer en Dios, uno puede soñar con un ideal de santidad, según la concepción ética, y luchar contra el pecado con una sed interior de santidad. Pero si es solamente un ideal lo que lo incita, no puede haber cabida para lo justo, ninguna deuda para con Dios, porque uno no puede tener deudas con ideales, sino para personas vivas. Pero cuando reconozco al Dios viviente y que siempre y en todas las cosas tengo relación con Él, es entonces cuando Él tiene justas demandas en contra de mis violaciones, las cuales deben ser satisfechas. Por tanto, la concepción jurídica viene en primer lugar.

La concepción ética es: “Estoy enfermo, ¿cómo puedo sanarme?” La idea jurídica es: “¿Cómo se puede restaurar el derecho de Dios que ha sido violado?” Esto último es, por tanto, de importancia primordial. El cristiano no debe considerarse a él mismo primero, sino a Dios primero. Cuando se apunta desde el púlpito a la santificación sin un celo por la justificación, se contradice el corazón mismo de la confesión Reformada. El mayor mérito del Dr. Köhlbrugge estuvo en esto, que en aras de Dios, él se lamentaba de este rechazo, y con mano poderosa se oponía a la tendencia de mirar en menos el derecho de Dios, diciéndole tanto a la iglesia como al individuo: “Hermanos, la justificación es lo primero.”

Decir, “¡Si sólo fuese santo, mi deuda para con Dios no me preocuparía tanto!” suena muy bien, pero es tremendamente pecaminoso. Los hijos de Dios desean la santidad de la manera que los hijos de la vanidad desean riquezas, honor y gloria, siempre es un deseo por nosotros mismos, nuestro propio ego en nosotros mismos de ser algo que no somos. Y al Señor se le deja fuera. Es el pelagiano regulando su relación con Dios según su propia satisfacción. De hecho, aunque engañosamente presentado, esto es transgredir el primer y más grande mandamiento.

Ciertamente que el profundo deseo del alma de buscar la santidad es algo bueno y justo, pero sólo cuando se ha resuelto la pregunta: “¿Cómo puedo ser restaurado a mi correcta posición ante Dios, cuyos derechos yo he violado?” Si esta es nuestra preocupación principal, entonces, y sólo entonces amamos más al Señor nuestro Dios que a nosotros mismos. Sólo entonces la oración pidiendo más santidad surgirá como consecuencia natural. No por el deseo egoísta de ser espiritualmente enriquecido, sino por el profundo anhelo del alma de no violar nunca más ese derecho divino.

Esto es muy profundo y de gran alcance, y muchos lo van a considerar como algo durísimo. Sin embargo, no nos lo podemos guardar. El cristianismo pusilánime y enfermizo de hoy en día, que se jacta de sí mismo, no es el de los padres o de los piadosos de todas las edades ni de los apóstoles y profetas. El Señor debe ser el Primero y el Altísimo. Pero en lugar de recibir honra, se le resta honra a Su ley cuando, en la búsqueda de la santidad, el derecho de Dios es olvidado. Aun entre los hombres se considera deshonesto cuando un hombre que no ha pagado todas sus deudas abandona el país en búsqueda de mejor fortuna. A tal hombre le diríamos “Pagar tus deudas honestamente es más honroso que tener éxito.” Y esto se aplica también aquí. El hijo de Dios no entra al reino por un deseo de éxito, sino para saldar sus cuentas con Dios. Y esto explica la diferencia entre el pecado y la culpa. Un criminal se arrepiente y devuelve el dinero robado. ¿Por ese hecho ahora tiene el derecho a ser liberado? Claro que no. Pero si cae en las manos de la ley, deberá ser juzgado, sentenciado y sufrir una condena en prisión como pena por el derecho que ha violado.

Apliquemos esto al pecado. Hay una ley y Dios es su Autor. Según esa ley, las transgresiones por omisión y comisión reciben el nombre de pecado. Pero eso no es todo. La ley no es un fetiche ni una fórmula de un ideal moral, sino que es el mandamiento de Dios; “Dios dijo todas estas palabras.” Dios avala esa ley, la mantiene y la pone ante nosotros. Por lo tanto, no es suficiente medir nuestra acción según la ley y llamarla pecado, sino que también se debe dar cuenta ante el Dador de la ley y que la acción sea reconocida como culpa.

El pecado es la no-conformidad de una acción, persona o condición, con la ley divina. La culpa es la invasión en el derecho divino en acción, persona o condición. El pecado crea la culpa, porque Dios tiene un derecho sobre todos nuestros actos. Si fuera posible actuar en independencia de Dios, tales actos, aun cuando estén desviados del ideal moral, no crearían culpa. Pero debido a que, bajo cualquier condición, todo acto del hombre debe dar cuenta a Dios, todo pecado crea culpa. Sin embargo, no son lo mismo. El pecado siempre reside en nosotros y no toca nuestra relación con Dios. Pero la culpa no reside en nosotros, sino que siempre se refiere a nuestra relación con Dios. El pecado nos muestra lo que somos en contraposición con el ideal moral. Pero la culpa hace referencia al derecho que Dios reclama sobre nosotros y a nuestra negación de ese derecho.

Si Dios fuera como el hombre, esta culpa podría ser consentida. Pero no lo es. Sus derechos son como el oro puro, perfectamente correctos; no arbitrarios, sino basados invariablemente en un fundamento firme e inmutable. Por tanto, nada puede ser descontado de esa culpa. Según la medida más estricta, el todo permanece para siempre cargado en nuestra contra. Por lo tanto, hay castigo. Porque el castigo no es más que el acto de Dios en oposición a la invasión de Sus derechos. Tales invasiones roban a Dios, y si persistiesen, le quitarían de Su divinidad. Pero esto no puede ser si Él es Dios. Por tanto, Su majestad opera directamente en contra de esta invasión, y en esto consiste el castigo. El pecado, la culpa y el castigo son inseparables. Sólo porque la culpa sigue al pecado, y el castigo enjuicia a la culpa, es por lo que el pecado puede existir en el universo de Dios.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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