¿Qué produce una llaga? Una pequeña ranura en el dedo corta sutilmente la circulación, pero la sangre continúa circulando, tratando de superar el obstáculo. La presión adicional contra las paredes de los capilares produce más fricción y eleva la temperatura. El tejido que lo rodea se hincha, los delicados vasos capilares se contraen, la fricción aumenta y la ampolla palpita. Aun cuando esto no es más que la acción normal y continuada de la circulación, sin embargo produce un mal notorio. Hay congestión local, la materia venenosa inflama al tejido sano y las partes terminan completamente enfermas.
Tal es el curso del pecado. La acción de nuestros poderes continúa, pero hacia la dirección equivocada. Esto causa desorden, irregularidades que inflaman nuestra naturaleza hacia el mal. Esta inflamación pecaminosa crea deformaciones antinaturales y torcidas, lo que provoca en los tejidos del alma un tumor mórbido, lo cual es comparado en la Escritura como materia repugnante. Y de este pantano profano surgen gases continuamente que se expanden en toda nuestra naturaleza. Por tanto, todo el sistema está desordenado. Habiendo huido de la ley divina sin disciplina alguna, el cuerpo y el alma se vuelven rebeldes. Por tanto, incitado por su propia acción inherente, se involucra a sí misma más profundamente y huye aun más lejos de Dios. Como un tren que se ha descarrilado se destruye a sí mismo con su propia velocidad, así también el hombre, habiendo abandonado el carril de la ley divina, se conduce hacia su propia ruina por el ímpetu y obrar inherentes. No se necesita nada más. La destrucción resulta necesariamente de la vida misma de nuestra naturaleza.
Por tanto, el pecador no tiene conocimiento, sus sentimientos están pervertidos, su voluntad se encuentra paralizada, su imaginación está contaminada, los deseos son impuros y todos sus caminos, tendencias y gustos son todos malos. No a nuestros ojos, quizás, pero esto es efectivamente así debido a que todo falla en cumplir con las demandas de Dios, cuya voluntad es que todo le encuentre a Él al final del camino, para que pueda estar con Él y en Él, haciendo que Su gloria sea el fin de todas las cosas.
Y esto hace que muchas cosas que nosotros consideramos bellas y hermosas sean en realidad pecaminosas, injustas y malvadas. No es nuestro gusto el que decide qué es correcto o incorrecto, sino el de Dios. Aquel que desee saber cuál es ese gusto, que lo aprenda directamente de la ley de Dios. Esa ley es el estándar y la plomada. Pero el pecador busca o desea hacer cosas para agradar a Dios, sin hacer esto: por ejemplo, él puede estar perfectamente dispuesto a colgar su abrigo en la pared y hacerlo con garbo, pero no en el gancho que Dios ha colocado en la pared de nuestra vida. Colguémoslo en cualquier otro lugar, pero que no sea ahí. Por tanto, todo en él se vuelve malvado, la totalidad de su naturaleza es corrupta, incapaz de hacer bien alguno, inclinado hacia el mal, y sí, incluso propenso a odiar a Dios y a su vecino. Tal vez la obra no vea la luz, pero la inclinación misma y ese deseo son pecado.
Tal como los teólogos católicos y algunos teólogos luteranos, el Dr. Böhl niega esto. Él enseña que hubo este deseo en el santo Adán, e incluso en Cristo. No cedió a él, pero lo restringió con bocado y freno, como si Dios hubiese creado al hombre con deseo en su corazón semejante a un animal hambriento, mientras que al mismo tiempo también lo hubiera dotado con poder para restringirlo. Mantener este deseo bajo control continuo habría sido la excelencia más grande del hombre.
Pero esto no va acorde con la Escritura. Nada muestra que el santo Adán tuviera deseo alguno por las cosas que vio. La posibilidad del deseo fue creada sólo por la prohibición “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás,” (Gn. 2:16) pero aun después de esto tampoco descubrimos un indicio de deseo en él. Tal observación ansiosa del fruto no es aparente sino hasta que Satanás incitó internamente a Eva no a comer el fruto sino que a través del fruto te hagas semejante a Dios. Este es el primer deseo despertado en el corazón del hombre, y eso sólo después que su ojo fuera abierto para ver que el árbol era bueno para comer y agradable al ojo.
En su estado de justicia, Adán estuvo lleno de paz, armonía y éxito divino, sin un rastro de la ansiedad que necesariamente nace de la tarea de refrenar a un monstruo peligroso. Y en la gloria celestial el refrenar el deseo no será un deseo sin fin, sino que habrá completa libertad de ese deseo. No que la gran profundidad de nuestro corazón sin fondo será absorbida, sino que todas sus profundidades serán llenadas con el amor de Dios.
El mandamiento “No codiciarás” (Ex. 20:17) es absoluto. El Señor Jesús no conoció la codicia. Nunca deseó lo que Dios no le concedió. En el terrible desenlace de Getsemaní, Él no deseó recibir un regalo, sino que deseó retener el suyo propio, es decir, que al estar bajo la maldición, no fuera abandonado por Dios.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper