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La ignorancia, por encima de otros pecados, esclaviza el alma a Satanás. Un hombre sabio puede ser su esclavo por propia decisión; pero un ignorante no tiene opciones. Su ignorancia puede llevarlo a pasar sin peligro por ciertos pecados, pero le derribará a los pies de muchos más. La salida de la ignorancia está bien marcada, pero a veces es un camino duro. Tal vez por ello hay tantos que viven y mueren ignorantes. ¿Qué esperanza hay para el ignorante? El conocimiento es la clave (cf. Lc. 11:52), Cristo es el camino a la libertad (Jn. 14:6). La ignorancia, por otra parte, excluye a Cristo pero le deja la puerta abierta a Satanás.

1) La ignorancia abre la puerta al pecado. Un ignorante está en el mismo aprieto que un sonámbulo, que pisa descalzo una víbora y no siente su picadura. Cae de cabeza en el pecado y no se da cuenta de su herida mortal. Leemos acerca de algunos “cargados de pecados” que “nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad” (2 Ti. 3:6,7). Sus vidas solo dan frutos amargos, alimentados y regados por su propia ignorancia.

2) La ignorancia encierra el pecado en el alma. Ya hemos dicho que la ignorancia causa tinieblas. La oscuridad suele producir sueño: una mente ciega y una conciencia adormecida son compañeras comunes. El ignorante peca sin vacilar. ¡Ay de aquellos que son de mente tan ligera que nunca se saben culpables! Enfrentan la muerte segura con la complacencia de un niño que corre a jugar en las mismas olas que lo arrastrarán a mar abierto y lo devorarán de un sediento trago.

Si lo que estoy diciendo te habla, despiértate enseguida. Ve pronto a negociar con Dios y cambia tu ignorancia por su sabiduría. Alimenta tu mente con su Palabra. La conciencia es la alarma de Dios para despertar al pecador, pero solo puede ser testigo de lo que conoce. Si la verdad no la informa, no sonará cuando la herejía o el pecado entren con el propósito de incendiar tu alma. Si no te despiertas para apagar las llamas con un arrepentimiento a tiempo, arderás para siempre.

3) La ignorancia excluye el medio de liberación. Los amigos y ministros están fuera, y no pueden salvar al hombre en llamas si este no les deja entrar. Cuando se aconseja a un ignorante obcecado no sirven ni amenazas ni promesas. Ni le teme a la una ni desea la otra. Si escribimos: “¡PELIGRO!” en letras mayúsculas y en rojo, no le servirá más a un ciego que a un buey.

Pero habrá momentos en la vida del pecador cuando, por la gracia del Espíritu Santo, sentirá la opresión de su alma y anhelará la liberación. Entonces buscará a tientas la salida. Hay cosas que al principio le parecerán correctas, y Satanás le llevará a un callejón sin salida tras otro para alejarle del camino al Cielo. “Prueba con las buenas obras —le dirá—. Eso te será un estímulo”. O bien: “Haz nuevas resoluciones, y promete que de aquí en adelante serás mejor persona. ¿Qué más puede esperar Dios de ti?”. Pero al final, exhausto y desilusionado por su vagabundeo sin fin, el pecador alzará la vista y se encontrará en el punto de partida, ¡esclavo del pecado y de las tinieblas!
El Dios omnisciente siempre ha sabido que el camino al Cielo no se puede encontrar a ciegas; por eso envió a su Hijo como Luz del mundo. Solo hay una salida segura de tus tinieblas, una vía de escape: Jesucristo, nuestro Señor. Que tu fe se una a su promesa de la vida eterna para todos aquellos que creen en Él, y Él te sacará de las tinieblas a la luz gloriosa del evangelio.

Cuidado con la ignorancia

1) A los padres de hijos ignorantes.

Padres, vuestros hijos tienen un alma que Dios espera que alimentéis con el mismo cuidado que atendéis sus necesidades físicas. ¿Quién les va a enseñar sino vosotros? Nadie se sorprende de que un barco que zarpa sin brújula se hunda o encalle. ¿Por qué sorprenderse entonces de que los hijos se alejen de Dios cuando no han recibido dirección espiritual?

Vemos el modelo establecido por los antiguos creyentes. David, un rey muy ocupado, tomaba muy en serio su responsabilidad de instruir a su hijo en los caminos del Señor: “Reconoce al Dios de tu padre y sírvele con corazón perfecto y con ánimo voluntario” (1 Cr. 28:9). ¿Y qué decir de la madre y la abuela de Timoteo, que le enseñaron la Palabra desde su niñez? Creo que hay que poner en tela de juicio el cristianismo de aquel que no se molesta en dar a conocer a Dios y su camino a sus propios hijos. Aun diré que nunca he conocido a un verdadero cristiano que no se preocupara profundamente por la relación de sus hijos con el Padre celestial.

Ofrecerás un pobre resultado en el Día del Juicio si solo puedes decir: “Señor, he aquí mis hijos. Los eduqué como caballeros y los dejé ricos”. ¡Qué ridículo testimonio de tu propia necedad: hacer tanto por aquello que se enmohece, y nada por el conocimiento de Dios para la salvación, que dura eternamente!

Un estudio minucioso de los principios divinos demostrará la gravedad de este asunto. Si descuidamos la formación espiritual de nuestros hijos, fracasamos de tres formas…

  1. Obviamente les fallas a tus hijos cuando los dejas en la ignorancia. La fe y la incredulidad son fundamentalmente distintas, no solo por definición sino también por su forma de obrar. La fe no crece si no hay siembra, y morirá donde esté plantada si no se la riega y abona con la Palabra de Dios. El ateísmo, la impiedad y la inmundicia, por otra parte, no solo crecen sin plantarlas, sino que no morirán a menos que se las arranque de raíz. De hecho, crecen mejor en el alma desatendida, hasta que la simple ignorancia e incredulidad del muchacho se convierten en actitudes voluntarias del hombre.
  2. ¡Qué grave injusticia se comete con la negligencia! Los hijos no nacen con una Biblia en el corazón o en la mente, pero Satanás ya ha hecho su trabajo de sembrar en el vientre, desde el momento de la concepción, la semilla de la incredulidad. Los padres tienen ahora que hacer el suyo. La clase de fe que implantas en el corazón de tus hijos ha de ser lo bastante fuerte como para brotar y ahogar la cizaña de Satanás. La mejor temporada para sembrar la fe es en la niñez.
  3. También te fallas a ti mismo dejando a tus hijos en la ignorancia, porque te echas encima las consecuencias de sus pecados tanto como de los tuyos. Cuando un hijo transgrede un mandamiento de Dios, es su pecado, pero también el del padre si nunca le enseñó a su hijo ese mandamiento. Los hijos rebeldes se convierten en cargas muy pesadas para sus padres. Cuando un padre o una madre reconoce que la fuente de la rebeldía está en su propia negligencia para educar a su hijo, una carga se amontona sobre otra y el peso se hace insoportable. ¿Puede haber mayor congoja en esta vida que ver a tu propio hijo corriendo a toda velocidad hacia el Infierno, sabiendo que tú lo equipaste para esa carrera? Haz lo mejor que puedas en su juventud, mientras está bajo tu cuidado constante, para ganarlo para Dios y ponerlo en el camino al Cielo.

Más importante aún: cuando crías un hijo ignorante, le fallas a Dios. La Palabra nos habla de aquellos que con injusticia detienen la verdad (Rom. 1:18). Entre otros, esto incluye a los padres que excluyen a sus hijos del conocimiento de la salvación. ¿Qué padre robará en la casa de su propio hijo? Pero esto es lo que haces si descuidas su formación espiritual, porque guardas en tu bolsillo el talento de oro que Dios quiere que le des. Si no dejas una herencia piadosa, ¿qué pasará cuando mueras, y la verdad del evangelio se entierre junto con tus huesos podridos?

Si eres hijo de Dios, tus hijos tienen una relación más estrecha con el Padre celestial que los hijos de los incrédulos. Dios te ha llamado a ti para alimentarlos como tú has sido alimentado, y para protegerlos a toda costa de la educación del diablo. Educar a tus hijos en el camino del Señor no es una sugerencia casual, sino un mandamiento solemne a todo padre cristiano. Negarte a obedecer, ya sea deliberadamente o por negligencia, te supondrá una amarga paga cuando te presentes ante el Rey de reyes en el Juicio.

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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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