“Su espíritu adornó los cielos; Su mano creó la serpiente tortuosa”.- Job 26:13.
Se ha visto que la obra del Espíritu Santo consiste en guiar a toda la creación a su destino, cuyo propósito final es la gloria de Dios. Sin embargo, la gloria de Dios aparece en la creación en diversos grados y formas. Un insecto y una estrella, el moho en la pared y el cedro del Líbano, un trabajador común y un hombre como San Agustín, son todas criaturas de Dios; sin embargo, cuán diferentes son, y cuán variadas sus formas y grados de glorificar a Dios.
Entonces ilustraremos la afirmación de que la gloria de Dios es el fin último de toda criatura. Compararemos la gloria de Dios a la de un rey terrenal: es evidente que nada puede ser indiferente a su gloria. El material de construcción de su palacio, sus muebles, incluso el pavimento de su entrada, pueden o bien aumentar o disminuir el esplendor real. Sin embargo, el rey es aun más honrado por sus súbditos, cada uno en su grado, desde el maestro de ceremonias hasta su primer ministro. Aun así, su mayor gloria la constituye su familia, hijos e hijas engendrados con su propia sangre, formados por su sabiduría, animados por sus ideales, siendo uno con él en los planes, los propósitos, y el espíritu de su vida. Al aplicar, con toda reverencia, este ejemplo a la corte del Rey del cielo, es evidente que, si bien cada flor y estrella aumenta Su gloria, las vidas de los ángeles y hombres son de mucho mayor importancia para Su Reino; y que mientras los ángeles están más estrechamente relacionados con Su gloria, a quienes ha ubicado en posiciones de autoridad, más cerca que todos, es a los hijos engendrados por Su Espíritu, y admitidos en lo secreto de su pabellón Real. Se concluye, entonces, que la gloria de Dios se refleja principalmente en Sus hijos, y dado que ningún hombre puede ser su hijo a menos que sea engendrado de Él, confesamos que Su gloria es más evidente en sus escogidos o en Su Iglesia.
Su gloria no es, sin embargo, limitada a éstos, pues ellos se relacionan con toda la raza, y viven entre todas las naciones y pueblos, con los que comparten el mundo. Tampoco se puede ni debe separar su vida espiritual, de su vida ciudadana, social y doméstica. Y puesto que todas las diferencias de su vida ciudadana, social y doméstica, son causadas por el clima y la atmósfera, la comida y la bebida, la lluvia y la sequía, las plantas y los insectos- en una palabra, por la economía completa de este mundo material, incluyendo cometas y meteoritos; es evidente que todos éstos afectan el resultado de las cosas y están relacionados con la gloria de Dios. Por lo tanto, en relación con la tarea de conducir a la creación a su destino, el universo entero se enfrenta a la mente como unidad poderosa, orgánicamente relacionada a la Iglesia, tal como la cáscara lo está a la semilla.
En el cumplimiento de esta tarea, surge la pregunta respecto de en qué medida la parte más justa, más noble y más sagrada de la creación logrará alcanzar su destino, ya que para conseguirlo, todas las partes restantes deben ser sometidas. De ahí la pregunta, ¿Cómo es que la multitud de los escogidos logrará alcanzar su perfección final? La respuesta a esto indicará cuál es la acción del Espíritu Santo sobre todas las otras criaturas.
La respuesta no puede ser dudosa. Los hijos de Dios nunca podrán cumplir su glorioso fin, a menos que Dios habite en ellos como habita en Su templo. El amor de Dios es lo que lo obliga a vivir en Sus hijos, de su amor por Él, por amor de Sí mismo, y para ver el reflejo de Su gloria en la conciencia de Su propia obra. Este glorioso fin se hará realidad sólo cuando los escogidos conozcan de la misma manera que se les conoce a ellos, contemplen a su Dios cara a cara, y disfruten de la felicidad más cercana y de la comunión con el Señor.
Dado que todo esto sólo puede ser realizado cuando Él hace morada en sus corazones; y dado que es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad la que entra al espíritu de los hombres y de los ángeles; es evidente que los propósitos más altos de Dios se realizan cuando el Espíritu Santo hace del corazón del hombre su lugar de habitación.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuype