En BOLETÍN SEMANAL
Es un hecho que Dios permite la guerra... pero ¿Por qué la permite? ¿Cuál es el enfoque positivo de esta pregunta en la Biblia? No es tanto una cuestión de afirmaciones específicas sino de aplicar ciertos principios fundamentales, enseñados claramente, en cuanto a este tema en particular.

Debemos considerar primero lo que podríamos llamar el punto de vista bíblico de la guerra. La guerra en sí no es pecado, sino consecuencia del mismo, o podríamos decir que la guerra es una de las expresiones del pecado. En verdad, desde el punto de vista de una teodicea tal distinción no tiene mucho peso, pues el argumento no se altera. La Biblia busca la causa original de la guerra. Es verdad que no ignora totalmente los distintos factores políticos, sociales, económicos y psicológicos que tanto se propugnan. De acuerdo a su enseñanza estas cosas no son más que las causas inmediatas, los agentes que se emplean.  La cosa en sí es mucho más profunda. Como nos recuerda Santiago, la causa primordial de la guerra es codicia y deseo desmedido, esa falta de contentamiento que es parte nosotros como resultado del pecado, ese ansia por aquello que es ilicito y por lo que no podemos obtener. Se demuestra en muchas maneras, tanto en la vida personal e individual como en la de las naciones. Es la causa básica de robo, hurto, celos, envidias, orgullo, odio, infidelidad y divorcio. Del mismo modo lleva a peleas y contiendas personales y también a guerras entre naciones.

La Biblia no aísla la guerra como algo separado, singular, y totalmente aparte como tendemos a hacer nosotros en nuestra mente. Es sólo una de las manifestaciones del pecado, una de sus consecuencias. En mayor escala quizá, y en forma más terrible, pero en esencia, precisamente lo mismo que todos los otros efectos y consecuencias del pecado. Alguien puede argumentar que debe haber una diferencia esencial por las vidas que se pierden en una guerra. La respuesta es que, si bien la Biblia considera a la vida como sagrada, y nos prohíbe quitarla para satisfacer un espíritu de codicia o de venganza, al mismo tiempo enseña que, de parte de Dios, el alma es infinitamente más importante que la vida del cuerpo.

Dios no se interesa de que nuestras vidas sean perpetuadas y prolongadas aquí en la tierra por cierta cantidad adicional de años sino de que entremos en una correcta relación con El y vivamos vidas que glorifiquen su santo nombre. Nosotros damos tanta importancia al tiempo y a la cantidad de años que tendemos a olvidar que lo que cuenta en última instancia es la calidad de vida La guerra, entonces, es consecuencia y efecto de pecado al igual que otros efectos y consecuencias.

El pecado siempre trae sufrimiento, miseria y vergüenza, ya sea en forma espectacular o no. Nosotros tendemos a preocupamos cuando el principio se manifiesta en forma grosera o en grande escala. Lo ignoramos o no lo vemos en su verdadera esencia que es lo que realmente importa.

Pedirle a Dios que prohíba o prevenga la guerra, por tanto, es pedirle que prohíba una consecuencia particular del pecado. O si tomamos la posición de que la guerra en sí es pecado, es pedirle a Dios que prohíba un pecado en particular. Nuevamente vemos aquí tanto el egoísmo que está involucrado en tal petición y también el insulto que es para Dios. Por ser esta forma particular de pecado, o consecuencia del pecado, especialmente dolorosa y difícil para nosotros, le pedimos a Dios que lo prohíba. No nos preocupamos en absoluto por la santidad de Dios, ni por el pecado como tal. Si nos preocupáramos, le pediríamos que prohibiera todo pecado y restringiera toda iniquidad.

Le pediríamos que prohibiera la ebriedad, la especulación y el juego, la inmoralidad y el vicio, el quebrantamiento del día de reposo y todos los otros pecados de que los hombres disfrutan tanto. Pero si alguien se atreviera a sugerir esto, se oiría de inmediato a gran voz una fuerte protesta en el nombre de la libertad. Nos jactamos de nuestra libre voluntad  y desechamos toda sugerencia o enseñanza de que Dios de alguna manera interfiera con eso. Sin embargo, cuando como resultado del ejercicio de esa libertad nos enfrentamos con los horrores, problemas y sufrimientos de una guerra, ¡como niños malcriados gritamos nuestras protestas y nos quejamos amargamente contra Dios porque no ha utilizado su gran poder para prevenirla por la fuerza! Dios, en su infinita y eterna sabiduría, ha decidido no prohibir el pecado ni restringir totalmente las consecuencias del mismo. La guerra no es un problema espiritual y religioso aislado y separado. Es una parte y una expresión del gran problema central del pecado.

Dios permite la guerra
La enseñanza bíblica llega  más allá de este punto y da razones que son más positivas aún para explicar el hecho de que Dios permite la guerra. Nos limitaremos a enumerarlos:

l. Es evidente que Dios permite la guerra para que los hombres sufran las consecuencias de su pecado como castigo.

Esta es una ley fundamental que se expresa en palabras tales como «todo lo que el hombre sembrare, eso también segará» (Gá. 6:7). El castigo no sólo está relegado a la vida venidera. Aquí en este mundo, en esta vida, sufrimos algo del castigo por nuestros pecados. jVez tras vez esto se ve claramente en la historia de los hijos de Israel!  Desobedecieron a Dios y se mofaron de sus santas leyes. Por un tiempo todo iba bien, luego comenzaron a sufrir. Dios les quitó su protección y quedaron a la merced de sus enemigos quienes los atacaron y saquearon. En verdad, al principio y como resultado del primer pecado y transgresión, encontramos que Dios ordenó y decretó un castigo. Dios dijo: «Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida» (Gn.3:17).

Toda consecuencia dolorosa del pecado es parte del castigo que conlleva. Alguien puede objetar esto y preguntar.  «¿Por qué sufren los inocentes?» No podemos dar aquí una respuesta exhaustiva pero en esencia es doble.

Primero, no hay persona alguna que sea inocente, como ya hemos visto. Todos somos pecadores. Además, es evidente que tenemos que cosechar las consecuencias no sólo de nuestro pecado personal sino de los pecados de la raza entera, y en menor escala, los pecados de nuestro país o grupo particular.

A la vez somos individuos y miembros del país donde vivimos, y de la raza entera. El evangelio nos salva como individuos pero eso no significa que dejamos de ser miembros del estado, y parte esencial de la raza humana entera. Compartimos el mismo sol y la misma lluvia que otras personas, y estamos expuestos a las mismas enfermedades y flaquezas. Sufrimos las mismas pruebas de depresión económica y otras causas de tristeza incluyendo la guerra. De modo que los inocentes tienen que soportar su parte del castigo por los pecados de que no son directamente responsables.

2. Además, pareciera que Dios permite la guerra para que los hombres vean más claramente que nunca a través de ella, lo que en realidad es el pecado.

En tiempos de paz tendemos a pensar livianamente del pecado y sostener posiciones optimistas acerca de la naturaleza humana. La guerra revela lo que es el hombre y las posibilidades que hay dentro de su naturaleza caída. La Segunda Guerra Mundial destrozó el enfoque optimista del hombre que había dominado por tantos años, y reveló algo del pecado esencial de la naturaleza humana. Una de las consecuencias directas de esto ha sido el avivamiento teológico en Europa, asociado con el nombre de Karl Barth. En tiempos de crisis y de guerra no hay lugar para generalizaciones superficiales o idealismos optimistas o de una vida «color de rosa». Nos obliga a examinar los mismos fundamentos de la vida. Nos hace enfrentar la pregunta directa en cuanto a qué induce a la naturaleza humana a tales calamidades.

La explicación no se encuentra en las acciones de ciertos hombres solamente. Es algo más profundo, dentro del corazón de todos los hombres. Es el egoísmo, el odio, los celos, la envidia, la amargura y la malicia que están en el corazón humano y se demuestran en las relaciones sociales y personales, manifestándose en una escala nacional e internacional. En la esfera personal en la esfera más general son más evidentes. El hombre en su orgullo e insensatez rehúsa oír la enseñanza positiva acerca del pecado. Rehúsa asistir a un lugar de adoración y recibir enseñanza de la Palabra de Dios.

Cree que se conoce a sí mismo y piensa que es capaz de crear un mundo perfecto sin Dios. Lo que no quiere reconocer y aprender por la predicación del evangelio en tiempos de paz, Dios se lo revela permitiendo la guerra; así le muestra su verdadera naturaleza y el resultado de su pecado. Lo que el hombre rehúsa y rechaza cuando es ofrecido por la mano de amor, a menudo lo toma cuando le es entregado por medio de la aflicción.

3. Todo esto, a su vez, lleva al propósito final que es guiarnos a Dios.

Como el hijo pródigo que pensó en su padre y su hogar, cuando nosotros hemos perdido todo y estamos sufriendo agudamente en un estado de desdicha y miseria, viendo nuestra insensatez y estupidez, pensamos en Dios. Una descripción frecuente de los hijas de Israel en el Antiguo Testamento son las palabras: «En sus aflicciones y angustia clamaron al Señor». No veían la bondad y la benignidad de Dios;  estaban sordos a los profetas de su amor y de su gracia, pero en su agonía se acordaron y volvieron a El. Y nosotros somos iguales. Es sólo al sufrir y ver nuestra insensatez, al reconocer la total quiebra y desesperación de los hombres, que nos tomaremos a Dios y confiaremos en El. En verdad, al contemplar la naturaleza y la vida humana, lo que me asombra no es que Dios permita la guerra, sino su paciencia y longanimidad.   «Hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos» (Mat. 5:45).

Dios sufrió la maldad y los caminos perversos de los hijos de Israel durante siglos. Ahora, durante dos mil años ha sufrido pacientemente con un mundo que mayormente  le rechaza y rehúsa su ofrecimiento de amor, aun en la persona de su Hijo unigénito. La pregunta que debemos formular no es: «¿Por que permite Dios la guerra?» sino mas bien: «¿Por qué permite Dios que se destruya el mundo completamente en su propia iniquidad y pecado? ¿Por qué en su gracia restrictiva no pone límites al mal y al pecado, y una barrera que no se pueda pasar? jQué paciencia maravillosa la de Dios hacia este mundo pecador! ¡Qué maravilloso es su amor!

El envió al Hijo de su amor para morir por nosotros y salvamos; y porque los hombres no quieren ni pueden ver esto, permite cosas como guerras para castigamos y disciplinamos, para enseñamos y convencemos de nuestros pecados, y por sobre todo, para llamamos al arrepentimiento y a la aceptación de su oferta de gracia.

La pregunta vital para nosotros por tanto no es: «¿Por qué permite Dios la guerra?» Debemos asegurarnos que estamos aprendiendo la lección y arrepintiéndonos ante Dios por el pecado de nuestros propios corazones, y de la raza entera, que lleva a tales resultados.

Que Dios nos conceda comprensión y un verdadero espíritu de arrepentimiento a causa de su nombre.

Extracto del libro: “¿Por qué lo permite Dios?” del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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