A Satanás le encantaría convencerte de que él es “señor de todo”, aunque sabe que este título es exclusivo de Dios. El diablo gobierna “las tinieblas de este siglo” solamente y, por tanto, es un subordinado del Señor. Las fronteras de su imperio están delimitadas y definidas. Primero, el tiempo que gobierna este príncipe es “este siglo” y no más allá. Segundo, el lugar que rige es “este mundo” y no el Cielo. Y tercero, los súbditos a quienes manda son “las tinieblas de este siglo” y no los hijos de la luz.
Entonces, para empezar, el imperio de Satanás está limitado por el tiempo. “Este siglo” es un punto de tiempo limitado en cada una de sus fronteras por la vasta eternidad. En este escenario, el diablo hace el papel de príncipe. Pero cuando Cristo baje el telón final sobre este siglo, Satanás será expuesto delante de todos, se le quitará la corona y su espada se le romperá en la cabeza. Será echado del escenario con escarnio, convirtiéndose en prisionero eterno del Infierno. Ya no será una plaga para los cristianos, ni gobernará a los malos. En su lugar, tanto él como los miembros de su compañía, sufrirán la ejecución inmediata de la ira de Dios. Se terminará para siempre su larga carrera de actos viles.
Esta es la comisión de Cristo, y su obra no se acabará hasta que “haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia” (1 Cor. 15:24). Entonces, y solo entonces, entregará su Reino al Padre: “Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (v. 25). La cuestión no es si Cristo conseguirá someter a Satanás, sino cuándo lo hará.
El hecho de que los días de Satanás estén contados es mala noticia para los malvados. Los pecadores lo pasan bien en el presente y parecen creer que las cosas seguirán así siempre. Se les escucha reír, mientras los discípulos de Cristo lloran y se afligen. Ellos se visten de seda, mientras los cristianos se cubren con harapos. El diablo tiene cuidado de gratificar su naturaleza sensual, como el príncipe que premia a sus nobles con réditos y encomiendas. Como dijo Balac a Balaam: “¿No puedo yo honrarte?” (Nm. 22:37).
Parece extraño —y sin embargo no es de extrañar, considerando la naturaleza degenerada del hombre— ver cómo Satanás lleva a los pecadores asidos por la nariz con su gancho dorado. Si les pone como cebo el honor, la riqueza o el placer, sus corazones lo anhelan como el pez ansia el gusano. Puede conseguir que pequen por un pedazo de pan. Eso le pasó a Demas, quien abandonó el evangelio por el placer mundano.
Un corazón malo está tan ansioso de amontonar los premios prometidos por el diablo que pasa por alto la terrible paga que Dios amenaza con darle por la misma obra. Los que caen en las redes de Satanás son aquellos que deciden saciarse del fruto de la injusticia el cual brilla colgado del árbol de la tentación. Un bocado te hace desear más; ¡pero cuidado!, nada de lo que Satanás ofrece está libre de su maldición. Sus premios se hallan tan contaminados como él mismo: son veneno para el alma humana (1 Ti. 6:9).
¿No sería sabio, antes de negociar con el diablo, preguntar por la garantía de sus promesas? ¿Puede él afianzar el negocio y evitar un pleito con Dios? ¿Es capaz de garantizar que al morir no quedarás desamparado en otro mundo? Quede advertido el comprador: el tiempo demostrará que Satanás te ha estafado. “Pero si ya he empezado a cosechar los placeres que él ofrece, los disfruto ahora mismo —dice el pecador—. Tendría que esperar al Cielo para la mayoría de las promesas de Cristo”.
Pecador, tienes razón al decir que tu placer es ahora mismo, porque no puedes asegurarte de que dure ni un segundo más. Tu felicidad presente está pasando, y la de los cristianos, aunque futura, vendrá para no terminar nunca. Como Esaú, ¿perderás la herencia eterna del Reino de Dios por un plato de comida y la satisfacción inmediata? ¿Qué locura desesperada hace que los pecadores rechacen un poco de tribulación presente? Neciamente optan por enfrentarse a la ira eterna de Dios a cambio del corto festín que Satanás les ofrece ahora. Si el diablo te trata como un rey en esta vida, ¿qué comparación tiene eso con la eternidad?
Que esto aliente a los que pertenecen a Cristo: la tempestad puede ser recia, pero es temporal. Las nubes que ahora cubren tu cabeza pasarán, y tendrás buen tiempo, una bonanza eterna de gloria. ¿No puedes velar una hora con Cristo?
Pídele a la fe que mire por el ojo de la cerradura de las promesas, para ver lo que Dios tiene reservado para aquellos que le aman. Sirves a un Dios eternamente fiel a su pacto. Una vez que te has bañado en la fuente de sus tiernas misericordias, ¿cómo puedes parar a este lado de la eternidad, temiendo mojarte los pies con esos breves sufrimientos que, como un arroyo, corren entre ti y la gloria?
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall