Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. (Juan 21:16).
Esta pregunta fue dirigida por el Señor Jesús al apóstol Pedro. Una pregunta más importante que ésta no puede hacerse. Han pasado casi veinte siglos desde que se pronunciaron estas palabras, pero aun hoy en día la pregunta es altamente provechosa y escudriñadora. La disposición para amar a alguien constituye uno de los sentimientos más comunes que Dios ha implantado en la naturaleza humana. Desgraciadamente, la gente con demasiada frecuencia vuelca sus afectos sobre objetos que no son dignos, ni valen la pena. En este día quiero reclamar un lugar en nuestros afectos para la única Persona que es digna de los mejores sentimientos de nuestro corazón: el Señor Jesús, la Persona Divina que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros. Entre todos nuestros afectos no nos olvidemos de AMAR A CRISTO.
Este no es un tema para meros fanáticos o entusiastas, sino que merece la atención de todo cristiano que cree en la Biblia. Nuestro camino de salvación está estrechamente ligado al mismo. La vida o la muerte, el cielo o el infierno, dependen de la respuesta que demos a la pregunta sencilla y simple de: «¿Amas a Cristo?»
El verdadero cristiano no lo es por el solo hecho de haber sido bautizado; lo es por una razón más profunda. No lo es, tampoco, por el hecho de que un día a la semana, y por rutina, asiste a los cultos de alguna iglesia o capilla y el resto de la semana vive como si no hubiera Dios. El formalismo no es cristianismo. Un culto ciego y una adoración rutinaria no constituyen la verdadera religión. A este propósito, la Biblia nos dice: «Porque no todos los que son de Israel son israelitas» (Romanos 9:6). La lección práctica que podemos aprender de estas palabras es bien clara y evidente: no todos los que son miembros de la Iglesia visible de Cristo, son verdaderos cristianos.
La religión del verdadero cristiano está en su corazón y en su vida; es algo que siente en su corazón, y que otros pueden ver en su vida y conducta. Ha experimentado su pecaminosidad y culpabilidad, y se ha arrepentido. Ha visto en Jesucristo al Divino Salvador que su alma necesita y se ha entregado a Él. Ha dejado el viejo hombre con sus hábitos carnales y depravados y se ha revestido del nuevo hombre. Ahora vive una vida nueva y santa y habitualmente lucha contra el mundo, la carne y el diablo. Cristo mismo es el fundamento. Preguntadle en qué confía para el perdón de sus muchos pecados, y os contestará: «En la muerte de Cristo». Preguntadle en qué justicia confía para ser declarado inocente en el día del juicio, y os responderá: «En la justicia de Cristo». Preguntadle cuál es el ejemplo tras el cual se afana para conformar su vida, y os dirá: «El ejemplo de Cristo».
Pero por encima de todas estas cosas, hay algo que es verdaderamente peculiar en el cristiano; y este algo es su amor a Cristo. El conocimiento bíblico, la fe, la esperanza, la reverencia, la obediencia, son rasgos distintivos en el carácter del verdadero cristiano. Pero resultaría pobre esta descripción si se omitiera el amor hacia su Divino Maestro. No sólo conoce, confía y obedece, sino que también ama.
El rasgo distintivo del verdadero cristiano lo encontrarnos mencionado varias veces en la Biblia. La expresión «fe en el Señor Jesucristo» es bien conocida de muchos cristianos. Pero no olvidemos que en la Escritura se nos menciona el amor en términos casi tan fuertes. El peligro del que «no cree» es grande, pero el peligro del que «no ama» es igualmente grande. Tanto el no creer como el no amar constituyen sendos peldaños hacia la ruina eterna.
Oíd las palabras del apóstol Pablo a los corintios: «El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema» ( 1 Corintios 16 :22). Según San Pablo no hay posibilidad de salvación para el hombre que no ama al Señor Jesús; sobre este punto el apóstol no admite ningún paliativo o excusa. Una persona puede no tener nociones muy claras, y aun así salvarse; puede faltarle el valor y ser presa del temor, pero aun así, como Pedro, salvarse. Puede caer terriblemente, como David, pero sin embargo levantarse otra vez. Pero si una persona no ama a Cristo, no está en el camino de la vida; la maldición todavía está sobre él; camina por el sendero ancho que lleva a la condenación.
Oíd lo que el apóstol Pablo dice a los efesios: «La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable» (Efesios 6 :24). En estas palabras el Apóstol expresa sus buenos deseos y su buena voluntad hacia todos los verdaderos cristianos. Sin duda alguna, a muchos de estos no les había visto nunca. Es de suponer que muchos de estos cristianos en las iglesias primitivas, eran débiles en la fe, en el conocimiento y en la abnegación. ¿Con qué palabras designará el apóstol a los tales? ¿Qué palabras usará para no desalentar a los hermanos débiles? Pablo escoge una expresión general que exactamente describe a todo cristiano verdadero bajo un nombre común. No todos habían alcanzado el mismo grado en doctrina o en práctica, pero todos amaban a Cristo en sinceridad.
Oíd lo que el mismo Señor Jesús dice a los judíos: «Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais». (Juan 8 :42). Vio como sus extraviados enemigos estaban satisfechos con su condición espiritual por el hecho de que, según la carne, eran descendientes de Abraham. Vio a estos judíos -como hoy ve a muchos ignorantes que profesan ser cristianos- que por el mero hecho de haber sido circuncidados y pertenecer al pueblo judío, ya se consideraban hijos de Dios. Jesús establece el principio general de que nadie es hijo de Dios, a menos que ame al Unigénito Hijo de Dios. Muchos que profesan ser cristianos harían bien en recordar que este principio se aplica tanto a ellos como a los judíos. Si no hay amor a Cristo, no hay filiación Divina.
Por tres veces el Señor Jesús, después de su resurrección, dirigió al apóstol Pedro la misma pregunta: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?» (Juan 21 :15-17). Con dulzura el Señor Jesús quería recordar al discípulo extraviado su triple negación. Y antes de restaurarle públicamente para que alimentara a la Iglesia, el Señor exige de Pedro una nueva confesión de fe. Observemos que no le hizo preguntas como las de: «¿Crees tú?» «¿Te has convertido?» «¿Estás dispuesto a confesarme?» «¿Me obedecerás?» Sino que simplemente le preguntó: «¿Me amas?» La pregunta, en toda su simplicidad, era en extremo escudriñadora. La persona menos instruida podría entenderla; sin embargo, por simple y sencilla que fuera, era suficiente para probar la realidad de la profesión de fe del apóstol más avanzado. Si una persona ama verdaderamente a Cristo, su condición espiritual es satisfactoria.
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle