En BOLETÍN SEMANAL

Así como justamente hemos rechazado antes la opinión de Platón, de que todos los pecados proceden de la ignorancia, también hay que condenar la de los que piensan que en todo pecado hay malicia deliberada, porque también sabemos por experiencia que muchas veces caemos con toda la buena intención. Nuestra razón está presa por tanto desvarío, y sujeta a tantos errores; encuentra tantos obstáculos y se ve en tanta perplejidad muchas veces, que está muy lejos de encontrarse capacitada para guiarnos por el debido camino. Sin lugar a dudas, el apóstol san Pablo muestra cuán falta de fuerzas se encuentra la razón para conducirnos por la vida, cuando dice que nosotros no somos aptos para pensar algo como de nosotros mismos (2 Cor. 3:5). No habla de la voluntad ni de los afectos, pero nos prohibe suponer que está en nuestra mano ni siquiera pensar el bien que debemos hacer.

¿Cómo?, dirá alguno. ¿Tan depravada está toda nuestra habilidad, sabiduría, inteligencia y disposición, que no puede concebir ni pensar cosa alguna aceptable a Dios? Confieso que esto nos parece excesivamente duro, pues no consentimos fácilmente que quieran privarnos de la agudeza de nuestro entendimiento, que consideramos el más valioso don que poseemos. Pero el Espíritu Santo, que sabe que todos los pensamientos de los sabios del mundo son vanos y que claramente afirma que todo cuanto el corazón del hombre maquina e inventa no es más que maldad (Sal.94:11; Gen.6:3), juzga que ello es así.

Si todo cuanto nuestro entendimiento concibe, ordena e intenta es siempre malo ¿cómo puede pensar algo grato de Dios, a quien únicamente puede agradar la justicia y la santidad? Y por ello se puede ver que, doquiera que se vuelva nuestro entendimiento, está sujeto a la vanidad. Esto es lo que echaba muy en falta David de sí mismo cuando pedía entendimiento para conocer bien los mandatos de Dios (Sal. 119:34), dando a entender con tales palabras que no le bastaba su entendimiento, y que por ello necesitaba uno nuevo. Y esto no lo pide una sola vez, sino hasta casi diez veces reitera tal petición en un mismo salmo, mostrando así cuánto necesitaba conseguir esto de Dios. Y lo que David pide para sí, san Pablo lo suele pedir en general para todas las iglesias: «No cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor… » (Col. 1:9- 10; Flp. 1:4). Adviértase que al decir que ello es un beneficio de Dios equivale a proclamar que no estriba en la facultad del hombre.

San Agustín ha experimentado hasta tal punto esta deficiencia de nuestro entendimiento en orden a entender las cosas divinas, que confiesa que no es menos necesaria la gracia del Espíritu Santo para iluminar nuestro entendimiento, que lo es la claridad del sol para nuestros ojos. Y no satisfecho con esto, como si no hubiera dicho bastante, se corrige diciendo que nosotros abrimos los ojos del cuerpo para ver la claridad del sol, pero que los ojos de nuestro entendimiento siempre estarán cerrados, si el Señor no los abre.

En cada momento nuestro espíritu depende de Dios. Además, la Escritura no dice que nuestro entendimiento es iluminado de una vez para siempre, de manera que en adelante pueda ver ya por sí mismo. Porque la cita de san Pablo poco antes mencionada, se refiere a una ininterrumpida continuidad y progreso de los fieles. Y claramente lo da a entender David con estas palabras: «Con todo mi corazón te he buscado; no me dejes desviarme de tus mandamientos» (Sal. 119:10). Pues, aunque fue regenerado y había aventajado a los demás en el temor de Dios, sin embargo, confiesa que necesita a cada momento ser enderezado por el buen camino, a fin de no apartarse de la doctrina en la que ha sido instruido. Por eso en otro lugar pide que le sea renovado el espíritu de rectitud, que por su culpa había perdido (Sal. 51:10), porque a Dios pertenece devolvernos lo que por algún tiempo nos había quitado, igual que dárnoslo al principio.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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