En BOLETÍN SEMANAL
Os invito a poner atención solamente a este asunto porque es de vital importancia. Mi primera observación es esta: después de todo, cuan pequeña es esta demanda que Dios nos hace. ¡Pedid! Es lo menos que puede esperar de nosotros, posiblemente, y no es más de lo que nosotros comúnmente exigimos de quien necesita nuestra ayuda. Esperamos que un pobre pida, y si lo hace no le echamos la culpa de su carencia. Si Dios da al que pide, y nosotros seguimos en la pobreza, ¿de quién es la culpa? ¿No es la culpa más grave? ¿No da la impresión de que estuviéramos fuera de orden con Dios, de modo que ni siquiera condescendemos a pedirle un favor? Ciertamente debe de haber en nuestros corazones una secreta enemistad con Él, o de otro modo en vez de ser una necesidad indeseable sería considerado un gran placer.

​Texto: «Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites.” Santiago 4:2-3.

Sin embargo, hermanos, nos guste o no, recordad: pedir es la regla del reino. «Pedid y recibiréis.» Es una regla que nunca será alterada en el caso de nadie. Nuestro Señor Jesucristo es el hermano mayor de la familia, pero Dios no ha aflojado la regla para El. Recordad este texto: «Jehová dice a su Hijo: «Pídeme y te daré por heredad las gentes y por posesión tuya los términos de la tierra.» Si el Hijo de Dios, real y divino no puede ser excluido de la regla de pedir, se relaja en favor nuestro. Dios bendecirá a Elías y enviará lluvia a Israel, pero Elías debe orar por ello. Si la nación elegida ha de prosperar, Samuel debe suplicar al respecto. Si los judíos han de ser liberados, Daniel debe interceder. Dios bendecirá a Pablo, las naciones serán convertidas por su trabajo, pero Pablo debe orar. Oró sin cesar. Sus epístolas muestran que nada esperaba sino era pidiéndolo.
Además, está claro, aun al pensador más superficial, que hay algunas cosas necesarias para la iglesia de Dios que no podemos obtener de otro modo que no sea por la oración. Podéis tener al hombre astuto del que os hablé; y la nueva iglesia, el nuevo órgano, y el coro podéis obtenerlos sin oración. Pero no podréis obtener la unción celestial: el don de Dios no se puede comprar con dinero. Algunos miembros de una iglesia en una primitiva aldea de América pensaban que podrían levantar una congregación colgando una muy hermosa araña de luces en la casa de reuniones. La gente hablaba de la araña, y algunos iban a verla, pero la luz pronto comen-zó a disminuir. Tú puedes comprar toda clase de pintura, bronce, muselina, azul, escarlata y lino fino, junto con flautas, arpas, gaitas, salterios y todo tipo de música– todo ello sin oración; en realidad, sería una impertinencia orar por tales cosas; pero no puedes tener el Espíritu Santo sin oración. «El sopla de dónde quiere.» No se acercará por ningún proceso o método controlado por nosotros, sino por el pedir. No hay medios mecánicos que puedan sustituir su ausencia. La oración es la gran puerta de las bendiciones espirituales, y si la cerráis dejáis afuera el favor.
Hermanos amados, ¿no pensáis que este pedir que Dios requiere es un privilegio muy grande? Supongamos que se ha publicado un edicto según el cual no puedes orar. Por cierto sería una dificultad. Si la oración interrumpiera el flujo de la bendición en lugar de aumentarlo, sería una triste calamidad. ¿Has visto a un mudo bajo una fuerte excitación, o sufriendo un gran dolor, y debido a ello deseoso de hablar? Es un espectáculo terrible. Se le desfigura el rostro, el cuerpo lo agita en forma atroz. El mudo se retuerce y sufre en espantosa angustia. Cada miembro lo contorsiona con el deseo de ayudar a la lengua, pero no puede romper sus ligaduras. Cavernosos sonidos salen de su pecho, y tartamudeos ineficaces como el habla tratan de atraer la atención. Todo ello no alcanza el nivel que nosotros podríamos llamar de expresión. El sufrimiento de la pobre criatura es indescriptible. Supongamos que nuestra naturaleza espiritual estuviera llena de deseos intensos, y sin embargo, estuviera muda en cuanto a la expresión en oración. Pienso que ello sería una de las aflicciones más espantosas que pudiera sobrevenirnos. Estaríamos terriblemente lisiados y desmembrados y nuestra agonía sería abrumadora. ¡Bendito sea su nombre! El Señor establece una forma de expresión y pide a nuestro corazón que le hable.
Amados, debemos orar. Me parece que debiera ser la primerísimo cosa por hacer cuando estamos en medio de la necesidad. Si los hombres estuvieran en buena relación con Dios y le amaran de verdad, orarían de forma tan natural como respiran. Es mi esperanza que algunos de nosotros estemos en una buena relación con Dios y no tengamos que ser arrastrados a la oración, porque en nosotros ello ha llegado a ser un instinto natural. Ayer un amigo me contó la historia de un niñito alemán, historia que a su pastor le gusta narrar. El niñito amado, creía en su Dios, y se deleitaba en la oración. Su maestro estaba exigiendo a los estudiantes que llegaran a la escuela a tiempo, y este pequeño estaba tratando de cumplir con ella. Pero el papá y la mamá eran personas lentas, y una mañana, solamente por falta de ellos, el niño salió de casa en el momento en que el reloj marcó la hora del inicio de las clases. Un amigo que estaba cerca del niño lo oyó clamar: «Querido Dios, concédeme que pueda llegar a tiempo a la escuela.» La persona que lo oyó pensó que por esta vez la oración no podría ser contestada, porque ya había llegado la hora, y aún le quedaba camino por recorrer. Tenía curiosidad por saber el resultado. Ahora bien, esa mañana ocurrió que el maestro, al tratar de abrir la puerta de la escuela, dio una vuelta al revés a la llave, y no pudo mover el pestillo, viéndose en la necesidad de llamar a un cerrajero para abrir la puerta. Hubo una dilación, y cuando la puerta fue abierta, nuestro pequeño amigo entró con el resto, a tiempo. Dios tiene muchas formas de conceder nuestros deseos. Fue muy natural que un niño que realmente amaba a Dios, le hablase a Él de su problema en vez de ponerse a llorar y a gimotear. ¿No debiera ser natural que tú y yo espontáneamente y de inmediato le contáramos al Señor nuestra primera necesidad?
¡Ay! Según la Escritura y por la observación, me duele añadir, según la experiencia, que la oración con frecuencia es la última cosa. Mirad al hombre enfermo del Salmo 107.
Los amigos le traen diversos alimentos, pero su alma abo¬rrece todo tipo de comida. Los médicos hacen lo que pueden por sanarle, pero se agrava más y más, y llega cerca de las puertas de la muerte: «Clamaron a Jehová en su angustia.» Lo que debió ser primero lo hicieron al final. «Llamen al doctor. Prepárenle alimentos. Envuélvanlo en mantas.» Todo está muy bien, pero, ¿habéis orado a Dios? Dios será invocado cuando la situación se hace desesperada. Mirad a los marineros descritos en el mismo salmo. El barco está a punto de naufragar. «Suben hasta el cielo, descienden a los abismos; sus almas se derriten con el mal.» Todavía hacen todo lo que pueden para escapar de la tormenta; pero cuando «tiemblan y titubean como ebrios, y toda ciencia es inútil. Entonces claman a Jehová en su angustia, y los libra de sus aflicciones.» ¡Oh, sí! Buscan a Dios cuando se ven arrinconados y próximos a perecer. Y ¡qué misericordia es que Él escuche oraciones tan tardías, y libere a los suplicantes de sus angustias! Pero, ¿debiera ser así contigo, conmigo y con las iglesias en decadencia decir: «Oremos día y noche hasta que el Señor venga a nosotros. Reunámonos unánimes en un lugar, y no nos separemos hasta que descienda sobre nosotros la bendición»?
Sabéis hermanos, ¿qué grandes cosas podríais tener con solo pedir? Todos los cielos están al alcance del hombre que pide. Todas las promesas de Dios son ricas e inagotables, y su cumplimiento puede lograrse por la oración. Jesús dice: «Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre,» y Pablo dice: ‘Todo es vuestro,» y vosotros de Cristo.» ¿Quien no podría orar cuando todas las cosas nos son entregadas de esa manera? Sí y promesas que al principio fueron hechas a individuos especiales, son todas hechas para nosotros si sabemos cómo pedirlas en oración. Israel cruzó el Mar Rojo hace muchos años; sin embargo, leemos en el Salmo sesenta y seis: «Allí en Él nos alegramos.» Sólo Jacob estaba presente en Peniel, sin embargo, Oseas dice: «Allí habló con nosotros.»
Pablo quiere darnos una gran promesa para los tiempos de necesidad, y cita del Antiguo Testamento: «Porque Él dijo: No te desampararé, ni te dejaré.» ¿De dónde sacó eso Pablo? Es la seguridad que Jehová da a Josué: «No te dejaré, ni te desampararé.» ¿Es seguro que la promesa era para Josué solamente?. No; es para nosotros. «Ninguna escritura es de interpretación privada.» Toda la Escritura es nuestra. Mirad como Dios aparece a Salomón de noche y le dice: «Pide lo que quieras que yo te dé.» Salomón pide sabiduría. «Oh, ese es Salomón,» dices tú. Oíd: «Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios.» Dios dio a Salomón riqueza y fama dentro del trato. ¿No es peculiar Salomón? No, porque de la verdadera sabiduría se dice: «Largura de días está en su mano derecha; en su izquierda, riquezas y honra»; y esto no difiere mucho de las palabras de nuestro Salvador: «Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas:» Así podéis ver que las pro¬mesas del Señor tienen muchos cumplimientos y siguen esperando para derramar sus tesoros en el regazo de la oración. ¿No eleva esto la oración a un alto nivel, cuando Dios está dispuesto a repetir en nosotros las biografías de sus santos, cuando espera mostrar su gracia y cargarnos con sus beneficios?
Mencionar otra verdad que debiera hacernos orar, y es ésta, que si nosotros pedimos, Dios nos dará mucho más de lo que pedimos. Abraham pidió a Dios que Ismael pudiera vivir. Pensaba «Seguramente él es la simiente prometida: no puedo esperar que Sara pueda engendrar un hijo en su vejez. Dios me ha prometido una simiente, y seguramente es este hijo de Agar. Ojala Ismael pueda vivir delante de ti.» Dios le concedió esto, pero también le dio a Isaac, y todas las bendiciones del pacto. Allá está Jacob, se arrodilla a orar, y pide al Señor que le dé «pan para comer y vestido para vestir.» Pero, ¿qué le dio Dios? Cuando volvió a Betel, tenía dos campamentos, miles de ovejas y camellos, y mucha riqueza. Dios le había oído y habían hecho mucho más abundantemente por encima de lo que había pedido. De David se dice: «vida te demandó y le diste largura de días,» sí, no solamente le dio largura de días para él mismo sino un trono para sus hijos para todas las generaciones, hasta que David se sentó delante de Jehová, abrumado por la bondad de Dios.
«Bueno,» dices, «pero, ¿vale eso para las oraciones del Nuevo Testamento?» Sí, así ocurre con las que oran en el Nuevo Testamento, sean santos o pecadores. Traen un hombre paralítico a Cristo y le piden que lo sane, y él dice: «Hijo, tus pecados te son perdonados.» El no había pedido eso, ¿verdad? No, pero Dios da cosas más grandes que las que pedimos. Escuchad la humilde oración de aquel pobre ladrón moribundo, «Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.» Jesús le responde: «Hoy estarás conmigo en el paraíso.» No soñaba con tal honor. Aun la historia del hijo pródigo nos enseña esto. El había resuelto decir: «No soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.» ¿Cuál fue la respuesta? «Este mi hijo muerto era, y ha revivido; sacad el mejor vestido y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies.» Una vez que has entrado en la posición de uno que pide, tendrás lo que no has pedido y nunca pensaste recibir. El texto con frecuencia se cita mal: Dios es poderoso para hacer «todas las cosas mucho más abundantemente de lo que podemos pedir o entender.» Nosotros podríamos pedir, con sólo ser un poco más sensibles y con tener más fe, cosas de las más grandes, pero Dios está dispuesto a darnos infinitamente más de lo que pedimos.
En este momento creo que la iglesia de Dios podría tener bendiciones inconcebibles si sólo estuviera dispuesta a orar ahora. ¿Has notado alguna vez el maravilloso cuadro del capítulo ocho de Apocalipsis? Es digno de ser considerado con mucho cuidado. No intentaré explicarlo en sus conexiones, sino que voy a señalarle simplemente el cuadro tal como se presenta. Leemos: «Cuando abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo como por media hora.» Silencio en el cielo: ¡no había himnos! ¡No había aleluya, ni ángel que moviera un ala! ¡Silencio en el cielo! ¿Podéis imaginaros?  ¡Y mirad! Veis siete ángeles de pie delante de Dios, a los que son entregadas siete trompetas. Allí esperan trompeta en mano, pero no hay sonidos. Ninguna nota de alegría o de advertencia durante un intervalo que fue suficientemente largo para provocar vivas emociones, pero suficientemente breve como para evitar la impaciencia. Un silencio ininterrumpido, profundo y terrible reinaba en el cielo. La acción se suspende en el cielo, el centro de toda actividad. «Y otro ángel vino y se paró junto al altar, con un incensario de oro.» Allí se para, pero no presenta ofrenda alguna; todo está quieto y en silencio. ¿Qué será lo que lo pueda poner en movimiento? Y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono. La oración es presentada junto con el mérito del Señor Jesús.
Ahora, ved lo que aconteció. «Y de la mano del ángel; subió a la presencia de Dios el humo del incienso con las oraciones de los santos.» Ese es la clave de todo el asunto. Ahora veréis: el ángel comienza su tarea. Toma el incensario, lo llena con el fuego del altar, y lo arroja en tierra, «y hubo truenos, voces y relámpagos, y un terremoto.» «Y los siete ángeles que tenían las siete trompetas se dispusieron a tocarlas.» Ahora todo se empieza a mover. Tan pronto como las oraciones de los santos fueron mezcladas con el incienso del mérito eterno de Cristo, y el humo comenzó a subir desde el altar, entonces las oraciones se hicieron eficaces. Cayeron las brasas vivas entre los hijos de los hombres, mientras los ángeles de la divina providencia, que aún estaban quietos, hicieron sonar sus truenos y se hace la voluntad del Señor. Tal es la escena en el cielo, en cierta medida, aun hasta el día de hoy. Trae hasta aquí el incienso. Trae hasta aquí las oraciones de los santos. Les enciende el fuego con los muertos de Cristo, y sobre el altar de oro deja que humeen delante del Altísimo. Entonces veremos al Señor en acción y su voluntad será hecha en la tierra como en el cielo. Dios envíe su bendición con estas palabras, por amor de Cristo. Amén.

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar