Si vamos al Nuevo Testamento, ¡sobre cuán firmes fundamentos se asienta su verdad! Tres evangelistas cuentan la historia en estilo sencillo y común. Los hombres altivos y orgullosos desdeñan esta simplicidad; y la causa realmente es que no consideran los principales puntos de la doctrina, de los cuales fácilmente se deduciría que los evangelistas trataron de los misterios celestiales más altamente de lo que el entendimiento humano puede alcanzar. Ciertamente, cualquiera que tuviere siquiera un poco de honradez quedará confuso al leer el primer capítulo de san Lucas.
Asimismo, los sermones de Jesucristo, que los tres evangelistas cuentan, no permiten que su doctrina sea menospreciada. Mas sobre todos ellos, el evangelista san Juan, como quien truena desde el cielo, echa por tierra más poderosamente que un rayo la obstinación de aquellos que no se sujetan a la obediencia de la fe.
Que se muestren en público todos estos censores que gozan desautorizando la Escritura y desarraigándola de su corazón y del de los demás. Lean el evangelio de san Juan y, quieran o no, allí hallarán mil sentencias que por lo menos los despertarán del sueño en que están. Y aún más, cada una de ellas será como un cauterio de fuego que abrase sus conciencias, para que refrenen sus risas. Lo mismo se ha de entender de san Pablo y de san Pedro, cuyos escritos, aunque la mayor parte de la gente no los pueda acabar de entender, no obstante tienen tal majestad celestial que los refrenan y tienen a raya. Aunque no hubiese más que esto, basta para elevar su doctrina sobre cuanto hay en el mundo, a saber, que san Mateo, el cual antes vivía sólo para cobrar sus ganancias y derechos, san Pedro y san Juan, acostumbrados a pescar con sus barcas, y todos los demás apóstoles, hombres rudos e ignorantes, ninguna cosa habían aprendido en la escuela de los hombres que pudieran enseñar a los demás. En cuanto a san Pablo, después de haber sido no solamente enemigo declarado, sino hasta cruel y sanguinario, al convertirse en un hombre nuevo demostró claramente con su cambio súbito y nunca esperado que se veía forzado por la voluntad y potencia divinas a sostener la doctrina que había perseguido. Ladren estos perros cuanto puedan, diciendo que el Espíritu Santo no descendió sobre los apóstoles; tengan por fábula una historia tan evidente; a pesar de ello, el mismo hecho testifica que los apóstoles fueron enseñados por el Espíritu Santo, ya que los que antes eran menospreciados por el pueblo, de repente comenzaron a tratar admirablemente los profundos misterios de Dios.
El valor perenne de la Escritura:
Hay todavía otras buenas razones, por las que se prueba que el común acuerdo de la Iglesia no es cosa de poca importancia. Porque no se debe tener en poco el que a través de tantos siglos como han pasado después de la publicación de la Escritura, haya habido común y perpetuo acuerdo en obedecerla. Y aunque Satanás se ha esforzado de diversas maneras en oprimirla, destruirla y aun borrarla totalmente de la memoria de los hombres, con todo, ella, como la palmera, siempre permaneció inexpugnable y victoriosa. Porque casi no hubo en los tiempos pasados ni filósofo ni retórico famoso que no haya empleado su entendimiento contra ella; pero no consiguieron nada. Todo el poder de la tierra se armó para destruirla, mas todos sus intentos se convirtieron en humo y nada. ¿Cómo hubiera resistido siendo tan duramente acometida por todas partes, si no hubiera tenido más ayuda que la de los hombres?
Por ello más bien se debe concluir que la Escritura Santa que tenemos es de Dios, puesto que, a pesar de toda la sabiduría y poder del mundo, ha permanecido en pie por su propia virtud hasta hoy. Nótese, además, que no fue una sola ciudad, ni una sola nación, las que consintieron en admitirla, sino que en toda la amplitud de la tierra ha alcanzado autoridad por un común consentimiento de pueblos y naciones tan diversos que, por otra parte, en ninguna otra cosa estaban de acuerdo. Siendo, pues, esto así, tal acuerdo de naciones tan diversas, que en lo demás están en desacuerdo entre sí, debe conmovernos, pues ciertamente que tampoco convendrían en esto si Dios no las uniese; sin embargo esta consideración tendrá más peso cuando contemplemos la piedad de los que han consentido en admitir la Escritura. No me refiero a todos, sino a aquellos que el Señor ha puesto como antorchas de su Iglesia para que la iluminen.
—
Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino