No es menester discutir ni traer muchos argumentos para mostrar qué testimonios y muestras ha dado Dios en cuanto a lo que ha creado para dar a conocer su Divina Majestad. Porque por esta breve relación se ve que donde quiera que esté el hombre, se le presentarán y pondrán ante sus ojos estos testimonios de Dios, de manera que es muy fácil verlos y mostrarlos. Aquí también se ha de notar que somos invitados a un conocimiento de Dios, no tal cual muchos se imaginan, que ande dando vueltas en el entendimiento con vanas especulaciones, sino que sea sólido y produzca fruto cuando arraigue y se asiente bien en nuestros corazones. Porque Dios se nos manifiesta por sus virtudes, por las cuales, cuando sentimos su fuerza y efecto dentro de nosotros, y gozamos de sus beneficios, entonces seremos afectados mucho más vivamente por este conocimiento, que si nos imaginásemos a un Dios que ni lo viésemos ni lo entendiésemos. De donde deducimos que es éste el mejor medio y el más eficaz que podemos tener para conocer a Dios: no penetrar con atrevida curiosidad ni querer entender en detalle la esencia de su Divina Majestad, la cual más bien hay que adorar y no investigar curiosamente, sino contemplar a Dios en sus obras, por las cuales se nos aproxima y se nos hace más familiar y en cierta manera se nos comunica.
En esto pensaba el Apóstol cuando dijo (Hch. 17:27-28) “…no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y somos”. Por eso David, después de confesar que «su grandeza es inescrutable» (Sal. 145:3), al hablar luego de las obras de Dios dice que Él hablará de ellas. Por lo cual nos alienta a que pongamos tal diligencia en buscar a Dios, que se enriquezca nuestro entendimiento, que lo perciba vívidamente y provoque nuestra admiración, como en cierto lugar enseña san Agustin: puesto que nosotros no lo podemos comprender, a causa de la distancia entre nuestra bajeza frente a su grandeza, es menester que pongamos los ojos en sus obras, para recrearnos con su bondad.
Necesidad de la vida eterna
Además de eso, ese conocimiento no sólo debe incitarnos a servir a Dios, sino también nos debe recordar y llenar de la esperanza de la vida futura. Porque si consideramos que los testimonios y muestras que Dios nos ha dado tanto de su clemencia como de su severidad, no son más que un comienzo y que no son perfectos, conviene que pensemos que Él no hace más que poner la levadura para amasar, según se dice, probarnos para después hacer su obra, cuya manifestación y entero cumplimiento se difiere para la otra vida. Por otra parte, viendo que los piadosos son ultrajados y oprimidos por los impíos, injuriados, calumniados, perseguidos y afrentados, y que, por otra parte, los malos florecen, prosperan, y que con toda tranquilidad gozan de sus riquezas y dignidades sin que nadie se lo impida, debemos concluir que habrá otra vida en la cual la maldad tendrá su castigo, y la justicia su merced. Y además, cuando vemos que los fieles son muchísimas veces castigados con azotes de Dios, debemos tener como cosa ciertísima que mucho menos escaparán los impíos en lo venidero en cuanto a los castigos de Dios. Muy a propósito viene una sentencia de san Agustín: “Si todos los pecados fuesen ahora públicamente castigados, se creería que ninguna cosa se reservaba para el último día del juicio: por otra parte, si Dios no castigase ningún pecado públicamente, se creería que ya no hay Providencia divina”. Así que debemos confesar que en cada una de las obras de Dios, y principalmente en el orbe, están pintadas, como en una tabla, las virtudes y poder de Dios, por las cuales todo el linaje humano es convidado y atraído a conocer a este gran Artífice y, de aquí, a la verdadera y perfecta felicidad. Y aunque las virtudes de Dios estén expuestas a lo vivo y se muestren en todo el mundo, solamente las entendemos cuánto valen y para qué sirven, cuando descendemos a nosotros mismos y consideramos los caminos y modos en que el Señor despliega para nosotros su vida, sabiduría y virtud, y ejercita con nosotros su justicia, bondad y clemencia. Porque, aunque David (Sal.92:6) se queje justamente de que los incrédulos son necios por no considerar los profundos designios de Dios en cuanto al gobierno del género humano, con todo, es ciertísimo lo que él mismo dice en otro lugar (Sal. 40:11): que las maravillas de la sabiduría de Dios son mayores en número que los cabellos de nuestra cabeza….
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino