Veamos cuáles son estas objeciones y veamos si son tan insuperables como parecen ser.
La primera objeción se basa en el carácter de los textos bíblicos. Alguien podría decir: «Supongamos que se trata de documentos históricos fidedignos, ¿no será justamente ese uno de los problemas? Si es evidente que son documentos históricos, entonces son documentos humanos. Son selectivos con respecto a su contenido. Usan el lenguaje limitado, y a veces figurado de la época en que fueron escritos. Los relatos paralelos revelan distintos puntos de vista sostenidos por diferentes autores. La terminación literaria del material varía. ¿Eso es lo que habría de esperar de una revelación divina? ¿No prueba esto que lo que en realidad tenemos entre manos es simplemente un libro humano?
No nos incumbe a nosotros, sin embargo, decir de qué forma tendría que ser dada la revelación divina, ni insistir en que la revelación no puede ser divina porque tiene determinadas características. Es evidente que nada humano puede ser un vehículo apropiado para la verdad de Dios. Pero Dios no está imposibilitado para rebajarse al lenguaje humano y transmitir su verdad infalible. Calvino comparó las acciones de Dios a las de una madre que usa un lenguaje infantil para comunicarse con su hijo. Se trata de una conversación limitada, ya que el niño no puede conversar al nivel de la madre. Pero, sin embargo, es una comunicación verdadera. Por lo tanto, el carácter de los documentos en sí no tiene importancia con respecto a la cuestión de la inerrancia.
Una segunda objeción a la inerrancia surge a partir de la primera. No se basa tanto en el carácter de los libros bíblicos sino en el hecho de que es evidente que son producciones humanas. «Errar es humano», sostienen estos críticos, «por lo tanto, la Biblia, al ser un libro humano, debe contener errores».
A simple vista este argumento parece resultar lógico, pero si lo examinamos más detenidamente, veremos que no necesariamente lo es. Si bien los seres humanos cometemos errores, no es necesariamente cierto que un individuo dado cometerá errores a toda hora y en todo lugar. Por ejemplo, el desarrollo de una ecuación científica para el propósito para el que es válida, es literalmente infalible. Lo mismo puede decirse de un aviso correctamente impreso que anuncia una reunión, las instrucciones para poner en marcha un automóvil y otras cosas. John Warwick Montgomery señala, al desarrollar este argumento: «Si bien es cierto que la producción de sesenta y seis libros que son inerrantes y complementarios, a lo largo de los siglos, y por parte de diferentes autores, es un emprendimiento de gran envergadura -a tal punto que apelamos con gozo al Espíritu de Dios para realizarlo-, no hay nada metafísicamente inhumano o contra la naturaleza humana en la realización de dicho emprendimiento».
Puede resultar instructiva la analogía entre la concepción y el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo y como nos llegó la Biblia. Leemos que cuando el Señor fue concebido en el vientre de la virgen María, el Espíritu Santo la cubrió con su sombra para que el hijo que iba a nacer fuera llamado «el Hijo de Dios» (Lc. 1:35). Lo divino y lo humano se encontraron en la concepción de Cristo, y el resultado fue humano y divino a la vez. Cristo fue un hombre real. Fue una persona en particular, un judío. Tenía un físico que podía pesarse y una apariencia que podía ser reconocida. Se le podría haber sacado una fotografía. Pero, también era el Dios Todopoderoso y sin pecado.
Podemos comparar la manera como el Espíritu Santo cubrió a la virgen María para que concibiera al Hijo de Dios humano en su vientre, con la forma como el Espíritu Santo cubrió las células cerebrales de Moisés, David, los profetas, los evangelistas, Pablo y otros escritores bíblicos, para que de sus mentes emanaran los libros que constituyen la Biblia. Sus escritos llevan las marcas de la personalidad humana. Varían en su estilo. Sin embargo, la fuente original es divina, y el toque humano no las tiñe de errores del mismo modo que el vientre de María no manchó de pecado al Salvador.
Una tercera objeción a la inerrancia se basa en el hecho de que se afirma que sólo los escritos originales son inerrantes, no así las copias que fueron hechas de los mismos con posterioridad, y en las que se basan nuestras traducciones contemporáneas. Como ningún ser vivo ha visto alguna vez estos escritos originales, y por lo tanto no podemos ni verificar ni desacreditar esta afirmación, ¿no se trata de un epistemológico sin sentido apelar a ellos? «¿Qué ocurre si existe un original inerrante?», podría argumentar alguien. «Como no lo tenemos, no tiene sentido afirmar que la Biblia es inerrante».
Pero, ¿acaso no tiene sentido hacerlo? No tendría sentido si las siguientes dos condiciones fuesen ciertas:
1) si el número de supuestos errores permaneciera constante cuando nos remontamos en el tiempo de copia en copia hacia los escritos originales, y
2) si los que creen en la infalibilidad apelaran a un original que difiere sustancialmente de las mejores copias de manuscritos que existen.
Pero ninguna de estas condiciones se cumple. Por el contrario, cuando se examinan las copias que se remontan en la dirección de los escritos perdidos, el número de errores textuales disminuye, lo que anima a suponer que si se pudiera llenar el intervalo entre los originales y el primero de los textos y fragmentos (algunos papiros del Nuevo Testamento se remontan al primer siglo), todos los supuestos errores desaparecerían… El evangélico conservador sólo apela a los escritos ausentes como autoridad por encima de los mejores textos existentes en aquellas instancias, limitadas y específicas, donde la evidencia independiente muestra que desde el principio pudo haber una alta probabilidad de errores transcripcionales.
Los que creen en la infalibilidad tratan los problemas textuales de la misma manera que un académico secular trata los problemas relacionados con cualquier documento antiguo. Sin embargo, debido al número y la variedad extraordinaria de los manuscritos bíblicos, no hay ningún motivo para dudar que los textos contemporáneos no son idénticos a los textos originales, excepto en muy pocos lugares. Y estas áreas problemáticas son conocidas por los comentaristas bíblicos.
Una cuarta objeción a la doctrina de la inerrancia tiene que ver con la función del lenguaje corno vehículo de la verdad. Algunos académicos sostienen que la verdad trasciende el lenguaje, de modo que la verdad de las Escrituras sólo puede hallarse en los pensamientos de las Escrituras más que en sus palabras. Pero, ¿esto tiene algún sentido? «Aceptar la inspiración de los pensamientos pero no de las palabras de los escritores bíblicos contradice las afirmaciones de las Escrituras, y además carece intrínsecamente de sentido. ¿Qué es un pensamiento inspirado expresado en un lenguaje no inspirado?», plantea Pinnock. Si la Biblia ha sido inspirada, debe haber sido verbalmente inspirada. Y una inspiración verbal es sinónimo de infalibilidad.
Para ser precisos, existen algunas partes en las Escrituras donde la elección de una palabra puede no hacer mucha diferencia para registrar un hecho o una doctrina. La manera como están expresados algunos versículos puede ser cambiada, como lo hacen los traductores para poder transmitir el significado real a una determinada cultura. Pero también existen otros lugares donde las palabras son cruciales, y una doctrina se verá afectada si no tomamos las palabras con la seriedad que ellas se merecen. Para poder tener una Biblia que tenga autoridad, es necesario que también tengamos una Biblia verbalmente inspirada y, en consecuencia, infalible; una Biblia que sea infalible en esta cuestión como también en otras. Esta opinión está de acuerdo con las propias enseñanzas de la Biblia y con la naturaleza del lenguaje.
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice