En BOLETÍN SEMANAL

…. pero la obediencia permanece

Así que la Ley sirve para exhortar a los creyentes, no para complicar sus conciencias con maldiciones. Incitándolos una y otra vez los despierta de su pereza y los estimula para que salgan de su imperfección. Hay muchos que por defender la libertad de la maldición de la Ley dicen que ésta ha sido abrogada y que no tiene valor para los creyentes – sigo hablando de la Ley moral -, no porque no siga prescribiendo cosas justas, sino únicamente para que ya no siga significa para ellos lo que antes, y no los condena ni les destruye pervirtiendo y confundiendo sus conciencias. San Pablo bien claramente muestra esta derogación de la Ley. Y que el Señor también la haya enseñado se ve claramente por el hecho de no haber refutado la opinión de que Él destruiría y haría vana la Ley, lo cual no hubiera hecho si no se le hubiera acusado de ello. Ahora bien, tal opinión no se hubiera podido difundir sin algún pretexto o razón, por lo cual es verosímil que nació de una falsa exposición de la doctrina de Cristo; pues casi todos los errores suelen tomar ocasión de la verdad. Por tanto, para no caer nosotros también en el mismo error, será necesario que distingamos cuidadosamente lo que está abrogado en la Ley, y lo que aún permanece en vigor.  

Cuando el Señor afirma que Él no había venido a destruir la Ley, sino a cumplirla, y que no faltaría ni una tilde hasta que pasasen el cielo y la tierra y todo se cumpliese (Mt. 5,17), con estas palabras muestra bien claramente que la reverencia y obediencia que se debe a la Ley no ha sido disminuida en nada por su venida. Y con toda razón, puesto que Él vino para poner remedio a las transgresiones. Así que de ningún modo es rebajada la doctrina de la Ley por Cristo, pues ella, enseñándonos y amonestándonos, con reprensiones y correcciones, nos prepara y forma para toda buena obra.

Llevando sobre sí nuestra maldición, Cristo nos hace hijos de Dios:

 Respecto a lo que dice san Pablo de la maldición, evidentemente no pertenece al oficio de instruir, sino solamente a la fuerza que tiene para aprisionar las conciencias. Porque la Ley no solamente enseña, sino que exige cuentas autoritariamente de lo que manda. Si no se hace lo que manda, y aún digo más, si halla deficiencias en alguna de las cosas que prescribe, al momento pronuncia la horrible sentencia de maldición. Por esta causa dice el Apóstol que todos los que dependen de las obras de la Ley están malditos, puesto que está escrito: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la Ley para hacerlas (Gál. 3:10; Dt. 17:16). Y dice que todos cuantos están debajo de la Ley no fundan su justicia en el perdón de los pecados, por el cual quedamos libres del rigor de la misma. Y por eso Pablo nos enseña que hemos de librarnos de las cadenas de la Ley, si no queremos perecer miserablemente en ellas. ¿De qué cadenas? De aquella rigurosa y dura exacción con que nos persigue, llevándolo todo con sumo rigor sin dejar falta alguna sin castigo.

Para librarnos de esta maldición, Cristo se hizo maldición por nosotros, porque está escrito: «Maldito todo el que cuelga del madero» (Dt. 21:23; Gál. 3:13). Y en el capítulo siguiente el Apóstol dice que Cristo estuvo sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban debajo de la Ley; pero en seguida añade: para que gozásemos del privilegio de hijos. ¿Qué quiere decir con esto? Para que no estuviésemos oprimidos por un cautiverio que tuviese apresadas nuestras conciencias con el horror de la muerte. No obstante, a pesar de todo, ha de quedar bien establecido que la autoridad de la Ley no es rebajada en absoluto, y que debemos profesarle la misma reverencia y obediencia.

Sus ceremonias quedan abolidas en cuanto al uso, porque Cristo ha realizado todos sus efectos:

La razón es distinta para la ley ceremonial, la cual no fue abolida en cuanto a su efecto, sino en cuanto a su uso. Y el que Cristo con su venida la haya hecho cesar, no le quita nada de su santidad, sino más bien la enaltece y ensalza. Porque así como se hubiera reducido antiguamente a una simple farsa, de no haberse mostrado en ella la virtud y eficacia de la muerte y resurrección de Jesucristo, igualmente si no cesara nos sería hoy imposible entender el fin para el que fueron instituidas. Y por eso san Pablo, para probar que su observancia no sólo es superflua, sino incluso nociva, dice que fueron sombra de lo que ha de venir, y que el cuerpo de las mismas se nos muestra en Cristo (Col. 2:17). Vemos, pues, cómo al ser abolidas las leyes ceremoniales resplandece mucho mejor en ellas la verdad que si aún siguiesen representando veladamente a Jesucristo, que ya ha aparecido públicamente. Y he aquí también por qué en la muerte de Jesucristo se rasgó el velo del templo en dos partes (Mt.27:51). Porque se había ya manifestado la imagen viva y perfecta de los bienes celestiales, que en las ceremonias antiguas aparecía solamente en sombras, según dice el autor de la epístola a los Hebreos (Heb. 10:1). A esto viene también lo que dice Cristo; que la Ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el Reino de Dios es anunciado (Lc. 16:16). No porque los patriarcas del Antiguo Testamento se hayan visto privados de la predicación que contiene en sí la esperanza de salvación y de vida eterna, sino porque solamente de lejos y como entre sombras vieron lo que nosotros hoy en día contemplamos con nuestros ojos.

Juan el Bautista da la razón de por qué fue necesario que la Iglesia comenzase por tales rudimentos para ir subiendo poco a poco; a saber, porque «la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.» (Juan 1:17). Porque si bien en los antiguos sacrificios se prometió la verdadera remisión de los pecados, y el arca de la alianza fue una cierta prenda del amor paternal de Dios, sin embargo, todo ello no hubiera pasado de ser una sombra, de no estar fundado en la gracia de Jesucristo, en quien únicamente se halla sólida y eterna firmeza.

De todas formas estemos bien seguros de que, aunque las ceremonias y ritos de la Ley hayan cesado, sin embargo, por el fin y la intención de las mismas se puede conocer perfectamente cuánta ha sido su utilidad antes de la venida de Cristo quien, al hacer que cesasen, ratificó con su muerte la virtud y eficacia de las mismas.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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