En BOLETÍN SEMANAL

Así como Dios se manifestó mucho más claramente con la venida de Cristo, así también las tres Personas han sido mucho mejor conocidas con su llegada. Nos basta entre muchos, este solo testimonio, el de San Pablo, quien de tal manera enlaza y junta estas tres cosas: Dios, fe y bautismo (Ef. 4:5), que argumentando de lo uno a lo otro concluye que, así como no hay más que una fe, igualmente no hay más que un Dios; y puesto que no hay más que un bautismo, no hay tampoco más que una fe. Y así, si por el bautismo somos introducidos en la fe de un solo Dios para honrarle, es necesario que tengamos por Dios verdadero a Aquel en cuyo Nombre somos bautizados. Y no hay duda de que Jesucristo al mandar bautizar en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28:19) ha querido declarar que la claridad del conocimiento de las tres Personas debía brillar con mucha mayor perfección que antes. Porque esto es lo mismo que decir que bautizasen en el Nombre de un solo Dios, el cual con toda evidencia se ha manifestado en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De donde se sigue claramente que hay tres Personas que subsisten en la esencia divina, en las cuales se conoce a Dios.

Y ciertamente, puesto que la fe no debe andar mirando de acá para allá, ni haciendo multitud de discursos, sino poner los ojos en un solo Dios y llegarse a Él y estarse allí, fácilmente se concluye que, si hubiese muchas clases de fe, sería necesario también que hubiese muchas clases de dioses. Y como el bautismo es el sacramento de la fe, él nos confirma que Dios es uno. De aquí también se concluye que no es lícito bautizar más que en el Nombre de un solo Dios, puesto que creemos en Aquel en cuyo Nombre somos bautizados.

Así pues, ¿qué es lo que quiso Cristo cuando mandó bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sino que debíamos creer con una misma fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo? ¿Y qué es esto sino afirmar abiertamente que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios? Ahora bien, si debemos tener como indubitable que Dios es uno y que no existen muchos dioses, hay que concluir que el Verbo o Palabra y el Espíritu no son otra cosa sino la esencia divina. Y por ello los arrianos andaban del todo descaminados al confesar la divinidad del Hijo, al paso que le negaban la sustancia de Dios. Y lo mismo ocurría con los macedonianos, que por el Espíritu Santo no querían entender más que los dones de gracia que Dios distribuye a los hombres. Porque como la sabiduría, la inteligencia, la prudencia, la fortaleza y el temor de Dios provienen de Él, así también Él sólo es el Espíritu de sabiduría, de prudencia, de fortaleza y de las demás virtudes. Ni hay en Él división alguna, según la diversa distribución de las gracias, sino que permanece siempre todo entero, aunque las gracias se distribuyan diversamente (1 Cor. 12:11).

Distinción de las tres Personas sin división de la esencia

Por otra parte, la Escritura nos muestra cierta distinción entre el Padre y el Verbo, y entre el Verbo y el Espíritu Santo; lo cual hemos de considerar con gran reverencia y sobriedad, según lo requiere la majestad de tan alto misterio. Por ello me agrada sobremanera esta sentencia de Gregorio Nacianceno: «No puedo», dice, «concebir en mi entendimiento uno, sin que al momento me vea rodeado del resplandor de tres; ni puedo diferenciar tres, sin que al momento se vea reducido a uno»‘. Guardémonos, pues, de imaginar en Dios una Trinidad de Personas que impida a nuestro entendimiento reducirla al momento a unidad. Las palabras Padre, Hijo y Espíritu Santo, denotan sin duda una distinción verdadera, a fin de que nadie piense que se trata de títulos atribuidos a Dios según las diversas maneras como se muestra en sus obras; pero hay que advertir que se trata de una distinción, y no de una división.

Los testimonios ya citados muestran suficientemente que el Hijo tiene su propiedad distinta del Padre. Porque el Verbo no estaría en Dios, si no fuera otra Persona distinta del Padre; ni tendría su gloria en el Padre, si no fuera distinto de Él. Asimismo, el Hijo se distingue del Padre, cuando dice que hay otro que da testimonio acerca de Él (Jn. 5:32; 8:16; etc.). Y lo mismo se dice en otro lugar, que el Padre creó todas las cosas por el Verbo; lo cual no sería posible, si de alguna manera no fuera distinto del Hijo. Además, el Padre no descendió a la tierra, sino el que salió del Padre; el Padre no murió ni resucitó, sino Aquel a quien Él envió. Y esta distinción no comenzó después de que el Verbo tomase carne humana, sino que es evidente que ya antes el Unigénito estuvo «en el seno del Padre» (Jn. 1:18). Porque, ¿quién se atreverá a decir que entró en el seno del Padre precisamente cuando descendió del cielo para tomar carne humana? Así que antes estaba en el seno del Padre y gozaba de su gloria con Él.

La distinción entre el Espíritu Santo y el Padre la pone Cristo de manifiesto cuando dice que procede del Padre; y la distinción respecto a sí mismo, siempre que lo llama otro; como cuando dice que Él enviará otro Consolador (Jn. 14:16; 15:26), y, en otros muchos lugares.

Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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