Leemos acerca de un hombre como Jorge Müller o algún otro santo cristiano. Observamos que todo lo que tenía que hacer, aparentemente, era presentar su petición a Dios. Oró, hizo ciertas peticiones y éstas fueron con testadas. Parecía no haber límite alguno a la disposición de Dios para dar y responder. La oración era ofrecida y la respuesta llegaba. Llegamos a la conclusión, por tanto, que sólo tenemos que orar y hacer conocer nuestra petición a Dios. Y cuando no recibimos la respuesta precisa que deseamos, nos enojamos, nos sentimos heridos y comenzamos a dudar de Dios. El problema se debe precisamente al hecho de que no hemos cumplido las condiciones. No hemos notado la diferencia entre la vida que llevó Miller y nuestras vidas. Se nos ha escapado totalmente el hecho de que él sería ser llamado por Dios para ejercitar este ministerio particular de oración y fe, y sabía que la misión primordial de su vida era proclamar la gloria y la gracia de Dios de esa forma. No hemos comprendido que las respuestas en sí y el recibir contestaciones precisas eran cosas secundarias para Müller, y que su objetivo primordial siempre fue la gloria de Dios. En verdad, es posible que no percibamos las luchas que tuvo ni la disciplina rígida que se impuso a sí mismo. Lo que es verdad de Müller es verdad de todos los otros que recibieron tan llamativas respuestas a sus oraciones. Deseamos recibir todas las bendiciones que recibieron los santos pero olvidamos que ellos eran santos.
Nos preguntamos: ¿Por qué Dios no responde a mi oración como lo hizo con ese hombre? Debiéramos preguntarnos: ¿Por qué no he vivido la clase de vida que vivió ese hombre? Además, como he sugerido, hay tal cosa como un llamado especial a un ministerio de intercesión.
Entre las «diversidades de dones» dispensados por el Espíritu Santo, San Pablo menciona el «don de fe»; seguramente es esa fe especial que se manifiesta por medio de la oración. Si sólo comprendiésemos estas cosas, creo que descubriríamos que en muchas de nuestras peticiones hemos sido culpables de presunción.
Un aspecto más al que debemos hacer referencia es la falta de discriminación entre verdaderas respuestas a la oración y circunstancias que pueden parecer respuestas a oración. Este es un tema difícil y del cual debemos hablar con cuidado. Sin embargo, debemos abordarlo aunque más no sea por la sencilla razón de que la mayoría que se equivoca en este sentido son personas espirituales y religiosas, y deseosas de contar las maravillas de la gracia de Dios a otros. Esto es muy natural. Desean mostrar a otros pruebas reales y vivas de la intervención directa de Dios en asuntos humanos, ansían demostrar muestras inequívocas de su amor.
Siempre están a la expectativa buscando ejemplos de esto. El Nuevo Testamento en su enseñanza nos exhorta y urge a que lo hagamos. Nos insta a examinarlo todo y retener solamente aquello «bueno» (1 Ts. 5:2). Nos dice que hay fuerzas y poderes malignos obrando en este mundo que son tan hábiles, tan poderosas y tan sutiles en sus esfuerzos por imitar las obras de Dios, que aun pueden engañar a los «elegidos» (Mt 24:24). Las señales y maravillas deben ser examinadas y zarandeadas, no sea que en nuestro celo atribuyamos a Dios lo que en realidad es obra del diablo.
Llevando esto a un terreno más práctico, ¿no existe el peligro, a veces, de confundir entre una mera coincidencia y la respuesta a la oración? También hay fenómenos extraños de telepatía, transferencia mental y toda esa gran esfera que sólo estamos comenzando a explorar. Algunos afirman que Dios guía el pensamiento de una persona a la otra. Si lo hace o no, no es eso lo que la Biblia entiende por oración contestada. Ni tampoco es lo que siempre ha sido aceptado como la correcta evaluación de este asunto, es decir que Dios actúa y no sólo que El dirige nuestras actividades.
Está también toda la gama de fenómenos psíquicos y el problema del espiritismo. Es vano negar ciertos fenómenos bien atestiguados pero es vital que comprendamos la naturaleza de los agentes que producen tales fenómenos, y que podamos discriminar entre la manifestación de espíritus malignos y la obra de gracia del Espíritu Santo. Ni siquiera he mencionado el poder de la sugestión y la importancia de un diagnóstico médico acertado en los casos de curas en respuestas a la oración.
Todo el tema es complicado y difícil y muchos pueden tildar de incrédulos a los que se plantean estas dudas. Sin embargo, a la luz de la enseñanza del Nuevo Testamento son vitales. Exorcistas, judíos y los proveedores del arte de magia negra pueden hacer cosas extraordinarias. Janes y Jambres podían competir con Moisés hasta cierto punto. Nada tiende a desacreditar al evangelio más que las afirmaciones extravagantes, o reclamos que tienen una explicación natural. No vacilo en decir que debemos tener cuidado de atribuir a la directa intervención de Dios solamente lo que no podemos explicar por ninguna otra hipótesis.
Estas son, entonces, las fuentes comunes de error y problemas. Las hemos considerado extensamente basados en el principio de que exponer la naturaleza de un problema equivale a más del cincuenta por ciento de su solución. Las enseñanzas positivas por sí mismas no son suficientes.
Habiendo considerado las causas del problema vemos que surge un primer gran principio. Esto es que nada es de tan vital importancia en relación con la oración como un enfoque correcto. Es por errar en esto que erramos en lo demás. Culpamos a Dios y lo cuestionamos.
El verdadero problema es que no nos hemos enfrentado a nosotros mismos. Si sólo lo hiciéramos, no formularíamos la mitad de nuestras preguntas, o por lo menos podríamos responderlas nosotros mismos.
Nuestro texto tiene que ver precisamente con nuestro enfoque. Por eso es tan importante en momentos cruciales que lo estudiemos cuidadosamente y cumplamos sus enseñanzas. Una vez que descubrimos cómo orar, cómo enfocar la oración, se resolverá el problema de qué es lo que debemos pedir, y también el difícil problema de las respuestas a la oración. Lo que le digo a Dios en oración está completamente subordinado a la manera en que me acerco a Dios. Lo que soy y lo que he hecho antes de comenzar a hablar con Dios es de mucha más importancia que mis palabras en sí. Debo concentrarme en primera instancia, no sobre mis oraciones o las respuestas que deseo, sino sobre mí mismo y mi derecho de orar o no. ¿Cómo debemos orar? ¿Qué derecho tenemos de orar? San Pablo responde así:
«Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda» (1 Ti.2:8).
Extracto del libro: “¿Por qué lo permite Dios?” del Dr. Martyn Lloyd-Jones