En el Primer Título de la Doctrina, art. VII, se nos dice: «Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor, habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Con la cual nos hizo aceptos en el Amado» (Efesios 1:4-6).
Esta es también la declaración de Pablo, en el segundo capítulo de su Epístola a los Efesios (v.8): «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.» Aquí Pablo declara que incluso la fe que se halla en nuestro corazón, es un don de Dios, para que no podamos jactarnos de nuestra fe.
¿No es acaso precisamente eso lo que algunos hacen? ¿Jactarse de su fe? Dicen: Yo oí predicar al evangelista. Yo atendí a la invitación. Yo caminé por el pasillo. Yo oré y tomé mi decisión. Yo me arrepentí. Yo creí. Yo fui salvo. Ved de qué manera se repite una y otra vez el yo, yo y yo. Después de un recital semejante, uno podría muy bien preguntarse si Dios tuvo algo que ver en su salvación.
Escuchemos de nuevo la Palabra de Dios, como está registrada en la Epístola a los Romanos. Oigamos decir al Señor: «Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca», así pues –declara Pablo–, «…no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia» (9:15-16).
Juan corrobora este hecho en su evangelio, donde podemos leer: «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de la sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Jn. 1:12-13).
Como verán los lectores, los ególatras espirituales que se jactan de su salvación, olvidan muchas cosas. Olvidan que si vienen a escuchar al evangelista en su predicación ha sido sólo porque estaba predestinado que debían escucharle, y porque el Espíritu de Dios les indujo a escucharle. Olvidan que si fueron inclinados a tomar una decisión, fue solo porque Dios había ordenado con anterioridad que deberían hacerlo y también porque el Espíritu de Dios movió sus corazones para que lo hiciesen. Por encima de todo, olvidan las inolvidables palabras de Cristo: «No me elegisteis vosotros a Mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Juan 15:16).
Puesto que este es el caso, leemos en los Cánones de Dort: «Esta elección no estuvo fundamentada sobre una fe prevista, ni sobre la obediencia a la fe y a la santidad, o cualquier otra buena cualidad o disposición en el hombre, como requisito previo o condición de la cual dependa; sino que los hombres son elegidos para la fe y para la obediencia de la fe, santidad, etc. En consecuencia, la elección es la fuente de todo bien salvador; de la cual procede la fe, la santidad y los otros dones de la salvación, y finalmente la propia vida eterna, con sus frutos y sus efectos, de acuerdo con lo que dice el apóstol: “Según nos escogió en El antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha delante de El en amor” (Efesios 1:4), Primer Título de la Doctrina, art. IX.»
Puesto que es el propio Dios quien lleva a cabo la elección, y puesto que no hay nada en nosotros que le induzca a El a hacerla, ¿proporciona la Palabra de Dios alguna pista acerca del modo en que Dios hace Su selección? De nuevo, Pablo proporciona la respuesta, ya que podemos leer en la Epístola a los Efesios (1:11-12), que Dios «…hace todas las cosas según el designio de su voluntad, a fin de que seamos para alabanza de su gloria».
Pablo nos da una buena respuesta en la Epístola a los Corintios (I Corintios 1:27-30) cuando escribe: «Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia.»
Dios quiere que yo sepa, y que lo sepa todo el mundo, que cuando Él me eligió estaba eligiendo al que era necio, débil, menospreciado, y al que no era nada. Dios quiere que yo sepa, y que lo sepa todo el mundo, que fue solamente a causa de su soberana misericordia, y no por causa de nada que yo hubiera hecho, por lo que Él me ha elegido. Aquel himno antiguo lo expresa correctamente:
No son las acciones de mis manos las que pueden
cumplir con las exigencias de Tu ley.
Mis ojos podrían derramar lágrimas por siempre
y mi celo no descansar,
Pero no podrían expiar todos mis pecados;
Tú tienes que salvarme, y solo Tú.
Dios quiere que yo pueda levantarme ante el mundo entero, no para jactarme, sino para que el mundo pueda ver y saber que Dios tomó lo que era malvado, despreciable, vil, depravado y sin valor; e hizo que yo, una criatura sin ningún valor, viniera a ser un hijo de Dios.
Sublime gracia del Señor, Que a un pecador salvo.
Fui ciego, mas hoy veo yo, perdido y El me halló.
Su Gracia me enseñó a temer, mis dudas ahuyentó
¡ Oh cuan precioso fue a mi ser el dar mi corazón !.
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Extracto del libro: «La fe más profunda», escrito por Gordon Girod