En BOLETÍN SEMANAL
​Falsa paz: Nuestro Señor nos muestra algunas de las cosas falsas y equivocadas de las que los hombres tienden a depender. Nos hace una lista de las mismas.

​No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad (Mateo 7:21-23).

La primera prueba falsa en la que muchos descansan es más bien sorprendente. No es sino una creencia correcta. “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. Hay personas, dice nuestro Señor, que dicen: “Señor, Señor”, y sin embargo nunca entrarán en el reino de los cielos. Debemos explicar esto con cuidado. No critica a los que dicen: “Señor, Señor”. Todo el mundo debería decir: “Señor, Señor”. Se refiere a los que poseen una doctrina adecuada respecto a su naturaleza y a su persona, a los que lo han reconocido, que acuden a Él y le dicen “Señor, Señor”. Dicen lo que hay que decirle, creen lo que hay que creer acerca de Él. Nuestro Señor no los critica por esto. Lo que dice es que no todos los que dicen eso entrarán en el Reino de los cielos.

El aspecto negativo es muy importante. El que no dice: “Señor, Señor” nunca entrará en el Reino de los cielos. Este es el punto de partida en todo este asunto de la salvación. Nadie es cristiano a no ser que diga: “Señor, Señor” reconociendo así al Señor Jesucristo. Pablo dice que nadie puede decir esto sino a través del Espíritu Santo (1ª Cor. 12:3). En otras palabras, la ortodoxia es absolutamente esencial. Tenemos, pues, aquí, no una crítica de la ortodoxia; esto jamás sería posible. Se refiere al hecho de que, si uno confía solamente en la ortodoxia que posee, se puede condenar. La ortodoxia es absolutamente vital y esencial. A no ser que creamos que Jesús de Nazaret es en realidad el Hijo de Dios, a no ser que lo reconozcamos como el Hijo eterno, “esencia eterna”, hecho carne entre nosotros, a no ser que creamos la doctrina del Nuevo Testamento de que Dios lo envió para que fuera el Mesías, el Salvador del mundo, y que por esto ha sido exaltado y es Señor de todas las cosas, ante quien toda rodilla se hincará algún día, no somos cristianos (véase Fil. 2:5-11). Debemos creer esto. Ser cristianos significará en primer lugar creer ciertas verdades respecto al Señor Jesucristo; en otras palabras, creer en Él. No hay cristianismo aparte de esto. Ser cristiano significa que toda nuestra vida, nuestra salvación, nuestro destino eterno descansen enteramente en el Señor Jesucristo. Por esto, el verdadero cristiano dice, “Señor, Señor”, este es el contenido de la afirmación. No quiere decir simplemente pronunciar las palabras adecuadas, indica que creemos en estas cosas cuando las decimos.

Pero lo alarmante y aterrador en lo que nuestro Señor dice es que no todo el que dice “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos. Los que entran en el Reino de los cielos lo dicen; los que no lo dicen, nunca pueden entrar en el reino de los cielos; pero no todos los que lo dicen entrarán en él. Es evidente que esto nos debería detener para reflexionar. Santiago, en su carta, dice lo mismo. Nos advierte que tengamos cuidado de confiar sólo en que creemos en ciertas cosas y nos dice de una forma más bien sorprendente: “También los demonios creen, y tiemblan” (Stg. 2:19). Se encuentra un ejemplo de esto en los evangelios donde leemos que algunos demonios reconocieron al Señor y dijeron “Señor, Señor”, pero siguieron siendo demonios. Todos corremos el peligro de contentarnos con un asentimiento intelectual a la verdad. Ha habido a lo largo de los siglos personas que han caído en esta trampa. Han leído la Biblia y han aceptado su enseñanza. Creyeron la enseñanza y, a veces, han sido expositores de la verdad y han luchado contra los herejes. Y sin embargo todo su carácter y vida han sido una negación de la verdad misma que decían creer.

Es un pensamiento aterrador y sin embargo la Biblia a menudo nos enseña que es una posibilidad terrible. El hombre no regenerado y no nacido de nuevo puede aceptar la enseñanza bíblica como una especie de filosofía, como una verdad abstracta. En realidad, no vacilaría en afirmar que siempre me resulta muy difícil entender cómo las personas inteligentes no se sienten compelidas a hacerlo así. Cualquiera que acuda a la Biblia con mente inteligente y se enfrente con su contenido, resulta casi increíble que no llegue a ciertas conclusiones lógicas inevitables. Se puede hacer esto y, sin embargo, no ser cristiano. Las pruebas históricas en favor de la Persona de Jesucristo de Nazaret son indiscutibles. No se puede explicar la permanencia de la iglesia cristiana sin Él, las pruebas son abrumadoras. Por ello, el hombre puede enfrentarse con esto y decir: “Sí, acepto este argumento”. Puede aceptar la verdad y decir esto y, sin embargo, seguir siendo no regenerado, no cristiano. Puede decir, “Señor, Señor”, y no entrar en el Reino de los cielos. Nuestros antepasados, en épocas en que tomaron conciencia de estos peligros, solían resaltar mucho este asunto. Si leemos las obras de los puritanos, encontraremos que dedicaron no sólo capítulos sino volúmenes enteros al asunto de la ‘falsa paz’. Este peligro se ha reconocido a lo largo de los siglos. Es el peligro de confiar en la fe en vez de en Cristo, de confiar en la fe sin realmente ser regenerado. Es una posibilidad terrible. Hay personas que han sido educadas en hogares y atmósferas cristianos, quienes siempre han oído estas cosas, en un sentido siempre las han aceptado, y siempre han creído y dicho lo justo; pero con todo quizá no sean cristianos.

La segunda posibilidad es que esas personas quizá no sean sólo creyentes de la verdad, sino también fervorosos y celosos. Adviértase la repetición de la palabra ‘Señor’, no dicen simplemente ‘Señor’, dicen ‘Señor, Señor’. Estas personas no son creyentes intelectuales solamente; hay un elemento pasional; la emoción está involucrada. Parecen apasionados y llenos de fervor. Sin embargo, nuestro Señor dice que incluso eso puede ser completamente falso, y que hay muchos que, llenos de celo y fervor, dicen las cosas adecuadas acerca de Él, y a Él, y, sin embargo, no entrarán en el reino de Dios. ¿Cómo se explica esto?

Hay que explicarlo así. Una de las cosas más difíciles, y todos los cristianos deben aceptarlo así, es distinguir entre el fervor genuinamente espiritual y un celo y entusiasmo carnales. El espíritu y el temperamento animal natural pueden muy bien hacer que el hombre sea ferviente y celoso. El hombre puede nacer con una naturaleza enérgica y un espíritu entusiasta y ferviente; algunos de nosotros debemos tener más cuidado que otros en esto. No hay nada acerca de lo cual el predicador necesite tener más seguridad que el celo y fervor que pone en su predicación no nazcan de su temperamento natural, sino de la verdadera fe en Cristo. Es algo muy sutil. Se prepara el mensaje y, una vez preparado, puede sentir satisfacción y complacencia en el orden y desarrollo de los pensamientos y en ciertas formas de expresión. Si es de naturaleza enérgica y ferviente, puede muy bien sentirse emocionado ante esto, sobre todo cuando predica el sermón. Pero puede nacer totalmente de la carne y no tener nada que ver con los asuntos espirituales. Todos los predicadores saben qué quiere decir esto, y quienquiera que haya tomado parte alguna vez en oraciones públicas, lo sabe también. Uno puede sentirse arrastrado por su propia elocuencia y por lo que está haciendo y no por la verdad que ello contiene. Hay personas que parecen pensar que su deber es ser fervientes y emotivos. Algunas personas nunca oran en público sin llorar y algunos tienden a pensar que sienten más que otros. Pero esto no se sigue necesariamente. El tipo emotivo es más propenso a llorar cuando ora, pero esto no significa necesariamente que sea más espiritual.

Nuestro Señor enfatiza que aunque algunos digan “Señor, Señor”, y sean fervientes y celosos, puede que no sea sino un asunto más de la carne. El tener gran entusiasmo en estas cosas no implica necesariamente espiritualidad. La carne lo puede explicar; puede falsear casi todo. Quizá se podría subrayar esto de forma adecuada citando algo que escribió Robert Murray McCheyne. Ese hombre de Dios, con sólo subir al pulpito, hacía llorar a las personas. A la gente le parecía que acababa de estar en la presencia de Dios y con sólo su presencia conmovía. Así escribió una vez en su diario: “Hoy desaproveché una excelente oportunidad para hablar de Cristo. El Señor vio que hubiera hablado tanto para mi propia gloria como para la suya, y por ello cerró mis labios. Comprendo que el hombre no puede ser ministro fiel y fervoroso a no ser que predique sólo por Cristo, a no ser que renuncie a tratar de atraer a las personas hacia sí, y trate de atraerlas para Cristo. Señor”, concluye, “concédenos esto”. Robert Murray McCheyne reconoce en estas palabras el peligro terrible de hacer las cosas en la carne e imaginar que las está haciendo uno por Cristo.

Ésta es la primera parte del análisis de nuestro Señor. No hay nada más peligroso que confiar sólo en una creencia correcta y un espíritu fervoroso y dar por supuesto que, mientras uno crea lo justo y sea celoso y activo respecto a ello, que por necesidad se es cristiano.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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