En ARTÍCULOS


La noción de que los falsos apóstoles deben ser algo así como demonios encarnados no se aplica de ninguna manera a los tranquilos, respetables y venerables hombres vistos frecuentemente en los círculos cristianos. Pero, lejos de esta noción absurda, y considerando que los falsos profetas del Antiguo Testamento se parecían tanto a los verdaderos que incluso el pueblo de Dios fue engañado por ellos, podemos entender que los falsos apóstoles del tiempo de San Juan pudieran ser detectados sólo por un discernimiento espiritual más alto: y que los supuestos apóstoles de hoy, quienes por su similitud a los doce genuinos cegaron los ojos a los más ignorantes, pueden ser detectados sólo por criterio de la Palabra de Dios. Y esa Palabra declara que los doce del tiempo de San Pablo fueron los últimos apóstoles, lo cual cierra la conversación con este supuesto apostolado.

Este error no es, por tanto, algo tan inocente. Es fácil explicar cómo se originó. El desdichado y deplorable estado de la Iglesia necesariamente da espacio al origen de sectas. Y de corazón reconocemos que los irvingitas han enviado muchas advertencias y reprensiones bien merecidas a nuestra superficial y dividida Iglesia. Pero estas buenas acciones no justifican por ningún motivo el llevar a cabo las cosas que la Palabra de Dios condena; y aquellos que se han dejado llevar por tales enseñanzas tarde o temprano experimentarán su resultado fatal. Ya es manifiesto que este movimiento, el cual comenzó en medio de nosotros bajo el pretexto de la unión de una iglesia dividida por medio de la reunión del pueblo de Dios, ha logrado sólo un poco más que la adición de otra secta al gran número de ellas, robándole así a la Iglesia de Cristo sus excelentes poderes y desperdiciándolos.

El apostolado era un círculo cerrado y no una teoría flexible, como lo demuestra Hechos 1: 25: “Tú, Señor, muestra cuál de estos dos has escogido, para que tome la parte de este ministerio y apostolado”; y también las palabras de San Pablo (Rom. 1: 5): “Por quien recibimos la gracia y el apostolado”; y también (1 Cor. 9:2): “Porque el sello de mi apostolado sois vosotros en el Señor”; y finalmente en Gal. 2:8: “Pues el que actuó en Pedro para el apostolado de la circuncisión, actuó también en mí para con los gentiles.”

Y, nuevamente, es evidente por el hecho de que los apóstoles siempre aparecen como los doce; y por haber sido especialmente elegidos e instalados por Jesús, el cual por Su aliento les dio el don oficial del Espíritu Santo; y por los poderes y dones excepcionales relacionados con el apostolado. Y es especialmente desde este lugar conspicuo en la venida del Reino de nuestro Señor Jesucristo de donde el apostolado recibe su carácter categórico. La Santa Escritura enseña que los apóstoles se sentarán sobre doce tronos y juzgarán a las doce tribus de Israel; y también que la Nueva Jerusalén tiene “doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero.” (Ap. 21:14)

San Pablo, en propia persona, nos da la prueba más convincente de que el apostolado era un grupo cerrado. Si no hubiese sido así, jamás habría habido contienda alguna sobre si él era verdaderamente o no un apóstol. Aun así, gran parte de la Iglesia se negó a aceptar su apostolicidad. Él no formó parte de los doce; no caminó al lado de Jesús; ¿cómo podría ser un apóstol? Contra esto luchó San Pablo levantando su voz tantas veces y con tanta energía y valor. Este hecho es la clave para el correcto entendimiento de sus epístolas a los corintios y a los gálatas. Estas brillan con un santo celo por la realidad de su apostolado; pues él estaba profundamente convencido de que era un apóstol como Pedro y los otros. No en virtud de mérito personal; en sí mismo no había nada digno como para ser llamado apóstol—1 Cor. 15: 9. Pero tan pronto como su oficio se veía atacado, Pablo saltaba como un león, porque era el honor de su Maestro el que se veía afectado, el honor de Aquel que se le apareció en el camino a Damasco; no, como se dice normalmente, para convertirlo—pues esta no es obra de Cristo, sino del Espíritu Santo—sino para designarlo como apóstol en aquella Iglesia a la cual estaba asolando.

En cuanto a la pregunta de cómo la adición de San Pablo a los doce es consistente con tal número, estamos convencidos que el nombre de Pablo, y no el de Matías, es el que está escrito sobre los cimientos de la Nueva Jerusalén junto con los de los demás; y que, no Matías, sino San Pablo se sentará a juzgar a las doce tribus de Israel. Tal como una de las tribus de Israel fue reemplazada por otras dos, así también ocurre con respecto al apostolado; pues así como Simeón cayó y Manasés y Efraín le sustituyeron, Judas fue reemplazado por Matías y Pablo. No queremos decir que los apóstoles se hayan equivocado al elegir a Matías para ocupar el puesto vacante que dejó Judas al suicidarse. Por el contrario, el número apostólico no podía esperar hasta la conversión de San Pablo. La vacante debía ser ocupada inmediatamente. Pero se podría decir que cuando los discípulos eligieron a Matías, tuvieron una concepción demasiado pequeña de la bondad de su Señor. Supusieron que por Judas recibirían a Matías, mas ¡he aquí! Jesús les dio a Pablo.

En cuanto a Matías, la Escritura no vuelve a mencionar su elección. Y aunque para la Iglesia de los últimos tiempos el apostolado sin San Pablo es inimaginable, y aunque esta haya dado a su persona el primer lugar entre los apóstoles, y a sus escritos la más alta autoridad entre las Escrituras del Nuevo Testamento, a la persona de Matías su elección al apostolado debe haberle brindado el más alto honor. El apostolado es un lugar tan alto que el hecho de haber sido identificado con él, incluso temporalmente, imparte mucho más realce al nombre de un hombre que una corona real.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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