En BOLETÍN SEMANAL

Efe. 6:1  Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo…

  1. Que sean obedientes a sus padres

Hay que educar a los niños de modo que sean obedientes a sus padres. Éste es un mandato que Dios ordenó desde el Monte Sinaí como un anexo al mismo para promover la singular promesa de larga vida, una bendición que los jóvenes desean mucho (Éx. 20:12). Es por eso que el Apóstol observa que es el primer mandamiento con promesa, o sea, un mandato muy excepcional por la forma en la que incluye la promesa. Y es por cierto una disposición sabia de la Providencia la que otorga a los padres tanta autoridad, especialmente durante los primeros años de los niños, cuando mentalmente no pueden juzgar y actuar por sí mismos en cuestiones importantes. Por lo tanto, hay que enseñar desde temprano y con un convencimiento bíblico de que Dios los ha puesto en manos de sus padres. En consecuencia, hay que enseñarles que la reverencia y obediencia a sus padres es parte de sus deberes hacia Dios y que la desobediencia es una rebelión contra Él. Los padres no deben dejar que los niños actúen directa y resueltamente en oposición a sus padres en cuestiones grandes o pequeñas, recordando: “El muchacho consentido avergonzará a su madre” (Pr. 29:15). Y con respecto a la sujeción al igual que el afecto: “Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud” (Lm. 3:27).

  • 2. Que sean considerados con todos

Hay que educar a los niños de modo que sean considerados y buenos con todos. El gran Apóstol nos dice que “el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom. 13:10) y que todas sus ramificaciones que se relacionan con nuestro prójimo se resumen en esa sola palabra: Amor. Entonces, hemos de esforzarnos por enseñarles este amor. Descubriremos que en muchos casos será una ley en sí y los guiará bien en muchas acciones en particular, cuyo cumplimiento puede depender de principios de equidad que escapan a su comprensión infantil. No existe una enseñanza relacionada con nuestro deber que se adapte mejor a la capacidad de los niños que la Regla de Oro (tan importante para los adultos): “Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (Mt. 7:12). Debemos enseñarles esta regla y, por ella, debemos examinar sus acciones. Desde su cuna hemos de inculcarles con frecuencia que gran parte de la fe cristiana consiste en hacer el bien, que la sabiduría de lo Alto está llena de misericordia y buenos frutos, y que todos los cristianos deben hacer el bien a todos los que tengan oportunidad de hacerlo.

Para que nuestros hijos reciban con buena disposición tales enseñanzas, hemos de esforzarnos usando todos los métodos prudentes para suavizar sus corazones, predisponiéndolos hacia sentimientos de humanidad y ternura, y protegerlos de todo lo que pueda ser una tendencia opuesta. En lo posible, hemos de prevenir que vean cualquier tipo de espectáculo cruel y sangriento, y desalentar con cuidado que traten mal a los animales. De ninguna manera, hemos de permitirles que tomen en broma la muerte o el sufrimiento de animales, sino más bien enseñarles a tratarlos bien y a cuidarlos, sabiendo que no hacerlo es una señal despreciable de una disposición salvaje y maligna. “El justo cuida la vida de su bestia; mas el corazón de los impíos es cruel” (Pr. 12:10).

Debemos, igualmente, asegurarnos de enseñarles lo odioso y necio de un temperamento egoísta y animarles a estar dispuestos a hacerles a los demás lo que les gusta que les hagan a ellos mismos. Hemos de esforzarnos, especialmente, en fomentar en ellos sentimientos de compasión por los pobres. Hemos de mostrarles donde Dios ha dicho: “Bienaventurado el que piensa en el pobre; en el día malo lo librará Jehová”. El que muestra compasión hacia el pobre es como si lo hiciera para el Señor, y lo que le da le será devuelto. Y tenemos que mostrarles, con nuestra propia práctica que realmente creemos que estas promesas son ciertas e importantes. No sería impropio que alguna vez hagamos que nuestros hijos sean los mensajeros cuando enviamos alguna pequeña ayuda al indigente o al que sufre necesidad; y si descubren una disposición de dar algo de lo poco que ellos tienen que les permitimos llamar suyo, debemos animarlos con gozo y asegurarnos que nunca salgan perdedores por su caridad, sino que de un modo prudencial hemos de compensarlos con abundancia.  

  • 3. Que sean diligentes

Hay que educar a los niños de modo que sean diligentes. Esto, sin duda, debe ser nuestra preocupación si en algo estimamos el bienestar de sus cuerpos o de sus almas. Sea cual fuere la posición que terminen ocupando en la vida, habrá poca posibilidad de que sean de provecho y reciban honra y ventajas si no tienen una dedicación firme y resuelta de la cual el más sabio de los príncipes y de los hombres ha dicho: “¿Has visto hombre solícito en su trabajo? Delante de los reyes estará, no estará delante de los de baja condición” (Pr. 22:29). Y es evidente que el cumplimiento diligente de nuestras obligaciones nos mantiene lejos de miles de tentaciones que la ociosidad parece atraer, llevando al hombre a innumerables vicios y necedades porque no tiene nada mejor que hacer.

Por lo tanto, el padre prudente y cristiano se ocupará de que sus hijos no vayan a caer temprano en un hábito tan pernicioso, ni encaren la vida como personas que no tienen más tarea que ocupar espacio y ser un obstáculo para quienes emplean mejor su tiempo. En lugar de dejar que vayan de un lado a otro (como muchos jóvenes hacen sin ningún propósito imaginable de ser útiles o como distracción), más bien les dará tempranamente tareas para emplear su tiempo, tareas tan moderadas y diversificadas que no los abrume ni fatigue su tierno espíritu, pero lo suficiente como para mantenerlos atentos y activos. Esto no es tan difícil como algunos se pueden imaginar, porque los niños son criaturas activas, les gusta aprender cosas nuevas y mostrar lo que pueden hacer. Por eso, estoy convencido de que si se les impone total inactividad como castigo, aunque sea por una hora, estarán tan cansados que estarán contentos de escapar de esto haciendo cualquier cosa que usted les dé para hacer…

  • 4. Que sean íntegros

Hay que enseñar a los niños que sean íntegros.Una sinceridad sencilla y piadosa, no sólo es muy deseable, sino una parte esencial del carácter cristiano… Es muy triste observar qué pronto los artificios y engaños de una naturaleza corrupta comienzan a hacerse ver. En este sentido, somos transgresores desde antes de nacer y nos desviamos diciendo mentiras, casi desde el momento que nacemos (Sal. 58:3). Por lo tanto, debemos ocuparnos con cuidado de formar la mente de los niños de modo que amen la verdad y la sinceridad, y al igual, se sientan mal y culpables si mienten. Debemos obrar con cautela para no exponerlos a ninguna tentación de este tipo, ya sea por ser irrazonablemente severos ante faltas pequeñas o por decisiones precipitadas cuando preguntamos sobre cualquier cuestión que quieren disimular con una mentira. Cuando los encontramos culpables de una mentira consciente y deliberada, hemos de expresar nuestro horror por ella, no sólo con una reprensión o corrección inmediata, sino con un comportamiento hacia ellos, por algún tiempo después, que les muestre cuánto nos ha afectado, entristecido y desagradado. Actuar con esta seriedad cuando aparecen las primeras faltas de esta clase, puede ser una manera de prevenir muchas más.

Añadiré además que, no sólo debemos responder severamente a una mentira directa, sino igualmente, en un grado correcto, desalentar toda clase de evasivas y palabras de doble sentido, y esas pequeñas tretas y engaños que quieran atribuirse uno al otro o a los que son mayores que ellos. Hemos de inculcarles con frecuencia el excelente pasaje: “El que camina en integridad anda confiado; mas el que pervierte sus caminos será quebrantado” (Pr. 10:9). Demostrémosles cada día cuán fácil, cuán agradable, cuán honroso y ventajoso es mantener un carácter justo, abierto y honesto, y, por el contrario, qué necio es mostrar malicia y deshonestidad en cualquiera de sus formas, y cuán cierto es que cuando piensan y actúan maliciosa y deshonestamente, están tomando el camino más rápido para ser malignos e inútiles, infames y odiosos. Sobre todo, hemos de recordarles que el Señor justo y recto ama la justicia y la rectitud, y mira con agrado a los rectos, pero los labios mentirosos son para él tal abominación que declaró expresamente: “Todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre” (Ap. 21:8).

  • 5. Que sean humildes

Hay que enseñar a los niños a ser humildes. Ésta es una gracia que el Señor nos invita particularmente, a aprender de Él y lo que con más frecuencia nos recomienda, sabiendo muy bien que sin ella un plan tan humillante como el que vino a presentar nunca hubiera sido recibido. Y en cuanto a la vida presente, es un adorno muy hermoso que se gana la estima y el afecto universal, de modo que antes de la honra viene la humildad (Pr. 15:33). En general, encontramos que el que se exalta a sí mismo será humillado y el que se humilla a sí mismo será exaltado, tanto por Dios como por el hombre.

Por lo tanto, querer el bienestar, la honra y la felicidad de nuestros hijos debiera llevarnos a un esforzarnos tempranamente a frenar ese orgullo que fue el primer pecado y la ruina de nuestra naturaleza y que se extiende tan ampliamente y se hunde tan profundamente en todo lo que tiene su origen en la degeneración de Adán. Debemos enseñarles a expresar humildad y modestia en toda su manera de ser con todos.

Hay que enseñarles que traten a sus superiores con especial respeto y, en los momentos debidos, acostumbrase a guardar silencio y ser prudentes ante ellos. De este modo, aprenderán en algún grado a gobernar su lengua, una rama de la sabiduría que, al ir avanzando la vida, será de gran importancia para la tranquilidad de otros y para su propio confort y reputación.

Tampoco debe permitirles ser insolentes con sus iguales, sino enseñarles a ceder, a favorecer y a renunciar a sus derechos para mantener la paz. Para lograrlo, pienso que es de desear que, por lo general, se acostumbren a tratarse unos a otros con respeto y en conformidad con los modales de las personas bien educadas de su clase. Sé que estas cosas son en sí mismas meras insignificancias, pero son los guardias de la humanidad y la amistad, e impiden eficazmente muchos ataques groseros que puedan surgir por cualquier pequeñez con posibles consecuencias fatales…

  • 6. Que sepan negarse a sí mismos

En último lugar, hay que enseñar a los niños a negarse a sí mismos.Sin un grado de esta cualidad, no podemos seguir a Cristo ni esperar ser suyos como discípulos, ni podemos pasar

 tranquilos por el mundo. Pero, no obstante, lo que pueda soñar el joven sin experiencia, muchas circunstancias desagradables y mortificantes ocurrirán en su vida que descontrolarán su mente continuamente, si no puede negar sus apetitos, pasiones y su temperamento. Por lo tanto, hemos de esforzarnos por enseñar inmediatamente esta importante lección a nuestros hijos, y, si tenemos éxito en hacerlo, los dejaremos mucho más ricos y felices por ser dueños de sus propios espíritus, que si les dejáramos los bienes materiales más abundantes o el poder ilimitado que el poder sobre otros pudiera producir.

Cuando un ser racional se convierte en el esclavo del apetito, pierde la dignidad de su naturaleza humana, al igual que la profesión de su fe cristiana. Es, por lo tanto, digno de notar que cuando el Apóstol menciona las tres ramas grandiosas de la religión práctica, pone la sobriedad primero, quizá sugiriendo que donde ésta se descuida, lo demás no puede ser practicado. La gracia de Dios, es decir, el evangelio, nos enseña a vivir sobria, recta y piadosamente. Por lo tanto, hay que exhortar a los niños, al igual que a los jóvenes, a ser sobrios, y hay que enseñarles desde temprano a negarse a sí mismos. Es un hecho que sus propios apetitos y gustos determinarán el tipo y la cantidad de sus alimentos, muchos de ellos destruirían rápidamente su salud y quizá su vida, dado que con frecuencia el antojo más grande es por las cosas que son más dañinas. Y parece muy acertada la observación de un hombre muy sabio (quien era, él mismo, un triste ejemplo de ello) que el cariño de las madres por sus hijos, por el que los dejan comer y beber lo que quieran, pone el fundamento de la mayoría de las calamidades en la vida humana que proceden de la mala condición de sus cuerpos. Más aún, agregaré que es parte de la sabiduría y del amor, no sólo negar lo que sería dañino, sino también tener cuidado de no consentirlos con respecto a los alimentos ni la ropa. Las personas con sentido común no pueden menos que ver, si reflexionaran, que saber ser sencillos y, a veces, un poco sacrificados, ayuda a enfrentar muchas circunstancias en la vida que el lujo y los manjares harían casi imposible hacerlo.

El control de las pasiones es otra rama del negarse a sí mismo a la que deben habituarse temprano los niños y, especialmente, porque en una edad cuando la razón es tan débil, las pasiones pueden aparecer con una fuerza y violencia única. Por lo tanto, hay que tener un cuidado prudente para impedir sus excesos. Con ese propósito, es de suma importancia que nunca permita que hagan sus caprichos por su obstinación, sus gritos y clamores, permitirlo sería recompensarlos por una falta que merece una severa reprimenda. Es más, me atrevo a agregar que es muy inhumano disfrutar de incomodarlos con mortificaciones innecesarias, no obstante, cuando anhelan irrazonablemente alguna insignificancia, por esa misma razón, a veces, se les debe negar, a fin de enseñarles algo de moderación para el futuro. Y si, por dichos métodos, aprenden gradualmente a dominar su genio y antojos, aprenden un aspecto considerable de verdadera fuerza y sabiduría…

Tomado de The Godly Family, reimpreso por Soli Deo Gloria, una división de Reformation Heritage Books, www.heritagebooks.org.

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Philip Doddridge (1702-1751): Pastor inglés no conformista, prolífico autor y escritor de himnos; nacido en Londres, Inglaterra.

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