Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida. (2 Timoteo 4:6-8)
Sin reserva alguna concedo tal posibilidad. No deseo entristecer a ningún corazón que Dios no ha entristecido; ni desanimar a ninguno de los hijos de Dios que espiritualmente son propensos a desfallecer; ni deseo tampoco dar la impresión de que a menos que se alcance la seguridad de salvación, los tales no tienen suerte ni parte en los beneficios de Dios.
Un creyente puede tener una fe salvadora en Cristo, y sin embargo no gozar de una seguridad de salvación y esperanza como aquella de la que dio muestras el apóstol Pablo. Una cosa es creer y poseer una débil esperanza de haber sido aceptados en el Amado, y otra cosa es tener «gozo y paz en el creer» y abundar en la esperanza. Todos los hijos de Dios tienen fe, pero no todos tienen el mismo grado de esperanza. Esto no debe de olvidarse.
Ya sé que ciertos hombres grandes y buenos han sostenido una opinión distinta. Creo que muchos ministros excelentes del Evangelio, a cuyos pies yo gustosamente me sentaría, no estarían de acuerdo con la distinción mencionada; pero en estas cosas no deseo llamar a nadie maestro. Me aterroriza curar con liviandad las heridas de conciencia, pero firmemente creo que cualquier concepción distinta a la que he dado, redundaría en un Evangelio incómodo de predicar que haría que las almas se mantuvieran por largo tiempo lejos de la puerta de la vida.
Una persona, por la gracia de Dios puede recibir suficiente fe para refugiarse en Cristo y confiar realmente en Él para salvación, pero aun así quizá no estará libre de ansiedad, duda, y temor, hasta el último día de su vida.
«Una carta puede estar escrita, pero no sellada, y de la misma manera una obra de gracia puede estar escrita en un corazón, y carecer del sello de la seguridad de salvación del Espíritu» -nos dice un escritor antiguo. Un niño puede ser heredero de una gran fortuna sin que jamás llegue a percatarse de su riqueza; su vida hasta la muerte puede estar marcada por un aire de puerilidad que le imposibilite conocer la magnitud de sus posesiones. De la misma manera, hay también muchos creyentes en la familia de Cristo que piensan como niños, hablan como niños, y aunque son salvos, nunca gozan de una esperanza viva, no son conscientes de los privilegios reales de su heredad.
Toda persona, para ser salva debe tener fe en el Señor Jesús. No existe otro camino de acceso al Padre. La persona debe confesar sus pecados y su condición perdida; debe acudir a Jesús para la salvación y el perdón; y debe poner sus esperanzas en Él, y sólo en Él. Aunque sólo tenga fe para hacer esto, y por enfermiza y débil que sea esta fe, yo os aseguro, basándome en el testimonio de la Escritura, que tal persona nunca perderá el cielo.
Nunca, pero nunca, mutilemos el glorioso Evangelio de su liberalidad y dadivosidad, ni recortemos sus armónicas proporciones. Nunca hagamos el camino de salvación más estrecho y angosto de lo que el orgullo y el amor al pecado lo han hecho ya. El Señor Jesús es muy compasivo y de tierna misericordia. Más que la cantidad, lo que Él mira es la calidad de nuestra fe; más que el grado, el Señor considera la veracidad de la misma. No quebrará la caña cascada y no apagará el pábilo que humea. Nunca podrá decirse que alguien pereció a los pies de la cruz. «Al que a mí viene no le echo fuera.» (Juan 6:37).
¡Si! Aunque la fe de la persona no sea mayor que un grano de mostaza, si le lleva a Cristo y le capacita para tocar el borde de su manto, tal persona será salva; tan salva como salvo es el santo más antiguo del paraíso, tan completa y eternalmente salva como Pedro, Juan o Pablo. Hay grados de santificación, pero no hay grados de justificación. Lo que está escrito, escrito está y nunca podrá quebrantarse. La Escritura no dice: «Todo aquel que tiene una fe fuerte y poderosa será salvo», sino que dice: «Todo aquel que en Él creyere no será avergonzado» (Romanos 10:11). Pero no se olvide que quizá la pobre alma creyente no goce de una seguridad plena de perdón y aceptación delante de Dios; quizá se vea asaltada de dudas y temores y experimente perplejidades y ansiedades; quizá en lo alto de su vida espiritual abunden las nubes y haya noches oscuras en el alma.
Una fe sencilla y simple en Cristo salvará a una persona, aunque tal persona nunca haya alcanzado un estado de plena seguridad y certeza de fe. Su entrada al cielo no será con abundante y fuerte confianza. Llegará segura a puerto, pero no a plena vela, gozosa y confiadamente. No me sorprendería si alcanzara «su deseado puerto» después de haber sido azotada por la tempestad y agitada por las olas, y sin apenas darse cuenta de que es salva hasta que haya abierto sus ojos en la gloria.
Creo que es importantísimo mantener y recordar esta diferencia entre fe y seguridad de fe, pues explica ciertas cosas que, para una mente inquisitiva, a veces son difíciles de entender. Acordémonos de que la fe es la raíz, mientras que la seguridad y la certeza es la flor. Sin raíz no puede haber flor, pero, aunque no haya flor puede haber raíz. La fe podríamos personificarla en aquella pobre mujer que temblando se acercó por detrás a Jesús y tocó, de entre la multitud, el borde de su manto. (Marcos 5 :25.) La seguridad de fe, podríamos personificarla con el ejemplo de Esteban; allí le vemos confiadamente erguido entre sus asesinos, y diciendo: «Veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios». (Hechos 7:56.)
La fe es como el ladrón arrepentido que clama: «Señor, ¡acuérdate de mí!» (Lucas 23 :42.) La seguridad de fe es como Job que sentado en el polvo y cubierto de llagas, dice: «Yo sé que mi Redentor vive. Aunque me matare, en Él esperaré» (Job 19:25; 13:15.) La fe es aquel grito angustioso de Pedro al hundirse en las aguas: «Señor, ¡sálvame!» (Mateo 14:30.) La seguridad de fe es aquel mismo Pedro, que años más tarde, declara: «Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hechos 4:11-12.)
La fe es aquella voz ansiosa y temblorosa que clama: «Creo: ¡ayuda mi incredulidad!» (Marcos 9 :24). La seguridad de fe es aquel desafío confiado: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? ¿Quién es el que condenará?» (Romanos 8:33- 34) La fe es Saulo orando en casa de Judas de Damasco, ciego, pesaroso y solo (Hechos 9: 11.) La seguridad de fe es Pablo el prisionero anciano que con calma mira el sepulcro y dice: «Yo sé a quién he creído». «Me está guardada una corona». (JI Timoteo 1 :12; 4:8.)
La fe es vida. ¡Qué gran bendición! ¿Quién puede medir o darse cuenta del abismo que media entre la vida y la muerte? «Mejor es perro vivo que león muerto.» (Eclesiastés 9 :4.) Pero aun así, la vida puede ser débil, enfermiza, dolorosa, llena de pruebas, con ansiedad, cansada, agotada, desprovista de gozo, sin sonrisa, y esto hasta el mismo fin. La seguridad de fe es más que vida. Es salud, vigor, fuerza, actividad, energía, belleza.
La cuestión que está delante de nosotros no es la de si una persona es «salva o no salva», sino la de si «goza o no goza de un privilegio». No es una cuestión de paz o de carencia de paz, sino de una gran paz o de una pequeña paz.
¡Feliz el que tiene fe! ¡Cuán dichoso me sentiría si todos los lectores de este escrito tuvieran fe! ¡Benditos, tres veces benditos, los que creen! Su estado espiritual es seguro: han sido lavados; han sido justificados; están fuera del alcance del poder del infierno. No podrá Satanás, con toda su malicia, arrebatarlos de la mano de Cristo. Pero aquel que tiene seguridad de fe aun es más feliz; y es que ve más, experimenta más, sabe más, goza más, tiene más días como aquellos que se nos mencionan en Deuteronomio: «días de los cielos sobre la tierra» (Deut. 11 :21).
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle