“Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza.”—Gen. 1:26.
Al aceptar el relato de la Creación como una revelación directa del Espíritu Santo, reconocemos su absoluta credibilidad en cada parte. Aquellos que no la aceptan o, como muchos teólogos éticos, niegan su interpretación literal, no tienen voz en esta discusión. Si estamos seriamente interesados en la exposición del relato, no jugando con palabras, debemos estar completamente convencidos de que Dios realmente dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.” (Gen. 1:26) Pero esto se niega y se considera que estas palabras son meras representaciones de cómo alguien, animado por el Espíritu Santo, presentó a sí mismo la creación del hombre, no podemos deducir nada de ello. Por tanto, no habría seguridad alguna de que sean palabras divinas; sólo sabríamos que un hombre piadoso las atribuyó a los pensamientos de Dios y las puso en Su boca cuando era simplemente su propio relato respecto a la creación del hombre.
Por lo tanto, la infalibilidad de la Sagrada Escritura es nuestro punto de partida. Vemos en Gen. 1: 27 un testimonio directo del Espíritu Santo; y creemos con plena certeza que estas son las palabras del Todopoderoso dichas antes de crear al hombre. Con esta convicción, ellas tienen toda la autoridad; por lo tanto, inclinados ante ella, confesamos que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios.
Esta declaración, en conexión con todo el relato, muestra que el Espíritu Santo distingue claramente la creación del hombre a la del resto de la creación. Toda la Creación era una manifestación de la Gloria de Dios, porque Él vio que era bueno; un efecto de Su consejo divino porque encarnaban un pensamiento divino, pero la creación del hombre fue especial, fue más elevada y más gloriosa; porque Dios dijo: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza.”
Por lo tanto, el sentido general de estas palabras es que el hombre es totalmente diferente a todos los otros seres; que esta especie es más noble, rica y gloriosa; y sobre todo, que la mayor gloria consiste en el vínculo más íntimo y relación más cercana que tendría con el Creador. Esto se aprecia en las palabras imagen y semejanza. En todas Sus obras creadoras, el Señor habla, y se hace; Él ordena, y todo viene a la existencia. Hay un pensamiento de Su consejo divino, una voluntad para ejecutar, y un acto omnipotente para realizarlo, pero nada más; los seres son creados enteramente fuera y aparte de Él. Pero la creación del hombre es completamente distinta. Claro, está el pensamiento divino que procede de Su eterno consejo, y lo lleva a cabo mediante Su omnipotente poder; pero esta nueva criatura está conectada con la imagen de Dios.
De acuerdo al significado universal de la palabra, la imagen de una persona es la concentración de sus características esenciales que generan la misma impresión de su ser. Sea mediante lápiz, pintura o fotografía, un símbolo, una idea o una estatua, la imagen siempre será la concentración de características esenciales del hombre o de una cosa. Una idea es una imagen que concentra esa descripción sobre el campo de la mente; una estatua de marfil o bronce, etc., pero independiente de la forma en que se expresa, en esencia, la imagen es una concentración de diversas características del objeto que representa el objeto a la mente. No debemos perder de vista este significado fijo y definido. La imagen puede ser imperfecta, sin embargo, mientras sea posible reconocer el objeto en ella, aun cuando la mente deba suplir lo que falta, sigue siendo una imagen.
Esto nos dirige hacia una observación importante: el hecho de que podemos reconocer a una persona de una foto fragmentada, comprueba la existencia de la «imagen del alma,» una imagen impresa por medio del ojo en el alma. Ocupando la imaginación, esta imagen nos permite ver a esa persona mentalmente aún en su ausencia y sin su retrato.
¿Cómo se obtiene tal imagen? No la podemos crear, pero la persona, al mirarlo, la dibuja en la retina para luego proyectarla en el alma. En fotografía, no es el artista ni su aparato, sino las características de nuestro rostro que por arte de magia dibujan nuestra imagen sobre la placa. De la misma forma, la persona que recibe nuestro mensaje es pasiva, mientras que nosotros, al ponerla en su alma, somos activos.
Luego, en el sentido más profundo, cada uno de nosotros lleva su propia imagen en o sobre su rostro, y la introduce en el alma del hombre o la imprime sobre la lámina del artista. Esta imagen consiste en características que, en conjunto, forman nuestra peculiar expresión de individualidad. Un hombre forma su propia sombra sobre un muro a su imagen y semejanza. Cada vez que damos una impresión externa de nuestro ser, lo hacemos a nuestra imagen y semejanza.
Volviendo a Gen. 1:27, después de estas observaciones preliminares, notamos la diferencia entre
(1) la imagen divina por la cual fuimos creados a semejanza, y
(2) la imagen que, consecuentemente, se hizo visible en nosotros.
La imagen por la cual el hombre fue creado a semejanza es una, y la imagen que se imprimió en nosotros es otra bastante distinta. La primera es la imagen de Dios, por medio de la cual, fuimos creados a semejanza, la otra es la imagen creada en nosotros. Para prevenir confusiones es necesario mantener la distinción entre ellas. La primera existía antes que la segunda, porque de lo contrario, ¿cómo pudo haber creado Dios al hombre a Su semejanza?
No es de extrañarse que muchos han llegado a pensar que tal imagen y semejanza se referían a Cristo, quien es “la Imagen del Dios invisible,” (Col. 1:15) y la “fiel imagen de Su Sustancia.” (Heb. 1:3) No son pocos los que han aceptado como parte de su doctrina. Sin embargo, junto a nuestros mejores ministros y maestros, creemos que es un error. Pues está en conflicto con las palabras, “Hagamos al hombre a Nuestra Imagen y Semejanza” (Gen. 1:26) la cuales deben significar que el Padre se dirigía al Hijo y al Espíritu Santo. Algunos dicen que estas palabras se dirigen a los ángeles, pero esto no puede ser ya que el hombre no es creado a imagen de los ángeles. Otros dicen que el Padre se dirigía a sí mismo, motivándose a sí mismo a ejecutar Su obra, usando la persona “Nosotros” como un plural usado para referirse a su Majestad, pero esto no coincide con el uso del singular en la frase que viene inmediatamente después: “Y Dios creó al hombre a Su imagen.” (Gen. 1:27)
Por tanto, nos unimos a la explicación de los ministros más sabios y piadosos de la Iglesia: al usar estas palabras el Padre se dirigía al Hijo y al Espíritu Santo. Luego, la unidad de las tres personas se expresa en las palabras, “Y Dios creó al hombre a Su semejanza” y la imagen no se refiere sólo a la del Hijo. ¿Cómo podría el Padre decirle al Hijo y al Espíritu Santo: “Hagamos al hombre a la imagen del Hijo”?
Luego, esa imagen se debe entender como la concentración de las características de Dios, por medio de las cuales se da a conocer a Sí mismo. Y ya que sólo Dios puede darse a conocer a Sí mismo, se deduce que la imagen de Dios es la representación de Su Ser, eternamente existente en la conciencia divina.
Consideramos “Imagen” y “Semejanza” como sinónimos; no porque no se pueda hacer una diferencia; sino más bien porque en el v. 27 la palabra “semejanza” ni se menciona. Por tanto, nos oponemos a la explicación de que “imagen” se refiere al alma y “semejanza” al cuerpo, permitiendo que, por la unión indisoluble del cuerpo y alma, las características de la imagen de Dios deben tener un efecto secundario en el cuerpo, el cual es Su templo; sin embargo, no hay una buena razón para estar de acuerdo con esta distinción tan precaria entre la imagen y semejanza. Entonces, la imagen por la cual fuimos creados a semejanza, es la expresión de Dios tal como existe en Su propia conciencia.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper