Cuando oímos que hay en el hombre un juicio universal para discernir entre el bien y el mal, no hemos de pensar que tal juicio esté por completo sano e íntegro. Porque si el entendimiento de los hombres tuviese la facultad de discernir entre el bien y el mal solamente para no poner como pretexto la ignorancia, no sería necesario que conociese la verdad en cada cosa particular; bastaría con conocerla lo suficiente para que no se excusase sin poder ser convencido por el testimonio de su conciencia, y que desde ese punto comenzase a sentir temor del tribunal de Dios.
Si de hecho confrontamos el entendimiento humano con la Ley de Dios, que es la norma perfecta de justicia, veremos cuánta es su ceguera. Ciertamente no comprende lo principal de la primera Tabla, que es poner toda nuestra confianza en Dios, darle la alabanza por su virtud y por la justicia, invocar su Santo Nombre y guardar el verdadero sábado que es el descanso espiritual. ¿Qué entendimiento humano ha olfateado y rastreado jamás, por su sentimiento natural, que el verdadero culto a Dios consiste en estas cosas y otras semejantes? Porque cuando los paganos quieren honrar a Dios, aunque los apartéis mil veces de sus locas fantasías, vuelven siempre a recaer en ellas. Ciertamente confesarán que los sacrificios no agradan a Dios si no les acompaña la pureza del corazón. Con ello atestiguan que tienen algún sentimiento del culto espiritual que se le debe a Dios, pero luego lo falsifican con sus falsas ilusiones. Porque nunca se podrían convencer de que lo que la Ley prescribe sobre el culto es la verdad. ¿Será razonable que alabemos de vivaz y agudo a un entendimiento que por sí mismo no es capaz de entender, ni quiere escuchar a quien le aconseja bien?
En cuanto a los mandamientos de la segunda Tabla, el ser humano tiene algo más de inteligencia, porque se refiere más al orden de la vida humana; aunque aun en esto cae en deficiencias. Porque al más excelente ingenio le parece absurdo aguantar un poder duro y excesivamente riguroso como impone la Ley, cuando de alguna manera puede librarse de él. La razón humana no puede concebir el soportar pacientemente tal dominio, y entonces lo atribuye a corazones serviles para no hacer nada; y, al contrario, que es de espíritus animosos y esforzados hacerle frente.
Los mismos filósofos no aprecian como un vicio el vengarse de las injurias. Sin embargo, el Señor condena esta excesiva altivez del corazón y manda que los suyos tengan esa paciencia que los hombres condenan y vituperan. Asimismo nuestro entendimiento es tan ciego respecto a la observancia de la Ley, que es incapaz de conocer el mal que provoca el deseo de su corazón, porque el hombre sensual no puede ser convencido para que reconozca el mal de su concupiscencia; ya que antes de llegar a la entrada del abismo se apaga su luz natural. Porque, cuando los filósofos designan como vicios los impulsos excesivos del corazón, se refieren a los que aparecen y se ven claramente por signos visibles. Pero los malos deseos que solicita el corazón más ocultamente, no los tienen en cuenta.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino