Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. (Mateo 7:15).
Entre las doctrinas falsas del falso profeta está el aspecto expiatorio del sacrificio y la muerte vicaria del Señor Jesucristo. El falso profeta habla acerca de “Jesús”; incluso, se complace en hablar de la cruz y de la muerte de Cristo. Pero la pregunta vital es, ¿Qué idea tiene de esa muerte? ¿Qué idea tiene de esa cruz? Se enseñan puntos de vista que son totalmente herejes y niegan la fe cristiana. La prueba definitiva es ésta. ¿Se da cuenta de que Cristo murió en la cruz porque era la única manera de expiar y hacer propiciación por el pecado? ¿Cree también que Cristo fue crucificado en la cruz en lugar suyo, que llevó “en su cuerpo sobre el madero” Su culpa y el castigo de su culpa y su pecado? ¿Cree que si Dios no hubiera castigado su pecado allá, en el cuerpo de Cristo en la cruz, y lo digo con reverencia, ni siquiera Dios le hubiera podido perdonar? ¿Cree que fue sólo enviando a su propio Hijo como propiciación por nuestros pecados, en la cruz, que Dios pudo ser “el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Ro. 3:25,26)? Hablar simplemente acerca de Cristo y de la cruz no basta. ¿Es la doctrina bíblica de la expiación penal y vicaria? Esta es la forma de probar al falso profeta. El falso profeta no dice estas cosas. Habla en torno a la cruz, no de la cruz. Habla acerca de los que estaban en torno a la cruz y habla de forma sentimental acerca de nuestro Señor, nada sabe acerca de la “ofensa de la cruz” de Pablo. Su predicación de la cruz no es “para los gentiles locura” ni “para los judíos ciertamente tropezadero”. A través de su filosofía, le ha quitado todo efecto a la cruz. Ha hecho de ella algo maravilloso, una filosofía estupenda de amor y sentimiento, debido a que el mundo no está interesado en otra cosa. Nunca la ha visto como una transacción tremenda y santa entre el Padre y el Hijo, en el cual el Padre ha hecho que su Hijo sea “pecado por nosotros”, y ha colocado sobre Él nuestra iniquidad. En su enseñanza no se encuentra nada de esto, y por esto es falsa.
Tampoco enfatiza el arrepentimiento en un sentido real. Presenta una puerta muy ancha que conduce a la salvación y un camino muy espacioso que conduce al cielo. No hay por qué percibir mucho la condición pecadora de uno; no hay por qué tomar conciencia de la oscuridad del propio corazón. Simplemente, hay que decidirse por Cristo y unirse a la multitud; se añade el nombre propio a la lista, y pasa a ser una de las muchas ‘decisiones’ acerca de las que informa la prensa. Es muy distinto del evangelismo de los Puritanos y de John Wesley, George Whitefield y otros; aquel evangelismo conducía al temor del juicio de Dios, y a la angustia del alma, a veces por días, semanas y meses. John Bunyan nos dice en su autobiografía «Gracia Abundante» que durante dieciocho meses sufrió la agonía del arrepentimiento. Hoy día no parece que haya mucha posibilidad de esto. Arrepentimiento significa darse cuenta de que se es culpable, pecador vil en la presencia de Dios, que se merece la ira y castigo de Dios, que uno camina hacia el infierno. Significa que se comienza a percibir que eso que se llama pecado está en uno, que se anhela liberarse de ello, que se le vuelve la espalda, cualquiera que sea, al mundo tanto en forma de pensar, como en perspectiva, como en práctica, y se niega uno a sí mismo para tomar la cruz y seguir a Cristo. Quizá haya que sufrir económicamente, pero no importa. Esto es arrepentimiento. El falso profeta no lo presenta así. Cura “la herida de la hija de mi pueblo con liviandad”, diciendo simplemente que todo está bien, que lo único que hay que hacer es “venir a Cristo”, “seguir a Jesús”, o “hacerse cristiano”.
En última instancia, se puede plantear así. El falso profeta no enfatiza la necesidad absoluta de entrar por la puerta estrecha y andar por el camino angosto. No nos dice que tenemos que practicar el Sermón del Monte. Si sólo lo escuchamos sin practicarlo, estamos condenados. Si sólo lo comentamos, sin aplicarlo, se levantará en juicio contra nosotros para condenarnos. La enseñanza falsa no se interesa por la verdadera santidad, por la santidad bíblica. Sostiene una idea de la santidad parecida a la que tenían los fariseos. Recordemos que escogían ciertos pecados de los que ellos mismos no eran reos, según creían, y decían que con tal de no ser culpables de ellos todo lo demás no importaba. ¡Ay, cuantos fariseos hoy día! La santidad se ha convertido en no hacer tres o cuatro cosas. Ya no pensamos en función de “no améis el mundo, ni las cosas que están en el mundo… los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (Un. 2:15,16). “La vanagloria de la vida” es una de las mayores maldiciones en la Iglesia cristiana. La enseñanza falsa desea una santidad como la de los fariseos. Es simplemente cuestión de no hacer ciertas cosas acerca de las que nos hemos puesto de acuerdo, porque da la casualidad que no nos atraen gran cosa. Con ello, hemos reducido la santidad a algo fácil y acudimos en masa al camino espacioso y tratamos de seguirlo.
Estas son algunas de las características de estos falsos profetas que vienen disfrazados de ovejas. Ofrecen siempre una salvación fácil, una clase de vida fácil. Desaconsejan el auto examen; más aún, casi sienten que examinarse a sí mismo es hereje. Dicen que no hay que examinar la propia alma. Siempre hay que “mirar a Jesús”, nunca a uno mismo, para poder descubrir el pecado. Desaconsejan lo que la Biblia nos aconseja que hagamos, ‘examinarnos’ a nosotros mismos, ‘probarnos a nosotros mismos’ y situarnos frente a esta última sección del Sermón del Monte. No les gusta el proceso de auto examen y de mortificación del pecado que enseñaban los puritanos, y los grandes líderes del siglo dieciocho —no sólo Whitefield, Wesley y Johathan Edwards, sino también el santo John Fletcher, quien, todas las noches antes de acostarse, se hacía doce preguntas. No creen en esto porque es incómodo. Quieren una salvación fácil, una vida cristiana fácil. Nada conocen del sentir de Pablo, cuando dice “los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia”. Nada sabe acerca del pelear “la buena batalla de la fe”. No saben qué quiere decir Pablo cuando afirma que “no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Ef. 6:12). No entienden esto. No ven necesidad alguna de revestirse de la armadura toda de Dios, por qué no han visto el problema. ¡Todo es tan fácil!
Hoy día no gusta esta clase de enseñanza contra los falsos profetas. Vivimos en una época en que la gente dice que, con tal de que alguien profese ser cristiano, debemos considerarlo como hermano y seguir juntos. Pero la respuesta es lo que dijo nuestro Señor, “Guardaos de los falsos profetas”. Estas advertencias terribles y penetrantes están en el Nuevo Testamento debido precisamente a lo que he venido comentando. Claro que no debemos ser hipercríticos; pero tampoco debemos confundir la amistad y afabilidad con la santidad. No se trata de personalidades. No debemos despreciar estas personas. De hecho, el Dr. Alexander MacLaren tiene razón cuando afirma que son hipócritas inconscientes. No es que no sean agradables y complacientes; lo son. En cierto sentido, este es el peligro mayor, y ello es lo que hace ser una fuente tal de peligro. Pongo de relieve esto porque, según nuestro Señor, es algo que siempre nos acecha. Hay un camino que conduce a la ‘perdición’, y el falso profeta no cree en ‘perdición’.
¿No es acaso cierto que la explicación del estado actual de la iglesia cristiana es precisamente esto que hemos venido examinando? ¿Por qué la iglesia se ha vuelto tan débil e ineficaz? No vacilo en responder que se debe a la clase de predicación que se introdujo como consecuencia del movimiento de la alta crítica en el siglo pasado, el cual condenaba totalmente la predicación doctrinal. Abogaba por una predicación moral. Tomaban las ilustraciones de la literatura y la poesía, y Emerson vino a ser uno de sus Sumos Sacerdotes. Esta es la causa del problema. Seguían hablando de Dios; seguían hablando de Jesús; seguían hablando de su muerte en la cruz. No se presentaban como herejes manifiestos; pero no mencionaban esas otras cosas que son vitales para la salvación. Ofrecían ese mensaje vago que nunca molesta a nadie. Eran siempre tan modernos y agradables; estaban tan al día. Agradaban al paladar popular, y el resultado es no sólo las iglesias vacías, acerca de las que tanto se nos habla en los tiempos actuales, sino como veremos, la calidad mediocre de la vida cristiana que se encuentra entre tantos de nosotros. Estas cosas son amargas y desagradables, y tanto si se me cree como si no, tengo que confesar honestamente que si no me hubiera comprometido a predicar, como lo estoy haciendo con todo el Sermón del Monte, nunca hubiera escogido estas palabras como texto. Nunca habría predicado acerca de ellas. Nunca he escuchado un sermón en torno a las mismas. ¿Me pregunto cuántos de nosotros lo hemos escuchado? No nos gusta; es molesto; pero a nosotros no nos atañe escoger lo que nos gusta. Esto lo dijo el Hijo del Hombre, y lo sitúa en el contexto del juicio y la destrucción. Así pues, aún a costa de que se me llame cazador de herejías o persona que se sienta a juzgar a sus hermanos y a todo el mundo, he tratado honestamente de explicar la Biblia. Y ruego que pensemos otra vez en ello en oración, en la presencia de Dios, mientras consideramos el valor de nuestra alma inmortal y su destino eterno.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones