En BOLETÍN SEMANAL
​Es una gran sabiduría aprender el arte de hacer miel de la hiel, y el texto nos enseña eso: muestra como se puede convertir la angustia en ganancia. Cuando estés en la adversidad, invoca a Dios y experimentarás una liberación que será más rica y dulce que la que hubiera ocurrido a tu alma si no hubieras conocido la angustia. Este es el arte y la ciencia de convertir las pérdidas en ganancias y las adversidades en ventajas.

​En nuestro texto tenemos LA ADVERSIDAD CONVERTIDA EN VENTAJA. «Invócame en el día de la angustia; te libraré.»
Lo decimos con toda reverencia, pero Dios mismo no puede liberar a un hombre que no esté en angustia, y por lo tanto hay una cierta ventaja al estar en angustia, porque entonces Dios te puede librar. Hasta Jesucristo, el Sanador de los hombres, no puede sanar a uno que no esté enfermo, de modo que se convierte en una ventaja estar enfermo, para que Jesucristo nos pueda sanar. Así, tu adversidad puede convertirse en tu ventaja que te brinda la ocasión y la oportunidad para exhibir la gracia divina.
Ahora permítaseme suponer que eres una de esas personas en angustia. Quizás te encuentres solitario como Robinson Crusoe. Bueno, ahora, cuando ores —y deseo que ores ahora mismo— ¿no ves los argumentos que tienes? En primer lugar, tienes un argumento de tiempo; «Invócame en el día de la angustia.» Luego declara cual es tu tribulación —tu esposa enferma, el niño moribundo, el negocio que se hunde, la salud que está en decadencia, ese trabajo que has perdido- aquella pobreza que te mira a la cara. Dile al Señor misericordioso: «Señor mío, si alguna vez un hombre estuvo en el día de la angustia, ese soy yo, y por eso me tomo el atrevimiento de orar a ti hoy, porque Tú has dicho «Invócame en el día de la angustia.» Esta es la hora que señalaste para apelar a ti: este oscuro y tormentoso día. Si alguna vez hubo un hombre al que tu Palabra dio el derecho de orar, yo soy ese hombre, porque estoy en angustia, y por lo tanto usaré la oportunidad para hacer mi súplica. Te ruego que escuches el clamor de tu siervo a esta hora de la medianoche.»
Además vuelve tu adversidad en ventaja apelando al mandamiento. Puedes acudir al Señor ahora, en este preciso momento y decirle: «Señor, óyeme porque tú me has mandado que ore. Aunque soy malo, ni le diría a un hombre que me pidiera una cosa, si tuviera la intención de negársela; no le exhortaría a que me pidiera ayuda, si se la fuera a negar.» ¿Sabéis hermanos, que con frecuencia atribuimos al buen Dios conductas de las cuales nosotros mismos nos avergon-zaríamos? No puede ser. Si decís a un pobre hombre: «Estás en circunstancias muy tristes; escríbeme mañana, y me ocuparé de sus asuntos;» y si él te escribiera, no tratarías su carta con desdén. Te sentirías obligado a considerar su caso. Cuando le dijiste que te escribiera, quisiste decir que le ayudarías si podías. Y cuando Dios te dice que le invoques, Él no se está mofando de ti: Él te está diciendo que te tratará con bondad. No sé quién eres tú. Podrías invocar al Señor, porque El te ordena hacerlo. Y si le invocas, puedes poner este argumento en tu oración:

Señor, que busque tu rostro, me has dicho
y ¿te buscaré en vano?
y a mi queja, ¿sordo estará el oído
de la gracia, oh Soberano?

Así que apela al tiempo, a la angustia y al mandamiento, y luego suplica a Dios apelando a su propio carácter. Háblale reverentemente, pero con fe, de esta manera: «Señor, es a ti a quien estoy apelando. Tú has dicho: ‘Invócame.’ Si me la hubiera dicho mi prójimo, tendría temor de que no me oyera, y se arrepintiera de su promesa; pero tú eres demasiado grande y bueno como para cambiar. Señor, por tu verdad y por tu fidelidad, por tu inmutabilidad y por tu amor, yo, un pobre pecador, quebrantado de corazón y aplastado, te invoco en el día de la angustia. Ayúdame y ayúdame pronto o moriré.» Seguramente tú que estás en angustias tienes muchos poderosos argumentos. Estás sobre terreno firme con el ángel del pacto y puedes aferrarte valientemente de la bendición. Ciertamente si estuviera en angustia y estuviera sentado en esos asientos abriría la boca, me llenaría de este texto, y oraría como David, Elías o Daniel, apoyado en el poder de esta promesa: «Invócame en el día de la angustia; te libraré y tú me honrarás.»
¡Oh, vosotros, angustiados, saltad al sonido de esta palabra! Creedla. Dejad que llegue hasta vuestras almas. «Jehová liberta a los cautivos.» El ha venido a darte libertad. Puedo ver a mi maestro engalanado con sus suaves vestiduras, su aspecto es feliz como los cielos, su rostro resplandeciente como una mañana sin nubes, y en su mano lleva una llave de plata. «¿Hacia dónde vas, Maestro mío, con esa llave?» «Voy,» dice, «a abrir la puerta a los cautivos, y a dar libertad a los que están presos.» ¡Bendito Maestro cumple tu misión, y no pases por alto estos prisioneros de esperanza! ¡No te detendremos ni un momento, pero no te olvides de estos que lloran! Sube, a esas galerías, ve por los pasillos, y liberta a los prisioneros del Gigante Desesperación, y haz que sus corazones canten de gozo, porque te han invocado en el día de la angustia y Tú les has libertado y ellos te honrarán!

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