No sin motivo, después de la resurrección se pone en el Credo el artículo de su ascensión a los cielos. Si bien Jesucristo, al resucitar comenzó de una manera mucho más plena a mostrar el brillo de su gloria y de su virtud, habiéndose despojado de la condición baja y vil de la vida mortal y corruptible y de la ignominia de la cruz, sin embargo, precisamente al subir a los cielos ha exaltado verdaderamente su Reino. Así lo demuestra el Apóstol al decir que subió para cumplir todas las cosas (Ef. 4, 10), en cuyo testimonio el Apóstol, usando una especie de contradicción en cuanto a las palabras, advierte que hay perfecto acuerdo y conformidad entre ambas. En efecto, Cristo de tal manera se alejó de nosotros, que está presente de una manera mucho más útil, que cuando vivía en la tierra, como encerrado en un aposento muy estrecho.
Por esto san Juan, después de referir la admirable invitación a beber del agua de vida, continúa diciendo: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Jn. 7:37). Luego añade que “aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado» (Jn. 7:39). Y el mismo Señor lo atestiguó así a sus discípulos: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros» (Jn. 16:7). En cuanto a su presencia corporal, los consuela diciendo que no los dejará huérfanos, sino que volverá de nuevo a ellos; de una manera invisible, pero más deseable, pues entonces comprenderán con una experiencia más cierta, que el mando que le había sido entregado y la autoridad que ejercía, eran suficientes no sólo para que los fieles viviesen felizmente, sino también para que se sintieran dichosos al morir. De hecho, vemos cuánta mayor abundancia de Espíritu ha derramado, cuánto más ha ampliado su reino, cuánta mayor demostración ha hecho de su potencia, tanto en defender a los suyos, como en destruir a sus enemigos.
Así pues, al subir al cielo nos privó de su presencia corporal, no para estar ausente de los fieles que aún andaban peregrinando por el mundo, sino para gobernar y regir el cielo y la tierra con una virtud mucho más presente que antes. Realmente, la promesa que nos hizo: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos» (Mt.28:20), la ha cumplido con su ascensión, en la cual, así como el cuerpo fue levantado sobre todos los cielos, igualmente su poder y eficacia fue difundida y derramada más allá de los confines del cielo y de la tierra.
Testimonio de san Agustín. Prefiero explicar esto con las palabras de san Agustín que con las mías. «Cristo», dice, «había de ir por la muerte a la diestra del Padre, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos con su presencia corporal, como había subido, conforme a la sana doctrina y a la regla de la fe. Porque según la presencia espiritual había de estar con sus apóstoles después de su ascensión». Y en otro lugar lo dice más extensa y claramente: «Según su inefable e invisible gracia se cumple lo que Él dice: He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos. Mas según la carne que el Verbo tomó, en cuanto que nació de la Virgen, en cuanto que fue apresado por los judíos, crucificado en la cruz, bajado de ella, fue sepultado y se manifestó en su resurrección, se cumplió esta sentencia: ‘a mí no siempre me tendréis’ (Mt. 26:11). ¿Por qué? Porque habiendo conversado según la presencia corporal cuarenta días con sus discípulos, mientras ellos le acompañaban y le contemplaban sin poder seguirlo, subió al cielo; y ya no está aquí, porque está sentado a la diestra del Padre (Hch. 1:3-9); y aún está aquí, porque no se alejó según la presencia de su Majestad. Así que según la presencia de su Majestad siempre tenemos a Cristo; mas, según la presencia de la carne muy bien dijo a sus discípulos: ‘a mí no siempre me tendréis’. Porque la Iglesia lo tuvo muy pocos días según la presencia de la carne; pero ahora lo tiene por la fe, y no lo ve con sus ojos”.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino