Y cuando terminó Jesús estas palabras, la gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. (Mateo 7:28,29).
En los dos últimos versículos de este capítulo el escritor sagrado nos dice el efecto que este Sermón del Monte produjo en los oyentes. De esta forma nos ofrece al mismo tiempo la oportunidad de examinar en general qué efecto debería producir siempre este sermón en los que lo leen y lo examinan.
Estos dos versículos no son en modo alguno una especie inútil o vana de epílogo. Tienen suma importancia en cualquier examen que hagamos del Sermón. No me cabe la menor duda de que por esta razón el escritor, guiado por el Espíritu Santo, dejó constancia del Sermón, porque aquí se centra nuestro interés en el Predicador más que en el Sermón. Se nos pide, por así decirlo, que una vez examinado el Sermón, miremos a Aquel que lo pronunció y predicó. Hemos dedicado mucho tiempo al examen detallado de la enseñanza del Sermón y, en los últimos capítulos, sobre todo, hemos examinado el llamamiento urgente que nuestro Señor dirigió a los que lo habían escuchado. Les pidió que lo pusieran en práctica. Plantea de nuevo la advertencia terrible en contra del autoengaño, en contra de limitarse a admirar el Sermón y a alabar ciertos puntos del mismo sin caer en la cuenta de que, a no ser que se practique, permaneceremos fuera del Reino de Dios, para encontrar que todo aquello en lo cual confiábamos, de repente, en el día del juicio, nos será quitado.
Pero la pregunta que muchos pueden tener la tentación de hacerse es: ¿Por qué deberíamos practicar este Sermón? ¿Por qué deberíamos prestar atención a esta terrible advertencia? ¿Por qué deberíamos creer que, a no ser que hagamos que nuestra vida se conforme a esta pauta, estaremos sin esperanza al llegar ante Dios? La verdadera respuesta a todo esto es el tema al que nos encaminan estos últimos versículos. Es la persona misma, la persona que pronunció estas palabras, la que comunicó esta enseñanza. En otras palabras, al examinar el Sermón del Monte como un todo, después de haber considerado estas distintas partes, debemos caer en la cuenta de que no hay que concentrarse sólo en la belleza de lo dicho, en la estructura perfecta del Sermón, en las ilustraciones impresionantes, en los ejemplos sorprendentes y en el equilibrio extraordinario que encontramos en él, tanto desde el punto de vista de los temas, como de la forma en que se presentan. Debemos ir más allá. Al examinar el Sermón del Monte, nunca debemos detenernos ni siquiera en la enseñanza moral, ética y espiritual; debemos ir más allá de todas estas cosas, por maravillosas que sean, por vitales que sean, hasta la persona del Predicador mismo.
Hay dos razones principales para decir esto. La primera es que, en último término, la autoridad del Sermón se deriva del Predicador. Esto es, desde luego, lo que hace al Nuevo Testamento un libro tan único, lo que da una claridad exclusiva a la enseñanza de nuestro Señor. En el caso de los demás maestros que el mundo ha conocido, lo importante es la enseñanza; pero estamos frente a un caso en el que el Maestro es más importante de lo que enseña. En cierto sentido, no se puede dividir ni separar el uno del otro. Pero si hay que dar prioridad a uno de los dos, siempre debemos colocar al Predicador en primer lugar. Así pues, estos dos versículos al final del Sermón dirigen nuestra atención hacia este hecho.
Si alguien pregunta: ¿Por qué debo prestar atención a este Sermón, por qué debo ponerlo en práctica, por qué debo creer que es lo más vital de esta vida? La respuesta es: debido a la Persona que lo predicó. Él es la máxima autoridad, esta es la razón que sanciona el Sermón. En otras palabras, si tenemos alguna duda en cuanto a la persona que predicó este Sermón, es obvio que esto afectará la idea que nos formemos del mismo. Si tenemos duda acerca de su cualidad de ser Único, acerca de su Deidad, acerca del hecho que era Dios en la carne el que hablaba, entonces toda nuestra actitud hacia el Sermón queda minada. Pero, por el contrario, si creemos que el Hombre que pronunció estas palabras no fue otro que el Hijo Unigénito de Dios, entonces estas palabras adquieren una solemnidad abrumadora y una autoridad superior y debemos tomar la enseñanza como un todo con la gravedad que siempre hay que darle a cualquier pronunciamiento que procede de Dios mismo. Tenemos, pues, ahí, una buena razón para examinar este punto. La sanción final que refrenda a toda expresión que se encuentra en este Sermón, radica ahí. Por consiguiente, cuando lo leemos y nos sentimos tentados quizá a argüir en contra del mismo o debilitar algunas de sus enseñanzas, debemos recordar que estamos examinando las palabras del Hijo de Dios. La autoridad y la sanción proceden del que habla, de la segunda bendita Persona de la Trinidad misma.
Pero aparte de esta conclusión general, nuestro Señor mismo insiste en que le prestemos atención. Y llama la atención hacia sí mismo en este Sermón. Repite pruebas que tiene como fin obvio centrar nuestra atención en su Persona. Este es el aspecto en el cual el verdadero evangelio difiere de los que pasa muchas veces por evangelio. Algunos tienen la tendencia de establecer una división entre la enseñanza del Nuevo Testamento y el Señor mismo. Se trata de un error básico. El Señor llama siempre la atención hacia sí mismo y esto lo hallamos abundantemente ilustrado en este Sermón. El problema último por consecuente, con el que se enfrentan los que enfatizan la enseñanza del Sermón del Monte a expensas de la doctrina y a expensas de la teología, es que nunca caen en la cuenta de ese punto. Nos hemos referido a menudo, de paso, al caso de los que dicen que les gusta el Sermón del Monte, quienes colocan este Sermón del Monte frente a la enseñanza acerca de la expiación y muerte de Cristo y de todas las elevadas doctrinas de las Cartas, porque, según dicen, el Sermón del Monte es algo práctico, algo que se puede aplicar a la vida y llegar a ser la base del orden social, y así sucesivamente. El problema de esas personas es que nunca han leído verdaderamente el Sermón del Monte, porque, si lo hubieran hecho, habrían descubierto que en él la atención se dirige constantemente a esta Persona. Y de inmediato esto suscita doctrina crucial. En otras palabras, el Sermón del Monote como hemos visto tantas veces, es en realidad una especie de afirmación básica de la cual se deriva todo lo demás. Está lleno de doctrina; y la idea de que sea una enseñanza moral y ética y nada más, es completamente ajena a la enseñanza del Sermón, y sobre todo al punto que se enfatiza aquí, en estos dos últimos versículos.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones