En BOLETÍN SEMANAL
​La autoridad del Sermón del Monte(II): Adviértase la importancia que le atribuye a sus propias palabras [...] Dice de hecho: “Quiero que escuchéis y practiquéis estas palabras; ¿os dais cuenta de quién soy Yo y, en consecuencia, de la importancia de lo que digo?”

Y cuando terminó Jesús estas palabras, la gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. (Mateo 7:28,29).

Vemos, pues, que nuestro Señor llama la atención hacia sí mismo y, en un sentido, no hay nada en el Sermón que sea tan notable como la forma en que lo hace. Por ello, una vez visto todo el Sermón, encontramos que todas las instrucciones que dio se centran de nuevo en Él. En el Sermón del Monte, lo contemplamos a Él de una forma especial, y cualquier estudio del mismo siempre debería conducirnos a esto. En estos dos versículos tenemos una forma maravillosa de hacerlo. Se nos habla acerca de la reacción de esas personas que tuvieron el privilegio elevado de mirarlo a Él y escuchar el Sermón. Y se nos dice que su reacción fue de admiración. “Y cuando terminó Jesús estas palabras, la gente se admiraba de su doctrina (o de su enseñanza); porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”.

Tratemos en la medida de lo posible imaginarnos esto, por qué no hay nada que debiéramos disfrutar —empleo este término a propósito— tanto como contemplarlo a Él. Toda la enseñanza de nada vale a no ser que tengamos una idea justa acerca de Él. En esencial, el punto vital de toda enseñanza, de la teología y de toda la Biblia es conducirnos al conocimiento de Cristo y a nuestra relación con Él. Para esto contemplamos a esta bendita Persona y por eso debemos tratar de imaginarnos este cuadro. He aquí una gran multitud de gente. Al comienzo se sentó a enseñar, estaba sólo Él y sus discípulos; pero hacia el final, es obvio que había una gran muchedumbre. Ahí, sentado frente a toda esa gente en el monte, está este Hombre joven, según se decía un simple carpintero de un lugar pequeño llamado Nazaret, en Galilea, un artesano, una persona común, ordinaria. No había recibido preparación académica. No era ni escriba ni fariseo; no se había sentado a los pies de Gamaliel ni de ninguno de los grandes maestros o autoridades. Al parecer se trataba de una persona muy ordinaria, que había llevado una vida muy corriente. Pero de repente comenzó a recorrer el país con un ministerio extraordinario y ahí está sentado, enseñando y predicando y diciendo las cosas que hemos venido examinando juntos. No nos sorprende que esa gente estuviera admirada. Fue todo tan inesperado, tan sorprendente en todos los sentidos, tan diferente de todo lo que habían conocido. Nos resulta muy difícil debido a lo familiares que nos resultan estos hechos y detalles y darnos cuenta de que estas cosas sucedieron de hecho hace cerca de dos mil años y darnos cuenta del efecto que tuvieron que producir entre los contemporáneos de nuestro Señor. Tratemos de imaginar su sorpresa y admiración total al ver a este carpintero de Galilea sentado, enseñándoles y explicándoles la ley, hablándoles de esta forma tan extraordinaria. Quedaron sorprendidos, admirados y aturdidos.

Lo que debemos averiguar es qué produjo exactamente la admiración. Lo primero, claro está, es la autoridad general con la que habló —este hombre que habla con autoridad y no como los escribas. Este aspecto negativo es muy interesante— que su enseñanza no era según el estilo de los escribas. Lo característico de la enseñanza de los escribas, como recordaremos, era que siempre citaban a las autoridades y que nunca emitían pensamientos originales; eran expertos, no tanto en la ley misma, sino en las distintas exposiciones e interpretaciones de la ley que habían sido propuestas desde el tiempo de Moisés. Luego, además, siempre citaban a los expertos en estas interpretaciones. Para ilustrar el significado de lo que decimos, no debemos sino imaginar lo que sucede tan a menudo en los tribunales cuando se juzga un caso. Se citan distintas autoridades; una de ellas ha dicho una cosa y la otra, en otro caso; se presentan libros de texto y se lee lo que dicen. Esta es la forma práctica de los escribas y por esto siempre andaban discutiendo; pero el rasgo principal era la hilera interminable de citas. Hoy día sucede lo mismo. Se pueden leer o escuchar sermones que no parecen ser sino una serie de varios escritos. Esto da la impresión de conocimiento y cultura. Se nos dice que los escribas y fariseos estaban muy orgullosos de sus conocimientos. Habían descartado a nuestro Señor con burla, diciendo, “¿Cómo sabe éste letras sin haber estudiado?” Esto señala el hecho de que la característica más notable de su enseñanza era la ausencia de citas interminables. En otras palabras, lo que sorprendía respecto a Él era su originalidad. Repite una y otra vez “Yo os digo”; no “Fulano de tal ha dicho”, sino “Yo os digo”. En su enseñanza había frescor. Todo su método era diferente. Se caracterizaba por esta originalidad de pensamiento y de forma —la manera en que lo hacía, tanto como lo que hacía.

Pero, como es de esperar, lo más sorprendente de todo era la confianza y seguridad con la que hablaba. Eso se vio desde el comienzo, cuando pronunció esas grandes Bienaventuranzas. Comienza diciendo: “Bienaventurados los pobres en espíritu” y luego, “porque de ellos es el reino de los cielos”. No caben dudas ni incertidumbres acerca de ello; no es una simple suposición o posibilidad. Esta seguridad y autoridad extraordinarias con que hablaba, se manifestaron desde el comienzo mismo.

Imagino, sin embargo, que lo que realmente admiró a esa gente, más aún que su autoridad general, fue lo que dijo, sobre todo lo que dijo acerca de sí mismo. Esto, sin duda, tuvo que sorprenderles y admirarles. Pensemos de nuevo en las cosas que dijo, ante todo acerca de su propia enseñanza. Una y otra vez hace observaciones que llaman la atención acerca de su enseñanza y acerca de su actitud hacia la misma. Tomemos, por ejemplo, la frecuencia con que dijo en el capítulo quinto: “Oísteis que fue dicho a los antiguos… pero yo os digo”. No vacila en corregir la enseñanza de los fariseos y de las autoridades que utilizaban. Se refería ‘A los antiguos’, como ya vimos, y esto tenía que ver con ciertos fariseos y su exposición de la ley mosaica. No dudó en dejarla de lado y corregirla. ¡Este artesano, este carpintero que nunca había asistido a las escuelas de teología, diciendo: “Yo os digo”! Se arroga esta autoridad para sí mismo y para su enseñanza.

Más aún, no vacila en afirmar en esa expresión que Él, y sólo Él, puede dar una interpretación espiritual de la ley que fue promulgada por Moisés. Su argumentación consiste siempre en que la gente nunca había visto la intención o contenido espirituales de la ley dada por Moisés; la interpretaban mal y la reducía al plano físico. Con tal de no cometer adulterio físico, pensaban que nada importaba. No veían que Dios se preocupa por el corazón, el deseo, el espíritu. Por eso, se presenta delante de ellos como el Único intérprete genuino de la ley. Dice que su interpretación sola pone de manifiesto el sentido espiritual de la ley; más aún, no vacila en hablar de sí mismo y en considerarse como Legislador: “Yo os digo”.

Luego recordaremos cómo al final del Sermón lo dice de forma todavía más explícita. “Cualquiera, pues”, dice, “que me oye estas palabras, y las hace”. Adviértase la importancia que le atribuye a sus propias palabras. Al decir esto, dice algo acerca de sí mismo. Utiliza la ilustración aterradora de las dos casas. Ya ha hablado acerca del juicio, y lo plantea todo en función de ‘estas palabras’ suyas. Dice de hecho: “Quiero que las escuchéis, quiero que las practiquéis; ¿os dais cuenta de quién soy Yo y, en consecuencia, de la importancia de lo que digo?” Así pues, vemos que en lo que dijo acerca de su predicación se pronunció de forma rotunda acerca de sí mismo. Se arroga esta autoridad única.

Pero no se nos deja, simplemente, con indiferencia e implicaciones; las referencias que hace a Sí mismo son no sólo indirectas. ¿Has examinado alguna vez las alusiones directas que hace a sí mismo en este Sermón del Monte? Veámoslas por orden según aparecen. Primero, en 5:11, cuando acaba de concluir las Bienaventuranzas, dice: “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan”, o sea, “bienaventurados sois si, por deseo de poner en práctica esta enseñanza tan elevada, sufrís persecución y quizá incluso muerte”. No dice: “Si sufrís así por el Nombre de Dios, vuestro Padre en los cielos, sois bienaventurados”. No; dice ‘por mi causa’. ¡Qué necedad tan indecible es que algunos digan que se interesan por el Sermón del Monte sólo como enseñanza moral, ética o social! Ahí, antes de llegar al ‘volver la otra mejilla’ y a los otros puntos que les gustan tanto, nos dice que deberíamos estar dispuestos a sufrir por su causa y que tenemos que sufrir persecución por su causa y que incluso debemos estar dispuestos a morir por su causa. Esta afirmación tremenda está al comienzo mismo del Sermón. Luego, casi de inmediato pasa a repetir lo mismo de forma implícita. “Vosotros sois la sal de la tierra”, y “vosotros sois la luz del mundo”. ¿Vemos lo que esto implica? Dice de hecho, “Vosotros, que sois mis discípulos y seguidores, vosotros, que os habéis entregado a mi hasta el punto de sufrir persecución por mi Nombre, e incluso la muerte por mi causa, vosotros, quienes me escucháis y vais a repetir mi enseñanza para propagarla por todo el mundo, vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo”. Sólo cabe una conclusión verdadera de todo esto, a saber, que vais a ser un pueblo muy especial y único que, debido a vuestra relación con Cristo, pasaréis a ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Es la doctrina del nuevo nacimiento. No son sólo personas que escuchan una enseñanza para luego repetirla y de este modo producir el efecto de sal y luz. No, ellos mismos van a convertirse en sal y luz. Tenemos ahí la doctrina de la relación mística del creyente con Cristo, de la unión entre ambos; Él morando en ellos y comunicándoles su naturaleza. Por consiguiente, ellos a su vez pasan a ser la luz del mundo, así como Él es luz del mundo. Es, pues, una tremenda afirmación respecto a sí mismo. En estas palabras, afirma su divinidad Única y su carácter de Salvador. Afirma que es el Mesías por tanto tiempo esperado.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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