​“Alabad a Jehová, porque es bueno” (Sal. 136:1).  La “bondad” de Dios corresponde a la perfección de su naturaleza: “Dios es luz, y en él no hay ningunas tinieblas” (IJuan. 1:5). La perfección de la naturaleza de Dios es tan absoluta que no hay nada en ella que sea incompleta o defectuosa, ni nada pueda serle añadida o mejorada.

            Sólo El es originalmente bueno, en sí mismo; las criaturas pueden ser buenas sólo por la participación y comunicación que viene de Dios. El es bueno esencialmente, y no sólo bueno, sino la bondad misma; la bondad de la criatura es sólo una cualidad sobre añadida, mientras que en Dios es su misma esencia.

            El es infinitamente bueno; la bondad en la criatura es como una gota, en Dios es como un océano infinito. El es bueno eterna e inmutablemente, porque no puede ser menos bueno de lo que es. En Dios no cabe la adición ni la substracción. Dios es “summum bonum”, el sumo bien.

            Dios es, no sólo el más grande de todos los seres sino también el mejor. Todo el bien que puede haber en una criatura le ha sido impartido por el creador, pero la bondad es propia en Dios porque es la esencia de su naturaleza eterna. Dios era eternamente bueno antes de que hubiera ninguna manifestación de su gracia, y antes de que existiera ninguna criatura a la cual impartirla o con la cual ejercitarla, del mismo modo que era infinito en poder desde toda la eternidad, antes de que hubiera uso de su omnipotencia.

            De ahí que la primera manifestación de su perfección divina fuera dar el ser a todas las cosas. “Bueno eres tú, y bienhechor” (Sal. 119,68). Dios tiene, en sí mismo, un tesoro infinito e inagotable de bendición que es suficiente para llenarlo todo.

            Todo lo que emana de Dios -sus decretos, sus leyes, su providencia, la creación- no puede ser sino bueno, como está escrito: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Gén. 1;31). Así, que, la bondad de Dios se revela, en primer lugar, en la creación. Cuando más detenidamente estudiamos a la criatura, más evidente es la bondad de Dios.

            Tomemos al hombre, la suprema entre las criaturas terrestres, como ejemplo. Todo, en la Escritura de nuestros cuerpos, atestigua la bondad de su Creador. ¡Cuán adecuadas son las manos para llevar a cabo su trabajo! ¡Cuán benévolo al proveer de párpados y cejas a los ojos para su protección! Y así podríamos seguir indefinidamente.

            Sin embargo, la bondad del creador no se limita al hombre, sino que es ejercitada para con todas las criaturas. “Los ojos de todos esperan en ti, y Tú les das su comida en su tiempo. Abres tu mano, y colmas de bendición a todo viviente” (Sal. 145;15,16). Podrían escribirse volúmenes enteros, -más de los que ya se han escrito- para ampliar esta verdad.

            Dios ha hecho abundante provisión para suplir las necesidades de los pájaros del aire, los animales del bosque y los peces del mar. “El da mantenimiento a toda carne, porque para siempre es su misericordia” (Sal. 33:5). Verdaderamente, “de la misericordia de Jehová está llena la Tierra” (Sal. 136:25).

            La bondad de Dios es notoria en la variedad de placeres naturales que ha provisto para sus criaturas. Dios podía haberse contentado satisfaciendo nuestra hambre sin que la comida fuera agradable a nuestro paladar. ¡Qué evidente es su bondad en la variedad de gustos que ha dado a la carne, las verduras y las frutas! Dios nos ha dado, no sólo los sentidos, sino también aquello que lo satisface; y esto, también, revela su bondad.

            La tierra podía haber sido igualmente fértil sin que su superficie fuera tan satisfactoriamente variada. Nuestra vida física podría haberse mantenido sin las flores hermosas que regalan nuestra vista y que exhalan dulces perfumes. Podríamos haber andado sin que los oídos nos trajeran la música de los pájaros. ¿De dónde proviene, pues, esta hermosura, este encanto tan generosamente vertido sobre la faz de la naturaleza? Verdaderamente, “las misericordias de Jehová sobre todas sus obras” (Sal. 145;9).

            La bondad de Dios se manifiesta en el hecho de que, cuando el hombre quebrantó la ley de su creador, no comenzó en seguida una dispensación de pura ira. Dios podía muy bien haber privado a las criaturas caídas de toda bendición, consuelo y placer. En lugar de hacerlo así, introdujo un régimen mixto, de misericordia y de juicio.

            Si consideramos debidamente este hecho, notaremos qué maravilloso es; y cuando mas detenidamente lo estudiemos, más claramente aparecerá que “la misericordia triunfa sobre el juicio” (Stg. 2;13). A pesar de todos los males que acompañan nuestro estado caído, la balanza del bien prevalece grandemente. Con relativamente raras excepciones, los hombres y mujeres conocen muchísimos más días de buena salud que de enfermedad y dolor. En la creación hay mucha más felicidad que desdicha. Incluso para nuestras penas hay considerable alivio, y Dios ha dado a la mente humana una flexibilidad que le permite adaptarse a las circunstancias y sacar el mejor provecho posible de ellas.

            La bondad de Dios no puede ser puesta en entredicho porque haya sufrimiento y dolor en el mundo. Si el hombre peca contra la bondad de Dios, si menosprecia las riquezas de su benignidad, y paciencia, y longanimidad, y después, por su dureza y por su corazón no arrepentido, atesora para sí ira para el día de la ira (Rom. 2:4,5), ¿a quién puede culpar si no a sí mismo?

            Si Dios no castigara a los que hacen mal uso de sus bendiciones, abusan de su benevolencia y pisotean sus misericordias, ¿sería El “bueno»? Cuando Dios libre la tierra de los que han quebrantado sus leyes, desafiando su autoridad, escarnecido a sus mensajeros, despreciado a su Hijo y perseguido a aquellos por los que Cristo murió, la bondad de Dios no sufrirá, sino que, por el contrario, ello será el ejemplo más brillante de la misma.

            La bondad de Dios apareció más gloriosa que nunca cuando “envió a su Hijo, hecho de mujer, hecho súbdito a la ley, para que redimiese a los que estaban debajo de la ley, a fin de qué recibiésemos la adopción de hijos” (Gál. 4:4,5). Fue entonces cuando una multitud de las huestes celestes alabó a su Creador y dijo: “Gloria en las alturas a Dios y en la tierra paz, Buena voluntad para con los hombres” (Luc. 2:14).

            Sí, en el Evangelio, “la gracia (en el original griego “bondad”) de Dios que trae salvación a todos los hombres, se manifestó” (Tito 2:11). Tampoco la bondad de Dios puede ser puesta en entredicho porque no hiciera objeto de su gracia redentora a todas las criaturas pecadoras. Tampoco lo hizo así con los ángeles caídos.

            Si Dios hubiera dejado que todos perecieran, ello no se hubiera reflejado en su bondad. Al que discuta tal afirmación le recordamos la soberana prerrogativa de nuestro Señor: “¿No me es lícito a mí hacer lo que quiero con lo mío? o ¿es malo tu ojo, porque yo soy bueno” (Mat.. 20:15).

            “Alaben la misericordia de Jehová, y sus maravillas para con los hijos de los hombres” (Sal. 107:8). La gratitud es la respuesta justamente requerida de los que son objeto de su benevolencia; pero, porque su bondad es tan constante y abundante, a nuestro gran Benefactor le es negada a menudo esta gratitud.

            Es tenida en poca estima porque es ejercida hacia nosotros en el curso normal de los eventos. No es sentida porque la experimentamos diariamente. “¿Menosprecias las riquezas de su benignidad?” (Rom. 2:4). Su bondad es “menospreciada” cuando no es perfeccionada como medio de llevar a los hombres al arrepentimiento, sino que, por el contrario, sirve para endurecerlos al suponer que Dios pasa por alto su pecado.

            La bondad de Dios es la esencia de la confianza del creyente. Esta excelencia de Dios es la que más apela a nuestros corazones. Su bondad permanece para siempre, y, por ello nunca deberíamos desanimarnos: “Bueno es Jehová para fortaleza en el día de la angustia; y conoce a los que en él confían” (Nah. 1:7).

            Cuando otros se portan mal con nosotros, ello debería llevarnos a dar gracias al Señor, porque él es bueno; y, cuando somos conscientes de estar lejos de ser buenos, deberíamos bendecirle más reverentemente, porque El es bueno. No debemos permitirnos ni un momento de incredulidad acerca de la bondad de Dios; aunque todo lo demás sea puesto en duda, esto es absolutamente cierto: Jehová es bueno; sus privilegios pueden variar, pero su naturaleza es siempre la misma.

Extracto del libro «los atributos de Dios» de A.W. Pink

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