No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas? Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas (Mateo 6:19-24).
En el examen de este pasaje, hasta ahora nos hemos ocupado de lo que podríamos llamar la enseñanza directa y explícita de nuestro Señor sobre los tesoros en la tierra y los tesoros en el cielo. Pero no podemos detenernos ahí, porque no cabe duda de que hay algo más en el pasaje. En estos versículos 19-24, hay una enseñanza indirecta, implícita; y el no prestar atención a esta enseñanza de la Biblia siempre es en detrimento nuestro. Nuestro Señor se interesa por el aspecto práctico del tema, pero obviamente hay algo más implicado en ello. Al ponernos sobre aviso acerca de este asunto tan práctico, también trata de forma incidental sobre doctrinas más importantes, si bien éste no es el propósito principal que le guía. Podríamos decirlo así: ¿Por qué son necesarias estas instrucciones? ¿Por qué está la Biblia llena de esta clase de advertencias? Se encuentran en todas partes, en este caso no tenemos más que un ejemplo, pero podríamos tomar muchos más. ¿Qué hace necesario que nuestro Señor, y después los apóstoles, nos pongan sobre aviso a los cristianos acerca de estas cosas? Hay una sola respuesta para esta pregunta. Todo esto se debe simplemente al pecado y a sus efectos. En un sentido uno queda sorprendido al leer un pasaje como este. Uno tiende a decir, “soy cristiano; tengo una nueva visión de las cosas, y no necesito esto”. Y sin embargo vemos que es necesario, que todos lo necesitamos. Todos nosotros, de varias formas, no sólo somos atacados sino vencidos por ello. Sólo una cosa lo explica, y es el pecado, el poder y efecto terribles del pecado en el género humano. Por eso podemos ver que, al exponer nuestro Señor su enseñanza y al dar sus mandamientos y presentar sus razones, de forma indirecta nos dice mucho acerca del pecado y de lo que el pecado produce en el hombre.
Lo primero que hay que advertir es que el pecado es obviamente algo que tiene un efecto totalmente perturbador en el equilibrio normal del hombre, y en el funcionamiento normal de sus facultades. En el hombre hay tres partes. Dios lo hizo cuerpo, mente y espíritu, o, si se prefiere, cuerpo, alma y espíritu; y lo más elevado es el espíritu. Luego viene el alma, y luego viene el cuerpo. No es que haya algo malo en el cuerpo, sino que éste es el orden relativo. El efecto del pecado es que las funciones normales del hombre quedan totalmente perturbadas. No cabe duda de que, en un sentido, el don más elevado que Dios ha otorgado al hombre es el don de la inteligencia. Según la Biblia, el hombre fue hecho a imagen de Dios; y una parte de la imagen de Dios en el hombre es indudablemente la inteligencia, la capacidad de pensar y razonar, sobre todo en el sentido más elevado y en un sentido espiritual. El hombre, en consecuencia, fue creado para funcionar de la forma siguiente: Su inteligencia, que es la facultad más elevada que posee, siempre debería ocupar el primer lugar. Las cosas las percibe y las analiza la mente. Luego vienen los afectos, el corazón, el sentimiento, la sensibilidad que Dios le ha dado al hombre. Después, en tercer lugar, hay esa otra cualidad, esa otra facultad, llamada voluntad, poder por el cual ponemos a operar las cosas que hemos entendido, las cosas que hemos deseado como consecuencia de la comprensión.
Así hizo Dios al hombre, y así debe funcionar. Debe comprender y esta comprensión debe dirigirlo y controlarlo.
Tenía que amar aquello que comprendía ser lo mejor para él y para todos; y luego tenía que poner todo esto en práctica. Pero el efecto de la Caída y del pecado en el hombre ha sido alterar ese orden y equilibrio. Advirtamos cómo lo expresa nuestro Señor en este pasaje. Presenta su instrucción: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Primero viene el corazón. Luego pasa a la mente y dice, “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?” El corazón es primero, la mente segundo, y la voluntad tercero; porque “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas”.
Ya hemos examinado la forma en que estos tesoros y posesiones terrenales tienden a apoderarse y dominar la personalidad entera: corazón, mente y voluntad. Antes no nos preocupó el orden; pero ahora sí nos preocupa el orden en el que nuestro Señor presentó estas cosas. Porque lo que dice aquí no es sino la simple verdad acerca de lo que somos por naturaleza. El hombre, como resultado del pecado y de la Caída, ya no se gobierna por la mente y la comprensión; se gobierna por sus deseos, sus afectos y placeres. Ésta es la enseñanza de la Biblia. Por ello vemos que el hombre está en una situación terrible de no regirse ya por su facultad más elevada, sino por algo distinto, por algo secundario.
Hay muchos pasajes de la Biblia que demuestran esto. Tomemos esa gran afirmación de Juan 3:19: “Ésta es la condenación (ésta es la condenación final del género humano): que la luz vino al mundo”. ¿Cuál es, pues, el problema del hombre? ¿No la cree? ¿No la acepta? No, “Ésta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”. El hombre, en otras palabras, en lugar de ver la vida con la mente, la ve con sus deseos y afectos. Prefiere las tinieblas; le domina, no la mente, sino el corazón. Aclaremos. No queremos decir que el hombre tal como Dios lo hizo no debería tener corazón, o no debería sentir las cosas. Lo importante es que el hombre no debería regirse por sus emociones y deseos. Este es el efecto del pecado. El hombre debería regirse por la mente, por el entendimiento.
Estamos ante la respuesta definitiva para todos lo que no son cristianos, y que dicen que no lo son porque piensan y razonan. La verdad es que se rigen, no por la mente, sino por el corazón y los prejuicios. Sus intentos esmerados por justificarse intelectualmente no son más que el esfuerzo de disfrazar la irreligiosidad de sus corazones. Tratan de justificar la clase de vida que viven adoptando una posición intelectual; pero el problema verdadero es que se rigen por los deseos y placeres. No se acercan a la verdad con la mente, se acercan a ella con todos los prejuicios que nacen del corazón. Como lo dice tan perfectamente el salmista: “Dice el necio en su corazón: no hay Dios”. Esto es siempre lo que dice el incrédulo y luego trata de encontrar una razón intelectual que justifique lo que su corazón desea decir.
Nuestro Señor en este pasaje nos recuerda eso con toda claridad. Es el corazón el que codicia las cosas mundanas, y el corazón del hombre pecador es tan poderoso que rige su mente, su comprensión, su inteligencia. Los científicos se enorgullecen de ello; pero les puedo asegurar que los científicos a veces son los hombres con más prejuicios que uno puede encontrar. Algunos están dispuestos a manipular los hechos con tal de reforzar su teoría. A menudo comienzan un libro diciendo que una idea determinada no es sino teoría, pero unas páginas más adelante encuentra uno que se refieren a ella como a un hecho. Este es el corazón que actúa y no la mente. Esta es una de las grandes tragedias del pecado y sus efectos. En primer lugar altera el orden y el equilibrio; y el don mayor y supremo pasa a someterse al menor. “Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones